Catalina la fugitiva de San Benito (57 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¿Y qué vendéis?

—Alegría. Hacemos que las gentes olviden por un rato sus miserias.

—¿Y cómo se hace tal?

—Seguimos la ruta que nos marcan las ferias de los lugares que visitamos y los santos patronos de los pueblos, y allí mi hombre y mi hijo con su tío y sus primos montan su tenderete y mostramos, por unas pocas monedas, nuestras habilidades.

—Y ¿cuáles son esas habilidades?

—Deberíais verlos manejar mazos, aros y pelotas y realizar toda suerte de saltos y cabriolas. Antes llevábamos con nosotros un mono y un loro, pero ahora el Santo Oficio lo ha prohibido y no conviene irritar a esos caballeros; únicamente el perrillo que habéis visto a vuestra llegada contribuye a nuestro espectáculo, y no os podéis llegar a imaginar la cantidad de cosas que mi hijo le obliga a hacer.

—¿Y vos?

—Yo canto, bailo, recito... eso sobre el escenario, y luego al terminar la función hago otras cosas.

—¿Y qué cosas son esas?

—Preguntáis demasiado, pero vuestra cara no engaña. Os lo voy a decir: en según qué lugares y a clientes de confianza, pues es un don que heredé de mi suegra y se atribuye a brujería, aunque yo sólo hago que favorecer a los prójimos que demandan mis servicios y desde luego nada tengo que ver con los sucesos del valle de Zugarramundi
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, preparo filtros que me demandan para remediar algunos males o para conseguir ciertos beneficios y predigo el futuro, en la mayoría de los casos con éxito. Los videntes alcanzamos a ver más allá de donde lo hace el común de los mortales, y por tanto podemos remediar males atribuibles a hechos que todavía no han sucedido.

—Me tenéis asombrada. Pero ¿cómo lo hacéis?

—Yo no hago nada. Meramente relato lo que ven mis ojos interiores, y para causar mayor impresión y porque a la gente le causa mayor impacto, poso mis manos sobre una bola de cristal. Vos misma os habéis extrañado cuando, al llegar, he adivinado vuestro sexo y no he necesitado artificio alguno.

—¿Y ahora adónde os dirigís?

—El itinerario no lo conozco, únicamente os puedo decir que pararemos en Valladolid.

La cabeza de Catalina iba pariendo ideas a la velocidad de un tiro de arcabuz, y recordó su afortunado viaje con los carreteros que la ayudaron a llegar sin novedad a Benavente.

—¿Tal vez permitiríais que hiciera el camino en vuestra compañía? Ya sabéis que hoy día el viajar solo entraña peligro, y no me importaría aplazar la arribada a mi destino a cambio de hacer el trayecto conjuntamente. Además, no soy lerda y aprendo fácilmente. Os aseguro que no sería una carga.

—Nada os puedo decir. El jefe de la
troupe
es Florencio, mi marido; si él lo autoriza no habrá inconveniente.

—¿Y si a alguno de los otros les pareciera improcedente?

—Entre los de nuestra raza, lo que dice el patriarca no admite discusión. Pronto regresarán. Además pertenecemos todos a una sola familia, los Ayamonte; mi hombre y el de la otra carreta son hermanos y mi hijo Manuel se casará con Violeta, que es su prima. En cuanto a las mujeres, no opinamos si no se nos pregunta, o sea que lo que yo o mi cuñada Magdalena dijéramos no influiría en la decisión que ellos adoptaran. Pero, os repito, tendréis que esperar. De todos modos pensadlo, porque caso que decidierais unir vuestra suerte a la nuestra, deberéis descubrir vuestra condición femenina a mi hombre para que él resuelva lo que crea más conveniente...

—¿Creéis que tardarán mucho en regresar? Porque según sea su respuesta deberé continuar mi viaje.

—Yo os diré lo que vais a hacer. Os quedaréis conmigo hasta que retornen. Sea cual sea su decisión, la hospitalidad es un deber entre nosotros, y lo que deduzco por vuestro aspecto es que os conviene dormir.

Catalina no se había dado cuenta hasta aquel momento del cansancio que acumulaba su cuerpo; no únicamente era físico, sino también moral, y se contabilizaba desde el instante que comenzó su vía crucis al descubrir los torpes manejos del francés, pasando por la sorpresiva e inoportuna arribada a Benavente de sor Gabriela y del fraile, y terminando por su complicada peripecia al tomar la decisión angustiosa de su huida y, posteriormente, llevándola a cabo.

—Realmente creo que tenéis razón, estoy agotada. —A ella misma le sonó extraño hablar en términos femeninos, cosa que no había tenido ocasión de hacer desde su lejana despedida de Casilda la noche de su primera huida—. Si me decís dónde, me tumbaría un rato.

—No se hable más. En el mismo catre donde estáis sentada podéis hacerlo.

—Voy a colocar el cabezal a mi mula y a darle de comer, y regreso al punto...

—Encontraréis forraje en un pesebre que hallaréis junto al cobertizo, no tengáis reparo en tomarlo.

—Os doy de nuevo las gracias por vuestra hospitalidad. Regreso en un instante.

Partió la muchacha hacia el cobertizo y tras acondicionar a la acémila regresó a la carreta. La mujer estaba recogiendo los enseres de la cocina.

—Ya os he ahuecado el jergón. No perdáis tiempo y descansad.

Catalina no se demoró un instante. Colocó su alforja a los pies del camastro y tras colgar su talabarte en el palo de la cabecera, tomó de él su daga enfundada y la escondió bajo la almohada a fin de tenerla a mano; luego cerró la cortinilla y cayó en un profundo y reparador sueño.

No supo cuánto tiempo había transcurrido desde que se tumbara a dar una cabezada hasta que unas veladas voces la despertaron. Sus cinco sentidos se pusieron en guardia y se dispuso a escuchar la conversación desde detrás de la cortinilla.

La luz que hasta ella llegaba no era la diurna, y por el tono amarillento y la intensidad convino que debía proceder de un candil o de una palmatoria. Dado que ella había salido de madrugada de Benavente, había cabalgado unas cinco horas y se acostó luego de hablar con la gitana y de comer su apetitoso guiso, dedujo que había dormido toda la tarde y que la noche se había echado encima.

—¿Y me dices que es amable y respetuoso y que parece estar huyendo de algo?

—Eso os digo. Y es más, podéis estar seguro de que es cabal persona y que nos va a traer fortuna.

La que había hablado en primer lugar, tuteando a Tarsicia, era la voz autoritaria de un hombre mayor; la otra, entendió Catalina que correspondía a la gitana.

—¿Cómo dices, mujer, que un huido nos puede traer fortuna? ¿Es que no tenemos ya suficientes complicaciones?

—Ya sabéis que no acostumbro equivocarme en cuanto a catar a las personas. Os digo que sacaremos más beneficio que pesares si la permitís viajar en nuestra compañía.

—Si le permitís o si la permitís...

—Dadle la oportunidad de que se explique.

—Bien, despiértala y veamos qué aspecto tiene este mirlo blanco que ha dado en parar en nuestra jaula.

Catalina cerró inmediatamente los ojos y simulando estar profundamente dormida sintió cómo se descorrían las cortinillas de su estrecha concavidad.

—¡Alonso, despertad, Alonso!

Tarsicia, a la par que esto decía la sacudía por el hombro suavemente en tanto que la muchacha simulaba regresar lentamente del país de los sueños. Luego, cual si advirtiera de súbito que estaba en sitio extraño, se sentó en la yacija con los pies colgando, los sentidos alerta y completamente despejada. El aspecto del hombre que estaba en jarras ante ella era impactante: mediría casi dos varas y media, y su robustez iba pareja con su imponente estatura; vestía unos pantalones de velludo de color pardo y ajustados a las piernas, camisa blanca con chorreras y un chaleco adornado con sobrepuestos portugueses, faja roja de la que sobresalía la empuñadura de una faca y pañuelo en la cabeza del mismo color; calzaba botas de gamuza hasta la rodilla ajustadas en los laterales por cordones de cuero. Pero en sus ojos, más que otra cosa, se reflejaba simplemente curiosidad.

El gigante entró directamente en materia:

—Tengo entendido que pretendéis viajar con nosotros. Para ello me tendréis que explicar muchas cosas. Poneos cómodo, sentémonos en la mesa y contadme otra vez lo que le habéis explicado a mi mujer.

Catalina obedeció la orden, pues aquello no era una mera invitación, y puso al hombre al corriente de sus andanzas, respetando el guión que había explicado anteriormente.

—Y ¿dónde se encuentra la casa de vuestro padre?

—Cerca de San Sebastián.

—¿Cuántos años tenéis?

—Dieciocho —mintió—. Recién cumplidos —añadió.

El hombre quedó pensativo.

—¿Sabéis manejar esa espada o es doncella
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? —preguntó el hombre señalando el acero que Catalina había dejado colgando en la cabecera de su cubículo.

—Si queréis probarlo... —respondió Catalina con altivez.

El hombre sonrió con sorna.

—Tiempo habrá y... tal vez ocasión. Me habéis caído bien y debo confesaros que la opinión de mi mujer es para mí fundamental. Podéis viajar con nosotros en tanto os convenga, pero antes de que decidáis debo deciros una cosa primordial: mientras estéis con nosotros haréis lo que yo disponga, y el día que no os convenga... sendero y manta. ¿Me he explicado con claridad?

—¡Absoluta, señor! Y os estaré eternamente agradecido... agradecida.

—De eso también quisiera hablaros. Desde luego, de no ser por mi mujer jamás hubiera adivinado vuestra condición y, ya que tenemos esta ventaja, la aprovecharemos en nuestro beneficio. Cuando haga falta que vistáis como un doncel, seréis lo que ahora representáis ser, y cuando por nuestro trabajo o necesidad nos convenga que seáis una muchacha, eso seréis. ¿Me habéis comprendido?

—Perfectamente.

—Tarsicia os proveerá de indumentaria femenina.

—Tengo alguna cosa en mis alforjas.

—Realmente sois una caja de sorpresas. Pero dudo que vuestras ropas encajen con nuestro tipo de vida y con nuestra identidad. Mejor será que os vistáis, cuando convenga, apropiadamente. Y ahora, dado que el tiempo ha aclarado y hace una magnífica noche, vamos a cenar junto a la hoguera; conoceréis a mi hijo Manuel, a mi hermano Tomé y a su familia. —Diciendo esto, el gigante se levantó del taburete en el que se había sentado a horcajadas y dio por terminada la charla.

Quedóse pensativa Catalina unos instantes sin atreverse a respirar, asombrada de su buena estrella. Aquella circunstancia le permitiría esconderse de sus perseguidores, en el supuesto de que alguien la buscara, ya que sor Gabriela y el fraile ocupaban sus afanes con una postulanta, en cualquier caso con una mujer. Y si el peligro procediera de Benavente y hubieran dado parte a la Santa Hermandad por el robo de un mulo, cosa que creía muy improbable, a quien intentarían encontrar sería a un paje. En ninguno de los dos casos se fijarían en una joven gitana integrada en un grupo de trashumantes.

Catalina, al acostarse en el nicho que le fue asignado repasaba aquella noche la increíble concatenación de circunstancias que la habían conducido a cenar junto a una hoguera vestida al modo de los zíngaros, con dos familias calés que la ayudarían a guardar su incógnito, y con las que iba a realizar su camino hasta Valladolid.

Los jesuitas

Los jesuitas Cosme Lancero, Javier Gallastegui y Orlando Juárez habían sido comisionados por el confesor del rey, el reverendo Antonio Sotomayor, a instancia de don Jerónimo Villanueva, a fin de que indagaran una serie de sucesos acaecidos y otros actuales que por lo visto se desarrollaban en el convento de San Benito, correspondiente a la diócesis de Astorga.

Una priora había muerto en, al parecer, extrañas circunstancias. La aspirante que le suministró su electuario había sido culpada ante toda la comunidad y estaba huida hacía un par de años. El médico que le recetó la medicina había sido apresado por el Santo Oficio y conducido primeramente a Astorga, para trasladarlo posteriormente a Toledo. La nueva priora parecía tener arrebatos místicos y éxtasis profundos, y el confesor de las monjas propalaba a los cuatro vientos una serie de milagros sin autentificar, y sin tener por tanto la correspondiente autorización para hablar de ellos, amén de que al parecer sus sermones no se ajustaban a la ortodoxia de la Santa Madre Iglesia. Y sobre todo este conjunto de irregularidades, se cernía además la sospecha de un tráfico de presuntas reliquias y la posible paternidad de una criatura, ambas cosas por otra parte bastante comunes en los tiempos que corrían.

Los tres clérigos eran unos auténticos cristianos, fieles seguidores del santo de Loyola y por lo tanto absolutos y obedientes soldados de la Santa Sede, pero sus indagaciones debían llevarlas con discreción y cuidado y reportar todo aquello que descubrieran directamente a Sotomayor. Tal era el interés del rey, que desde el duro enfrentamiento que sostuvo su abuelo Felipe II con los dominicos en el tema del arzobispo Carranza, primado de Toledo al que la Suprema persiguió y que el papa Gregorio VIII restituyó en sus derechos tras diecisiete años de terrible lucha, no quería enfrentamientos directos con el tribunal del Santo Oficio.

Cosme Lancero, al igual que el fundador de su orden, había pertenecido a la milicia. En una muy apurada ocasión y en el momento crucial de un combate había jurado que si salía de aquel trance con vida, consagraría el resto de sus días al servicio de Dios. Había ingresado en la orden ya maduro, pero su gran inteligencia y la absoluta obediencia a sus superiores, costumbre adquirida en el Tercio, le había hecho ascender rápidamente dentro de ella, y en aquellos momentos era uno de los hombres de confianza del confesor del rey.

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