Catalina la fugitiva de San Benito (49 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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En aquella encomienda debía ser muy cuidadoso; don Martín no era un timorato y a él le constaba que tenía buenos padrinos. Llegó a Quintanar del Castillo a media mañana y sin demora se dirigió a la residencia del hidalgo.

Todas las referencias que tenía del estado de sus finanzas se reflejaban en la deteriorada fachada de su casa solariega. Al escudo heráldico que adornaba la blasonada puerta principal le faltaba la piedra que correspondía a la celada del casco del guerrero, las paredes estaban llenas de desconchones, las maderas de las ventanas pedían a gritos una capa de barniz y afeaba la balconada del primer piso la falla de un balaustre, de modo que el conjunto asemejaba una boca a la que le faltara un diente, y finalmente dos de las gárgolas estaban descabezadas.

Dejó su equino atado a una de las anillas que a tal efecto se hallaban dispuestas en la pared y, tras componer la figura, golpeó con el aldabón la sólida puerta de roble que cerraba el deteriorado palacete. La respuesta no se hizo esperar y al cabo de unos momentos y tras el ruido de una falleba al ser retirada, el picaporte se abatió y un criado de raída librea apareció en el quicio de la puerta.

—¿Es la casa de don Martín de Rojo?

—Aquí es. ¿Qué deseáis?

—Obviamente, verle si es que está.

—¿Tenéis hora concertada? —preguntó el servidor mientras se hacía a un lado para que el extraño personaje entrara, cerrando a continuación la puerta.

—Decidle que desea verle don Sebastián Fleitas de Andrade y que me envía su excelencia el obispo de Astorga.

—Voy a ver.

Se fue el viejo servidor, renqueando, pasillo adelante y el portugués se quedó en el recibidor, algo confuso, ante lo desusado del recibimiento. Al rato regresó el hombre y le indicó que le siguiera, no sin antes decirle que don Martín lo recibiría pero que, al no haberse anunciado, tendría que esperar un rato. El familiar nada dijo y se dejó conducir a una salita situada al lado del comedor de la vivienda que no ofrecía un aspecto precisamente lujoso ni ciertamente confortable. El silencioso sirviente cerró la puerta y se retiró.

Pasó el tiempo y el de Fleitas se iba malhumorando. El lugar era angosto y, aparte de una mesa camilla y tres sillones, nada más había. Cuando ya su reloj le dijo que llevaba treinta minutos esperando se puso en pie dispuesto a marchar, pero en aquel instante se abrió la puerta y apareció en el vano la figura recia y parsimoniosa del procer, al que no hizo falta el anuncio del nombre del visitante para reconocer al punto, por su catadura, la faz del tantas veces descrito esbirro del obispo Carrasco. Asimismo, éste pudo observar extrañado que el rostro del anfitrión no reflejaba temor alguno y sí, tal vez, un punto de cólera contenida y un desprecio infinito, cosa poco común entre sus visitados.

Las primeras palabras del hidalgo confirmaron la impresión recibida y no fueron, precisamente, un saludo:

—No acostumbro a recibir extraños en mi casa si no tienen la deferencia de concertar, previamente, una cita.

El portugués, fino conocedor del alma humana, entendió de inmediato que aquél no era el hombre que tiempo atrás, en San Benito, se excusaba vacilante ante el doctor Carrasco por haber emitido una opinión imprudente, y que diversas podían ser las causas que hubieran modificado su comportamiento. En primer lugar, poderosos e influyentes amigos lo amparaban en la Corte; en segundo, la muerte de su hermana, la priora, le podía haber afectado hasta el punto que su natural orgulloso, por otra parte muy común entre la pequeña nobleza rural, le obligaba a levantar la cerviz como avergonzándose de humillantes actitudes pasadas que quería remediar; y finalmente, el arresto de su amigo, el doctor Gómez de León, le servía de acicate para obligarle a mostrarse ofendido y soberbio a la vez que decidido, y si llegara el caso y fuera necesario, a vender cara su dignidad. Su actitud era la del que se plantea la cuestión y decide: «Si hemos de morir, hagámoslo de pie.»

Llegóse hasta el portugués altivo y tenso, y sin dedicarle el más mínimo saludo ni invitarlo a sentarse le espetó:

—Por una vez celebro que entre mis aficiones no se halle la de la lectura; caso de que así fuere, no os hubiera dejado huronear en mi librería sin una orden directa de un tribunal. Odio a las gentes que entran en las casas como amigos y actúan como ladrones. Si no estoy mal informado, fuisteis a visitar al doctor Gómez de León, viejo amigo y uno de las más nobles y desinteresadas personas que pueda haber en este perro mundo, y por una futilidad sin importancia lo habéis hecho encerrar para que sea interrogado.

El de Fleitas, sinuoso y experimentado, no consideró oportuno entrar al trapo al primer envite e hizo transcurrir el diálogo por otros derroteros simulando un repliegue:

—No está en mis manos juzgar a nadie. Mi misión es informar y os diré que mi escrupulosidad es tal que si hallara en mi hermano un comportamiento que no se ajustara a la ortodoxia de la Santa Madre Iglesia, mostraría el mismo celo que he mostrado con todas las personas a las que me he visto obligado a investigar. Además, abundo en la observación que habéis hecho y estoy cierto de que se tratará, sin duda, de un malentendido y que dentro de un mínimo tiempo vuestro galeno estará de nuevo visitando a sus pacientes.

Don Martín no cayó en el engaño.

—Fuisteis a su casa... llovía... y tuvieron la atención de permitiros pasar a su despacho en tanto él regresaba de sus visitas. Empleasteis muy bien vuestro tiempo, ¡a fe mía!, curioseando entre sus libros, y al no encontrar motivo de culpa alguno tras la entrevista que con él mantuvisteis, os llevasteis un tomo de su librería y con tan poco fundamento montasteis una causa. Me parece una postura deleznable que por un antiguo volumen que hace años y desde antes de que estuviera incluido en el
índice
estaba en poder de su familia, haya sido, aunque sea momentáneamente, privado de su libertad.

—Es una apreciación muy sesgada la que hacéis del tema, y os honra defender a vuestro amigo, pero sabed que, al igual que él no dejaría de ser médico en cualquier circunstancia, yo, desde mi responsabilidad de familiar, ejerzo siempre al servicio de las leyes que promulga el Santo Oficio y si bien es cierto que no acudí a su casa por este motivo, cuando lo conocí no pude ignorarlo; hubiera sido ir contra mi conciencia. Pienso, además, que si a los caballeros de su nivel y condición no se les exige el exacto cumplimiento de la ley y entramos en disquisiciones tales como «no recordaba» o «ni siquiera sabía que el libro estaba en el
índice»
entonces mal podremos actuar contra personas de menos cultura y por ende de menos responsabilidad. En cuestiones donde está en juego la pureza de la fe no tenemos más remedio que ser escrupulosos.

Al hidalgo no le hizo mella el discurso.

—Bien, en primer lugar mostradme algún documento que acredite quien decís ser. No quisiera caer en errores que luego me reporten consecuencias impensadas.

El portugués, extrayendo de su escarcela una arrugada cédula, se la entregó.

—Veo que sois desconfiado.

Don Martín se caló sus anteojos, leyó y luego dijo a la vez que se lo devolvía:

—Únicamente precavido. Bien, seamos breves. ¿Cuál es el motivo de vuestra inesperada visita?

—Veréis, me comunica su reverencia y primer protector de San Benito que, al parecer, una aspirante que estaba a punto de hacer sus primeros votos de postulanta ha desaparecido del convento.

—¿Y?

—Pues que al ser vuesa merced tutor de la susodicha, tal vez sepáis algo más de lo que de ella se dice.

—Y ¿qué es lo que de ella se dice? Para que yo sepa si sé o no sé algo más.

—Pues veréis, el doctor Carrasco recibió una epístola de la nueva priora en la que le ponía al corriente del extraño suceso y de las circunstancias que lo rodearon. Los hechos fueron los que a continuación paso a relataros.

El familiar explicó a don Martín todo lo que ya sabía a través de sor Gabriela de la Cruz, pero éste le dejó concluir y cuando ya lo hubo hecho señaló:

—Todo este asunto no es nuevo para mí. Cuando estuve en San Benito a mi vuelta de Madrid para visitar la tumba de mi querida hermana, me fue relatado punto por punto, tal y como vos lo habéis hecho ahora.

—Entonces, ¿qué podéis añadir que yo no sepa?

—¿En la carta que le enviaron al obispo no le relataban, a la vez, las extrañas circunstancia que concurrieron en la muerte de mi querida hermana?

—Nada me ha dicho a este respecto.

—Pues sabed que no me conformo con esa peregrina e insostenible teoría de que la muerte de la madre se debió al descuido de esa muchacha y, mucho menos, a las terribles insinuaciones que se han vertido al respecto sobre si la pobre fue la causante directa por no sé que posesiones diabólicas. Desde luego la historia no va a terminar de esta manera y no he de parar, caiga quien caiga, ya sea eclesiástico o seglar, hasta dar con el responsable, si no el culpable de este tristísimo asunto.

—No dudéis que la Iglesia no permanecerá indiferente ante la denuncia de tal hecho.

—¡Eso espero! De no ser así el poder civil entrará en el asunto, y triste es que los hombres del rey tengan que intervenir en un monasterio.

—Pero vuesa merced no ignora que existe un concordato y que de los temas de la Iglesia se ocupa la Iglesia.

—¡Y bien hará de ocuparse! Pero el que sin duda se ocupará será su hermano y éste, no lo dudéis, soy yo.

El portugués volvió sobre sus pasos:

—Entonces, ¿nada tenéis que ver con la aspirante huida, aparte de ejercer su tutoría?

Don Martín de Rojo vaciló un instante, cosa que no pasó inadvertida al investigador.

—Nada en absoluto. Pero tengo el máximo interés en que sea hallada y reintegrada al convento. Es una criatura inocente y no está preparada para la vida extramuros, amén de que me siento responsable de ella... no en balde me ocupo de su formación desde que mi hermana me pidió que fuera su tutor.

—¿Y la madre Teresa no os dijo nada sobre quiénes podían ser los progenitores de la criatura?

—La reverenda madre lo ignoraba. Un caballero embozado la dejó a su cuidado, una noche, en San Benito... y de haberlo sabido porque ese alguien le hubiera confiado el secreto, jamás habría revelado el origen del mismo ni siquiera a mí, que era su hermano y a quien tanto quería.

—Y ¿no os habló tampoco de quién cuidaba de su manutención?

—La priora era una mujer muy inteligente y nadie ignora que por el hilo se saca el ovillo. Catalina no nació en el convento como la hija de cualquier recogida, y por ello no fue dada en adopción; viendo su porte se podía adivinar fácilmente que el origen de su cuna era sin duda noble. Pero, os repito, jamás me insinuó nada sobre el alcurnia de la criatura... y yo, sabiendo cómo era, tampoco se lo pregunté.

—Y ¿tampoco os comentó en alguna ocasión si tenía alguna marca que la distinguiera y la pudiera identificar con alguna familia, sin deciros, claro está, de que familia se trataba?

El hidalgo supo en aquel momento que todas las preguntas anteriores habían sido circunloquios y que aquélla constituía el meollo y motivo de su visita.

—Creo que me he explicado claramente acerca de la discreción absoluta de mi hermana; o sois muy torpe, cosa que no creo, o tal vez intentáis con rodeos y sutilezas que yo caiga en alguna contradicción.

—No tal... me limito a cumplir con mi trabajo. —Y prosiguió tenaz e incansable—: Me habéis dicho que estuvisteis en Madrid antes de ir a San Benito. ¿Tal vez me podríais explicar el motivo de vuestro viaje?

—Podría si me conviniera, pero no es así. ¿No os pagan para que investiguéis? Pues hacedlo. Tal vez si lo descubrís se os pasen las ganas de escudriñar mi entorno y de molestar a mis amigos.

El portugués entendió que frente a él se hallaba un duro, iracundo y amparado contrincante.

—El brazo de la Inquisición es largo e incansable. No dudéis que todo cuanto le interesa termina sabiéndolo. Y ahora, si me permitís. —El de Fleitas hizo el gesto de salir.

—No sólo os lo permito, sino que celebro dar por terminada la entrevista. Y sabed que prefiero que los juicios se celebren en los tribunales y no en mi propia casa. Ahora mi criado os acompañará hasta la salida.

La partida

Catalina estaba desolada. Andaba por el palacete como alma en pena y no comprendía lo que para ella había constituido una traición. Diego, tras demostrar a su padre que había aprovechado las clases de danza y que se podría defender en la Corte más que correctamente, había obtenido al fin el tan ansiado permiso para partir hacia Madrid en compañía de don Suero, que después de dejarlo instalado para que iniciara su instrucción en la Casa de los pajes regresaría a Benavente. Todo había sucedido de una forma súbita e imprevista. El marqués de Cárdenas había asistido, a instancia de su hijo, a la clase del sábado por la tarde, y por la noche Lorenzo le comunicó que la partida era inminente. Catalina al principio no lo creyó, y armándose de valor se dirigió a las habitaciones del joven y llamó a la puerta.

—¿Quién es? —interrogó la voz amada desde dentro.

—Soy yo, Alonso. ¿Dais vuestro permiso?

—Pasad.

Catalina abrió la puerta y asomó su cabeza. Lo que vieron sus ojos la dejó perpleja y descolocada. Diego estaba en el dormitorio del fondo; la antesala aparecía llena de bultos, paquetes y baúles a medio hacer, desperdigados por doquier. Ella cerró la puerta y se quedó en medio de aquella barahúnda sin saber qué hacer ni qué decir, y de esta guisa estaba cuando la cabeza de Diego asomó entre los cortinajes que separaban ambas estancias. Contra lo habitual, no estaba sonriente ni distendido y la interpeló en un tono que le pareció algo desabrido e intemperante.

—¿Qué queréis?

A Catalina se le saltaban las lágrimas y apenas balbuceó:

—¿Os vais?

—A vos ¿qué os parece, que estoy haciendo mi equipaje para salir de caza? Sí, por fin me voy a la Corte.

—Habíais dicho que yo iría con vos.

—Tal vez más tarde. Debéis completar, por ahora, vuestra formación como paje. De momento seríais más una carga que una ayuda; me temo que deberéis esperar otra oportunidad.

—¡Pero vos me lo prometisteis!

—Como comprenderéis, no tengo por qué daros cuenta de mis decisiones. Creí que a estas alturas habríais progresado más en vuestros conocimientos; sin embargo, fray Anselmo opina que todavía no estáis preparado... no solamente cuenta la opinión de don Suero. Debo reconocer que vuestro nivel de esgrimista es prodigioso, sobre todo teniendo en cuenta que solamente lleváis dos años en ello, aunque se ve claramente que anteriormente habíais practicado. Pero en la formación de un paje, que es el preámbulo de un caballero, no sólo cuenta el ejercicio físico, la monta y el manejo de las armas, sino también, y mucho, el conocimiento de las letras y las matemáticas, y en esto por lo visto todavía no dais la talla.

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