Catalina la fugitiva de San Benito (53 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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A eso de las nueve de la noche el mozo detuvo la galera ante la cancela de la casa solariega de los Rojo. Casilda, tras despedirse de él y agradecerle lo que por ella había hecho, se dispuso a recoger sus bártulos. Antón Cifuentes, que nunca renunciaba a su condición de veterano de los Tercios, bravucón, pinturero y cortejador nato de guardadas virtudes le respondió:

—Otra cosa quisiera yo de vos, que no buenas palabras... y solamente me ofrecéis «resina».

Casilda, que era una robusta moza de treinta y cuatro años aún llena de vida, cayó en la añagaza del trabalenguas.

—¿Qué queréis decir con que os ofrezco únicamente «resina»?

—«Resinación», Casilda, «resinación».

Sonrió ella en tanto reunía sus pertrechos del fondo del carromato y recordaba al carretero que la debía recoger al cabo de cuatro días.

Partió éste en tanto ella lo despedía con un amistoso gesto desde el quicio de la cancela, que ya habían abierto, y cuando la galera doblaba la esquina se introdujo en la antigua casona donde había pasado los años más felices de su vida.

Apenas tuvo noticia doña Beatriz de la llegada de la antigua ama, cuando ante lo alarmante de la misiva recibida la hizo llamar a su presencia.

Compareció la mujer, nerviosa y agradecida por la inmediata respuesta que su angustiosa llamada, demandando auxilio, había merecido por parte de la castellana. Tras los correspondientes saludos y comentarios de las dos al respecto de cómo se encontraban mutuamente y las preguntas del ama sobre su prohijado y de las noticias que pudiera haber sobre el nuevo estado de Leonor, la criada de la señora, a quien después de contraer nupcias con Marcelo no había vuelto a ver desde los días de la feria de Carrizo, entraron en materia.

Doña Beatriz quedó prendida en el sencillo y, sin embargo, diáfano relato de la mucama. Ante la gravedad de los hechos denunciados hizo avisar a su esposo para que sus oídos escucharan aquello mismo a lo que los suyos no daban crédito. Compareció el hidalgo en los aposentos de su esposa y tras cederle ésta el sillón principal y cambiar con la mujer los saludos protocolarios de rigor, la instó a que comenzara de nuevo y desde el principio la narración que tanto había turbado a su esposa.

Casilda, en pie frente al hidalgo con un nerviosismo que delataban tanto el sudor de sus manos como el continuo refregarlas una contra la otra, fue desgranando cronológicamente el cúmulo de sucesos que tanto le habían angustiado, cuidando muy mucho de no equivocarse y explicar únicamente, a fin de no involucrarse, aquellas cosas que tras larga meditación durante su viaje había decidido que no le perjudicaban. Por tanto, guardó para ella todo lo referente a la jornada del campanario para que la huida de Catalina únicamente se achacara al hecho de verse falsamente acusada de la muerte de la priora.

—¿Y decís que esa tal Fuencisla pudo escuchar éste cúmulo de barbaridades oculta bajo la escalera que conduce al altillo de la biblioteca?

—Así es, señor.

—Y ¿cómo es que nada dijo entonces?

—Tal vez no encontró a quién. Además no quería perjudicar el futuro de la criatura que llevaba en sus entrañas; amén de que en aquella ocasión no se nombró directamente a persona alguna y ella no sabía a quién se referían los conspiradores. Tened en cuenta que las recogidas llevan una vida completamente apartada de las postulantas; las madres ven en ellas un peligro para la pureza de las más jóvenes y se preocupan con extremado celo de que jamás contacten ni se mezclen unas con otras.

—¿Y a qué circunstancia achacáis el hecho de que posteriormente os lo haya dicho a vos?

—Yo no soy ni una recogida ni una postulanta; ella tiene ocasiones de hablar conmigo. Además, tras la escena en el entierro de la reverenda madre tuvo la evidencia de que la elegida para la terrible tarea no había sido otra que Catalina. Sume vuesa merced todo ello al desengaño sufrido por la muchacha al saber que el fraile le había negado cualquier ayuda, luego de haber abusado de su buena fe, que no iba a volver a ver a su hija y que todas su esperanzas habían sido defraudadas.

—Y vos ¿qué relación teníais con la prófuga?

—La normal; mi edad y el hecho de haber servido en vuestra casa me otorga un lugar en el convento. De no ser así, a estas horas sería impensable que me hubieran autorizado a venir a veros.

—Y ¿por qué asumisteis este riesgo?

—Veréis, vuecencia sabe el respeto y cariño que profeso a ésta familia. La priora era vuestra hermana, vos erais el tutor de la aspirante sobre la que se ha querido cargar la muerte de la madre Teresa... e imagino que ésta fue la causa principal de su huida. Ésos y no otros han sido mis motivos.

—Os creo, Casilda, y os agradezco el riesgo que habéis asumido. Veamos lo que tenemos: en primer lugar la confesión de una pobre despechada, cuya palabra contra la del confesor de las monjas y la de la priora fácilmente puede atribuirse a resentimientos o a venganzas personales; podéis tener por seguro que no se tendrá en cuenta... eso en el supuesto que sea capaz de mantenerla y no enmendarla en el careo que, sin duda, propondrá la Santa Inquisición. Un pleito incoado sobre esta base no tiene la menor probabilidad de prosperar. La fórmula que recetó a mi hermana mi querido amigo el doctor Gómez de León sin duda fue la apropiada, y como en estos momentos está pasando por un delicadísimo trance lo que menos conviene es remover el asunto, pues si hubiera sido mal interpretada o mal administrada, redundaría en su perjuicio y sólo haría que empeorara su situación. En el momento de la defunción únicamente estaban presentes tres personas: una de ellas ha huido y su testimonio es de capital importancia; las otras dos, ni que decir tiene que en sus declaraciones se apoyarán y ambas se complementarán perfectamente.

—Entonces ¿nada se puede hacer?

—Debemos obrar con cautela. Habría que recoger dentro de los muros del convento otros testimonios del libidinoso comportamiento de este iluminado y de los inicuos caminos que ha recorrido sor Gabriela para ocupar el lugar de mi querida hermana. Dejadme pensar despacio el cómo conviene manejar este repugnante asunto e id en paz y con mi bendición y gratitud por vuestro proceder, que os honra y no olvidaremos jamás ni mi querida esposa ni yo.

Tras estas palabras el hidalgo salió de la estancia y dejó a las dos mujeres, que siguieron hablando de sus cosas. Así se enteró Casilda de que doña Elvira, la hija casada en Sevilla, se encontraba en estado de buena esperanza y asimismo su amiga Leonor, que ahora vivía en Toledo, estaba embarazada de seis meses; Álvaro había terminado sus estudios en Salamanca aquel mismo año y partía hacia la Corte, donde ocuparía plaza de adelantado en una de las casas nobles de más rango de Madrid, la de los López Dóriga, uno de cuyos hijos había sido condiscípulo suyo durante cuatro años y había forjado con él una gran amistad. Finalmente, al preguntar a doña Beatriz qué había querido decir su esposo cuando al referirse al doctor Gómez de León insinuó que estaba pasando por una delicada situación, le respondió la castellana, ante la desolación de Casilda, que había sido apresado por el tribunal del Santo Oficio y que don Martín, su esposo, estaba recurriendo a sus más altas influencias para ayudarlo a salir de aquel mal paso. Por último, doña Beatriz, tras desearle una feliz estancia en su casa y decirle que no dudara en pedir cualquier cosa que necesitara, se despidió de ella, subrayando que había sido aposentada en la misma alcoba que ocupara cuando estaba criando a Álvaro. Casilda, cansada como estaba luego de aquella dura jornada, apenas probó bocado a la hora de la cena y se recluyó rápidamente en su antigua habitación. Contra lo esperado y de puro agotamiento, le costó conciliar el sueño. Cuando éste llegó la sorprendió, sin saber por qué, recordando el viaje en carreta con Antón Cifuentes. Cuando al cabo de cuatro días la vino a recoger, tal como habían acordado, y Casilda divisó desde su ventana al rudo carretero doblando la calle, encaramado al pescante de la voluminosa galera, sin saber por qué su corazón brincó de contento.

La Corte

Ni en su más lucubrante sueño imaginó Diego el impacto que causaría en su ánimo el descubrimiento de la Corte: los coches, las posadas, las plazas, los mercados, las caballerías y, sobre todo, el ruido. El tremendo barullo que levantaba la gente para hacerse entender, hablándose del uno al otro lado de la calle a puro grito, cautivó al punto el espíritu del joven.

Don Suero montaba a su altura y observaba divertido, de refilón, las expresiones de asombro y embeleso que iba trasluciendo el rostro de Diego. Ambos encabezaban la comitiva, tras ellos iban Lorenzo, los lacayos y cerraban la marcha las dos carretas.

—Qué, ¿qué os parece la Corte?

—Estoy realmente obnubilado, don Suero. ¡A fe mía que a pesar de haber pensado en ella infinidad de veces jamás hubiera imaginado que lo que ven mis ojos pudiera existir!

—¡Pues todavía no habéis visto nada! Ya veréis lo que son las fiestas, los corrales de comedia, los toros, las procesiones y la plaza Mayor... y dejad para el final el alcázar de los reyes.

—No me atosiguéis y dadme tiempo, que me siento como uno de los labriegos de mi señor padre cuando por vez primera nos visitaban en el palacio de Benavente y no se atrevían ni a pisar las alfombras. Por cierto, ayo, dijo mi señor padre que en llegando a la Corte me explicaríais cómo se ha organizado mi vida.

—Como sabéis, es deseo del señor marqués que ocupéis plaza de externo en la Casa de los Pajes que ha fundado su excelencia don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, y que está ubicada junto a la Puerta de la Vega, tras la calle Santa Ana y muy cerca del palacio; allí acudiréis todas las mañanas y os formaréis en las disciplinas y los hábitos que después os permitirán desenvolveros en palacio como un caballero. Esto no es Benavente. La Corte es mucho más rígida y el protocolo mucho más estricto; equivocar un «vuecencia» y cambiarlo por un «vos» os puede acarrear un disgusto... y nada digamos si el error lo cometéis con un «señoría» o un «excelencia». Si tal hacéis, podéis acabar en un duelo como don Antonio de Oquendo, que tal hizo al salir de una misa en el convento de las mercedarias y casi le cuesta un serio disgusto.

—Pero ¿cómo es nuestra casa de Madrid en la que voy a alojarme? Vos la conocéis, ¿no es verdad?

—Desde luego, yo acompañé a vuestro padre cuando al fallecer vuestra señora madre se instaló en Madrid porque los recuerdos le atosigaban en Benavente día y noche, y prefería pasar en la Corte largas temporadas. Se ubica en la esquina de la calle Barquillo con la de Las Infantas. Está frente a la del señor embajador de Inglaterra, que es la que el pueblo conoce como la de las Siete Chimeneas. La reconoceréis fácilmente, amén de que es conocida por todo el mundo, más aún desde que el Príncipe de Gales acompañado por lord Buckingham se alojó en ella cuando pretendieron que éste desposara a la infanta doña María de Austria, unión que finalmente no se pudo llevar a cabo por las diferencias religiosas de los futuros contrayentes.

—Y ¿cómo es nuestra casa?

—No es el palacio de vuestro señor padre en Benavente, pero podréis alojaros en ella sin desdoro y con la dignidad y prosapia inherentes a vuestros apellidos. Tiene nueve dormitorios, dos salones, comedor de invierno y de verano, espacio para el personal y, si no recuerdo mal, una muy digna sala de armas ubicada en una galería que da sobre los jardines. Y desde luego toda la servidumbre que corresponde y que mantiene la mansión como es debido.

—¿Y las cuadras?

—Con lo que llevamos en la comitiva no las llenaremos. Además de las caballerías y de las carretas pueden caber fácilmente dos coches de los que usan los gentilhombres y las damas para acudir a la calle Mayor o al paseo del Retiro.

—¿Y ese maestro de armas del que tanto me habéis hablado?

—Luis de Narváez, ése es su nombre. En cuanto estéis instalado lo iremos a visitar. Vuestro padre quiere que por las tardes practiquéis con él, y os aseguro que, aparte de Pedro Pacheco, no lo hay mejor ni en París ni en Roma. Yo ya os enseñé todo cuanto podía enseñaros, y me consta que os aceptará como alumno por ser quien sois y porque vuestro nivel es excelente; de no ser así no tendríais ninguna posibilidad. Está tan solicitado que, si fuera posible, compraría horas para satisfacer la demanda que tiene de gentes que quieren que les imparta sus lecciones. Por cierto, no me habéis comentado el motivo que os ha hecho tomar la decisión de dejar a Alonso en Benavente; el muchacho tiene una esgrima avanzadísima y diferente, y hubiera sido un rival de consideración para vuestras prácticas y una excelente ayuda como paje en Madrid.

—He creído que era un egoísmo por mi parte el traerlo, pues su formación académica quedaría interrumpida y no quiero responsabilizarme de esa ruindad.

Don Suero, que tan bien conocía a Diego, no dejó de advertir el cambio de expresión de su rostro y pensó que tal vez a su pupilo le molestara la soberbia destreza del paje que, con la espada y principalmente con la zurda, en más de una ocasión lo había puesto en evidencia.

A medida que avanzaban por las calles de la capital la muchedumbre se iba haciendo más densa y el abrirse paso entre ella resultaba cada vez más dificultoso. Entraron por el Puente de la Segoviana y se dirigieron a la plaza de la Villa atravesando la plazuela del Cordón para torcer luego por Platería, dejar atrás la Puerta de Guadalajara y desembocar en la calle Mayor. Eran las doce del mediodía y las gentes se detenían, pues todas las campanas de las iglesias y conventos de Madrid, que ocupaban el treinta y seis por ciento del terreno capitalino, sonaban a la vez tocando el Ángelus. Finalmente llegaron a la Puerta del Sol y al enfilar Alcalá pareció que la multitud se hacía menos densa; descendieron por ella para dirigirse a continuación a la calle de Las Infantas. Nada más tomar su embocadura, y a la izquierda, don Suero le indicó a Diego siete altas chimeneas que coronaban una casa y daban carácter al paisaje; a su vera, junto a Barquillo se alzaba airoso el palacete de los Cárdenas.

El encuentro indeseado

Siete meses hacía que Diego había marchado a la Corte y Catalina había dejado de ser la mujer más feliz de la creación para convertirse en un alma en pena que deambulaba silenciosa por los largos pasillos del palacio de Benavente. Todo aquello que hacía unos meses era un sinfín de alegrías, se había tornado como por arte de encantamiento en un tedio insoportable, en un no vivir de añoranzas y, a ratos, en un peligro indefinido y escabroso que ella percibía vagamente.

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