Catalina la fugitiva de San Benito (58 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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El padre Javier Gallastegui era navarro, de Barasoain, fuerte como un levantador de piedras de los concursos de aquellas tierras, y el día de su santo patrón en el seminario deleitaba a sus compañeros dejándose hacer un torniquete con una soga en su antebrazo derecho extendido, para romperla a continuación al contraer el bíceps. Su talante era simple y pragmático, y nada que se apartara una tilde de sus fundamentales principios le parecía recto; era además el amanuense perfecto.

Pocos clérigos tenían un conocimiento más profundo de la ortodoxia de la Iglesia que el padre Orlando Juárez; era éste, al respecto, íntegro, leal y escrupuloso. Natural de Badajoz, había acompañado a Roma al padre Sotomayor cuando se hablaba de que éste iba a ser nombrado preboste
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de la orden; hízole allí de secretario y se había forjado entre ambos un lazo de confianza y una devoción de éste hacia el confesor del rey que no había misión delicada ni embajada comprometida para la que no fuera designado el padre Juárez, caso de no tener otra misión puntual que realizar dentro de la compañía. Además, siendo extremeño se había dedicado a profundizar sobre la herética secta de los alumbrados surgida en Llerena, en el seno de su tierra.

Desde Madrid hasta el monasterio tenían varias jornadas de viaje, que habían realizado en sucesivas etapas; sus principales paradas las hicieron en Segovia y Valladolid, siendo las demás de menor importancia. Viajaban en un carruaje de la orden tirado por cuatro caballos que cambiaban en las diferentes postas y les permitía hacer su camino con relativa diligencia. Ya habían sobrepasado Santa María del Páramo y esperaban llegar a su destino en menos de un par de horas. Iban conversando sobre lo que esperaban encontrar en el convento.

—¿Y qué piensa su paternidad de todo este embrollo? —El que de esta manera hablaba era el padre Gallastegui.

—No quisiera hacer un juicio de valor antes de tener un cabal conocimiento de los hechos, pero en la mayoría de los casos de los que nos llegan noticia que tales cosas ocurren, se deben a monjas histéricas que piensan ser todas Teresa de Jesús; esto, claro es, referido a los éxtasis y arrebatos. Sobre lo otro, hasta que no investiguemos y hablemos con personas que estén tras los muros del convento prefiero no pronunciarme. El padre Antonio de Sotomayor ha sido muy claro al respecto. Recuerde su paternidad: «Obren sobre hechos probados y concretos, no lo hagan sobre conjeturas.» ¿Recuerda?

—Recuerdo, pero... «Cuando el río suena agua lleva», y como decía el sabio de Rotterdam: «Por el humo se sabe dónde está el fuego.» Con menos motivos de los que ahora nos traen a San Benito acudimos a Sevilla, y recuerde su paternidad lo que encontramos.

—Cada cosa es cada cosa y cada situación es distinta. —El que así se expresaba era el padre Juárez—. No debemos llegar albergando en nuestras mentes influencia alguna que nos mediatice para juzgar con justo criterio.

Los tres jesuitas llegaron a San Benito y fueron alojados en los aposentos destinados a ilustres visitantes.

En cuanto sor Gabriela tuvo noticia de su llegada, convocó al padre Rivadeneira con el fin de preparar una estrategia que contrarrestara la posible información que tuvieran los ilustres religiosos.

Los dos personajes se reunieron en el despacho de la priora.

—Creo, reverendo, que ha surgido un problema.

—Las noticias corren. Ya ha llegado a mis oídos que tenemos visitantes.

—Ése es el problema al que me refiero. Y bien, ¿qué pensáis?

—De momento se me ocurre que malo es preocuparse de cosas que todavía desconocemos. Muchos son los temas que puedan interesarles. Vos y yo sabíamos que un día u otro esto podría acontecer... mejor, tenía que acontecer. Bien, pues ese día ha llegado y debemos jugar bien nuestras cartas. Lo importante es que digamos ambos lo que tantas y tantas veces hemos planeado para que nuestros relatos coincidan; que se enteren de lo que deseamos que sepan tal como deben saberlo, y que nada de lo que vos y yo conocemos y que ellos deben ignorar trascienda.

—Vos y yo, tal vez, pero ¿las demás?

—¿Qué importan las demás? Las demás contarán lo que han visto y lo que saben a través de vos y de mí, y como comprenderéis no he esperado la venida de estos comisionados para preparar la grey. Ellas saben muy bien qué deben decir y qué callar; les he imbuido el convencimiento de que el convento es un islote apartado de los peligros del mundo, siempre que sepamos resguardarlo... y tal cuido corresponde a todos cuantos en él moramos. No os preocupéis, el gran día está a punto de llegar; los hechos milagrosos que aquí acontecen necesitan del aval de estos incómodos visitantes para que trasciendan. No desfallezcáis ahora y mostraos todo lo entera que os habéis mostrado en situaciones mucho más comprometidas.

—Espero y deseo con toda mi alma que acertéis en vuestras predicciones. Sería desolador que tras tantos trabajos todo nuestro esfuerzo hubiera sido vano.

—Tened fe... y esa fortaleza tan vuestra y de la que tantas veces habéis dado muestras.

—Y ¿no os preocupa Fuencisla?

—Como comprenderéis, me he ocupado de ella en particular. No dirá nada si es que es interrogada; me teme y tengo gran ascendiente sobre ella. Además he vuelto a alimentar sus esperanzas, no os preocupéis. El peligro no vendrá por ella.

Los jesuitas conocían su cometido. Instalaron su salón de sesiones en la sala capitular e iniciaron sus interrogatorios en días sucesivos, comenzando lógicamente por sor Gabriela.

Pese a dominarse, la priora estaba tensa.

—Prosigamos, reverenda. —Estaban ubicados detrás de una mesa presidida por un gran crucifijo, en sendos sillones, con todas sus carpetas y libros abiertos sobre la misma. El que interrogaba en aquel momento era el padre Landero, en tanto el padre Gallastegui tomaba notas en un cartapacio con un cálamo que iba mojando en un tintero y el padre Juárez, apoyado en el respaldo de su sillón con los ojos semicerrados, los codos sobre los reposabrazos y las manos juntas bajo la barbilla, parecía estar sumido en sus pensamientos—. Entonces decís que dejasteis a una futura postulanta al cargo de la difunta priora, con la orden de que le suministrara su medicina a la hora en punto.

—Así es. Lo que es inimaginable es que ella decidiera suministrarle una dosis mayor, por su cuenta y riesgo, con evidente peligro para la vida de la madre Teresa.

—Y más inimaginable es que luego lo admitiera, ya que de no ser así vos no lo hubierais sabido jamás —replicó el jesuita.

—Testigo de su confesión fue el padre Rivadeneira.

—Es muy extraño; más aún que lo admitiera delante del padre. El que hace lo que no debe y de mala fe raramente lo reconoce. Una joven aspirante que, sin presión alguna según lo que me decís, admite algo así, es que tiene la conciencia tranquila... y nadie tiene la conciencia tranquila cuando por un descuido suyo fallece la priora de su convento.

—Era una muchacha ligera e irresponsable.

—Raro se me hace que encargarais la vela de una tan delicada enferma a una persona adornada con los defectos que argüís.

—La madre Teresa lo exigió. No era yo quién para discutir sus órdenes.

—Entonces, colijo que no sería tan disipada la susodicha cuando la reverenda quiso que fuera ella quien la velara. —El que así intervino fue el padre Juárez.

—La reverenda madre siempre dispensó a esta muchacha una irrazonable protección.

—Y, decidme, ¿tenéis el electuario que le recetó el médico?

—Lo tiene sor Guillermina, la hermana enfermera.

—Luego diréis que nos lo entregue. Y decid, ¿cuáles son esas señales diabólicas a las que habéis aludido?

—Veréis, paternidades, era zurda; vos sabéis que los reprobos estarán a la izquierda del Señor. El padre Rivadeneira la sorprendió pretendiendo volar desde el campanario de la torre, cual si fuera un ave; intuimos que la causa fue que su espíritu se apropió, de muy joven, de la esencia de un gallo pacífico que otro, por su culpa, mató. El día que desapareció fue como si se hubiera hecho humo... Las celdas quedan cerradas por la noche entre rezo y rezo; cuando la prefecta de novicias fue a abrir la suya, nadie había en su interior. Lo que sí había era una gran mata de pelo negro cortado, como si hubiera habido un voto o un pago al maligno por la ayuda que le había prestado.

—¿Tenéis ese pelo?

—Desde luego, paternidad.

—También nos lo entregaréis.

—¿Qué relación había entre ella y la madre Teresa?

—Como os he dicho, la protegió desde el primer día. Ella fue quien la recibió la noche en la que un caballero embozado la trajo al convento.

—¿Entonces no es hija de alguna de las recogidas?

—De ser así hubiera sido entregada en adopción. Sabed que estaba destinada al claustro desde su nacimiento y que se han pagado puntualmente sus asignaciones. El mes de su marcha, al haber fallecido la reverenda madre hubiera tenido la ocasión de conocer a la persona que hacía los pagos; hasta entonces este asunto lo llevó personalmente la priora, y jamás explicó nada.

—¿Quién era la tornera entonces?

—Desde ese día han transcurrido diecisiete años. La madre Úrsula era entonces la tornera, y era ya muy mayor, hace dos que está alojada en un convento donde se recluyen las religiosas a las que su estado les impide seguir la regla de la orden. Sor Úrsula tiene ida la cabeza, no sabe quién es ella misma ni cómo se llama.

De nuevo intervino el padre Juárez:

—Reverenda madre, vamos ha tocar un tema en extremo delicado; muchas veces el maligno se vale de él para confundir a las almas buenas y hemos de hilar harto delgado, porque lo que pudiera parecer obra de Dios puede ser obra del diablo.

—Os escucho, paternidad.

—Obra información en nuestras manos de que vuestra maternidad, tiene, o cree tener, arrebatos místicos.

—Así es, paternidad.

—Y si no estamos mal informados, esto sucede desde el fallecimiento de la anterior priora... ¿No es así?

—Así es.

—Bien. Explicadnos detalladamente cómo, cuándo y de qué manera os suceden estos episodios: si sola o en compañía de vuestras hermanas, si en la iglesia o en vuestra celda, si de día o de noche; en fin, todo aquello que pueda coadyuvar a aclarar esta situación.

Sor Gabriela quedó unos instantes pensativa. Sabía que de sus respuestas podía depender la consecución de todos sus afanes y se dispuso a hacer la mejor representación de su vida.

—Veréis, paternidades, desde hace un par de años y sin yo saber por qué, en ocasiones quedo en trance y no soy consciente de lo que pasa a mi alrededor cuando tal ocurre.

—¿Tenéis visiones?

—Ciertamente.

—Explicaos.

—Me invade una laxitud absoluta, sólo hago que ver visiones beatíficas y siento que la madre Teresa me indica el camino.

—¿Cómo sabéis quién os inspira estas visiones?

—Todas ellas son buenas. No tengo dudas de dónde provienen.

—No ignoráis que Luzbel o Belial toman sutiles formas para confundir a los incautos.

En este instante el soberbio talante de la monja salió a relucir:

—¡Creéis por un casual que soy una inexperta novicia!

El padre Landero contestó abruptamente:

—¡Lo que creamos sobre vos, no os compete! Estamos aquí para aclarar unos hechos y dar cuenta de nuestras conclusiones a quien corresponda. ¡Limitaos a responder!

—Perdonadme, paternidad, pero mis visiones son tan diáfanas que yo no tengo dudas sobre ellas.

—¡Nosotros somos los que no hemos de tener dudas y si no colaboráis abiertamente no podremos aclararlas!

De nuevo el padre Juárez intervino para tranquilizar los ánimos.

—Durante vuestro trance creemos que habláis en alta voz. ¿Os dais cuenta de ello?

—Luego me relatan cuanto he dicho; cuando ocurre, no soy consciente de nada.

—Sin embargo estáis convencida de que cuanto decís os lo inspira la madre Teresa.

—Oigo su amada voz.

—Y estas... visiones os acontecen desde su muerte.

—Así es.

—Y por lo tanto, desde que huyó la aspirante.

—Todo sucedió prácticamente al mismo tiempo.

—Hemos sabido que la voz que os inspira envía mensajes a la comunidad a través de vos, exhortándola a que os obedezcan y sigan todas aquellas directrices que vos impartáis.

—¿Acaso no es bueno que una comunidad obedezca a su priora?

—Sí lo es. Lo que no es común es que una priora, en el supuesto que esas visiones no procedieran de donde vos creéis, se autoalabe para ganar prestigio entre sus hermanas. El maligno sabe cómo lisonjear a los que escoge, para hacerlos pecar de soberbia.

—Caso que necesitara del voto de mis hermanas para obtener el inmerecido cargo que detento, cabría, pero siendo como soy ya la priora y no habiendo tenido ninguna inspiración de la madre Teresa antes de serlo, no veo por qué tengo que convencer de nada a mis hermanas en Cristo.

Los jesuitas se miraron entre ellos. Sin ninguna duda, sor Gabriela era una difícil antagonista.

Otra vez intervino el padre Juárez:

—Decidnos, ¿estáis tomando algún filtro, droga o fármaco que os pueda causar alucinación?

—¡No tal!

—¿Consumís algo de vino en vuestras comidas?

—El único vino que consumo es el de la sangre de Cristo cuando, en días muy especiales, comulgamos bajo las dos especies.

—Habladme ahora de los hechos que a vuesa maternidad le parezcan milagrosos y que hayan acontecido en el convento o en sus aledaños por causas que vos atribuyáis a la intercesión de la madre Teresa.

—Lo primero le ocurrió a una postulanta, Martina es su nombre, que pidió a la reverenda madre una señal que reafirmara su fe. En el pasillo de los dormitorios hay en una hornacina una imagen del Sagrado Corazón que siempre está iluminada por la luz de una lamparilla de aceite; una noche que ella velaba, pues desde la huida de Catalina he ordenado que a todas horas haya alguien en los pasillos de las celdas, pidió a la madre Teresa una señal. Martina nos relató después lo que sin duda os ratificará cuando tengáis a bien llamarla a fin de que comparezca ante vos: la reverenda madre le dijo que regresara a su celda y rezara diez avemarías pidiendo su intercesión y que luego regresara junto a la sagrada imagen y tendría la señal. Nosotros estábamos en la iglesia cuando tal sucedió. La prefecta de novicias la encontró desmayada junto a la hornacina del Sagrado Corazón, que estaba profusamente iluminado por tres candelas que nadie pudo poner allí sin que ella lo viera desde su celda, pues tenía la puerta abierta y las demás celdas estaban cerradas. Cuando subimos a la enfermería y nos comunicó el prodigio, el padre, esta humilde servidora y la prefecta bajamos al pasillo de las postulantas y, efectivamente, las tres candelas iluminaban la imagen; el padre las guardó y están en la sacristía de la iglesia. Como comprenderéis, de no haber visto con nuestros propios ojos la evidencia habríamos creído que eran alucinaciones de la mente de una joven que, en su ansia de hablar con la reverenda madre, había querido ver algo donde nada había.

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