Catalina la fugitiva de San Benito (60 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

El padre Cosme Landero habló:

—Acercaos.

Casilda se adelantó hasta la mesa adamascada.

—Colocad vuestra mano diestra sobre los Evangelios.

La mujer así lo hizo.

—Jurad que lo que vais a decir es la verdad absoluta y que no quedará en vuestra alma reserva alguna que debiéramos conocer y que nos pueda ayudar en el empeño de discernir lo que es verdad de lo que no lo es.

—Lo juro.

—Si así lo hacéis que el Señor os lo premie, y si no que os lo demande. Sentaos. Decid vuestro nombre y no olvidéis que lo que aquí digáis, aquí ha de quedar.

—Casilda Peribáñez, para serviros.

—¿Cuál es vuestra condición dentro de San Benito?

—Entré como recogida y hoy en día soy fámula.

—Explicad este cambio.

—Veréis, padre, vine aquí a dar a luz a los quince años y tras entregar a mi hija en adopción me reclamaron para amamantar al hijo de una noble familia cuya madre no podía hacerlo, y ésa fue mi suerte.

—¿Cuál es esa familia?

—Los Rojo de Hinojosa. Su casa solariega está en Quintanar del Castillo.

—Y ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde esa fecha?

—Más o menos diecisiete años.

—¿Conocíais a la aspirante que parece haberse esfumado de la faz de la tierra?

—Desde luego, paternidad, prácticamente desde que nació, aunque dejé de verla cuatro años y medio.

—Explicaos.

—Veréis. Ella llegó al convento en tal día como hoy y yo partí para la casa de los Rojo a la semana de haber llegado ella. Cuando regresé, la niña ya tenía casi cinco años.

—Y ¿sabéis cuál fue la forma en la que la niña vino a San Benito?

—Como comprenderéis, a nosotras solamente nos llegaban los retazos de las conversaciones de las monjas. Lo que hasta a mí llegó es que un caballero embozado la había depositado a las puertas del monasterio con una carta donde se explicaban sus orígenes. Por lo demás, la priora la tomó personalmente bajo su férula, imagino que por la elevada condición de la criatura, y ya nada más puedo decir.

—Pero vos la conocisteis bien. ¿Qué persona era la que conocisteis?

—Os puedo asegurar que era una buena cristiana, respetuosa de Dios y observante de su santa ley.

—¿Tenéis conocimiento de que se atribuyó la muerte de la priora a su negligencia?

—Eso he oído.

—Y ¿qué opináis?

—Yo conocía bien a Catalina. Ella era una muchacha agradecida, responsable en sus cometidos y tenía por la reverenda madre una devoción justificada. No, no creo que tuviera nada que ver en tan triste suceso.

—¿Os parece que ella podía estar endemoniada?

—No tal. Si estar endemoniada consiste en tener un espíritu rebelde y una alma inquieta, entonces cabe; de no ser así, en forma alguna.

—Y ¿qué opináis de esta posible desaparición misteriosa que nadie se explica?

En este punto Casilda anduvo con cuidado.

—Yo no alcanzo a comprender cómo tal pudo ocurrir, ni entiendo la manera de poder escapar del convento de noche y sin que nadie lo advierta, desde el pasillo de postulantas, pero de eso a que haya algo sobrenatural en el asunto media un abismo.

—¿Y vos a qué circunstancia atribuís su huida?

—Imagino que su espíritu indomable no admitió la culpa que se pretendía cargar sobre sus hombros, y si algo tuvo que ver en el triste final de la madre Teresa fue que se utilizó su mano y su buena fe para las intenciones de otras personas.

El jesuita hizo una larga pausa.

—¿Qué queréis insinuar?

—Nada pretendo, reverencia. Pensad que aunque soy una pobre mujer sin cultura, tengo treinta y tres años y he vivido muchas cosas que me han avisado de la hipocresía y ambición del ser humano, de la que no están a salvo clérigos ni monjas.

El padre Juárez la miró con simpatía,

—A fe que sois osada. ¿No os da miedo emitir estos juicios?

—Más miedo me da condenar mi alma.

—Está bien, Casilda Peribáñez, nada temáis. Guardad silencio sobre lo que aquí se ha dicho y se os llamará de nuevo, caso de ser necesario.

Las dos personas que declararon a continuación fueron Antón Cifuentes y Fuencisla. El primero lo hizo por la tarde del día anterior a la marcha de los jesuitas, y afrontó el hecho con la actitud bizarra y displicente de quien ha sido soldado del Tercio y, como tal, se ha visto en situaciones mucho más comprometidas y apuradas que la presente.

La ceremonia y la puesta en escena fue la de siempre, con la diferencia de que a él nada le impresionó. Cuando ya hubo prestado el juramento y dicho su nombre y condición, empezaron las preguntas.

—¿Y decís, Antón Cifuentes, que ocurren cosas que antes no ocurrían? ¿A qué cosas os referís, y qué queréis decir con lo de «antes»?

—Con «antes» quiero decir en vida de la madre Teresa... y al referirme a «cosas», qué queréis que os diga, aquí adentro hay más intereses que en la Corte por medrar junto al rey, y más ambiciones por portar la bengala
118
que ganas de rezos y de penitencias.

—¿Pensáis que otra cosa que no la virtud y la defensa de la fe inspiran actitudes dentro del convento?

—Pienso que el demonio de una disimulada lujuria anda suelto y que Luzbel era un aprendiz ambicioso al lado de alguna que otra monja.

—Sed más concreto.

—No puedo serlo. Vos me habéis preguntado y yo os respondo. Y pueden ser solamente impresiones mías... pero este fraile me parece a mí más tibio que el pater que entró con mi tercio en Malinas. Id, id y preguntad a tanta avecilla del Señor que mora tras las tapias de San Benito.

—Si no sois más explícito, de nada servirán vuestras ambigüedades y eufemismos. Os ruego que concretéis.

—Lo siento, paternidad. Antón Cifuentes no ha nacido para canario
119
. Mi honra no me lo permite y dejadme con ella que poco más me queda, pero preguntad a una tal Fuencisla. Tal vez ella os diga algo relativo a lo que yo os apunto.

Y no hubo forma de sacarle nada más.

El temor atenazó el espíritu de Fuencisla. Pensó que los jesuitas marcharían y ella quedaría en el monasterio bajo el dominio de la priora y del fraile al que, si bien temía, un raro sentimiento entreverado de amor y odio profesaba; además, últimamente le había dado alguna esperanza al respecto de su hijita. Su ánimo flaqueó y, aunque los jesuitas porfiaron, nada dijo.

En días sucesivos los jesuitas se dedicaron a visitar las pedanías circundantes y llegaron a la conclusión de que eran más las ganas de tener una santa en propiedad que los hechos atribuibles a milagro. Finalmente, la pretendida curación de la hija de un labriego podía ser tanto cierta como atribuible a persona que padeciera alucinaciones. Por otra parte, tras subir al campanario el padre Lancero acompañando a Rivadeneira y al ver los resoplidos y fatigas de éste, comunicó a sus compañeros que en su opinión el gordo fraile no subía a aquellas alturas con frecuencia y que era muy raro que precisamente y sin saberlo hubiera llegado aquel día y justo en el momento oportuno para salvar a la pretendida endemoniada.

De cualquier manera, los padres partieron al día siguiente con las ideas bastante claras al respecto de los sucesos que acontecían tras los muros de San Benito.

Gitanos y titiriteros

Jamás olvidaría las jornadas pasadas en el campamento, a la orilla del Sequillo. A Catalina le costaba dar crédito a las peripecias que le venían sucediendo aquellos días. Había sido una afortunada decisión unir su destino al de aquellas buenas gentes. Nadie, absolutamente nadie, en el hipotético caso de que la persiguieran iba a suponer que andaba con unos gitanos que ejercían de cómicos de la legua, metida en una carreta haciendo los caminos.

Se sumaba a ello la ventaja de que, según lo requirieran las circunstancias, podía vestir ropa de hombre, de mujer o de comedianta, lo cual aumentaba las dificultades a sus perseguidores, quienes buscarían sin duda a una monja o a un paje.

Su admiración hacia aquellas maravillosas personas crecía a tenor del tiempo que pasaba junto a ellos, y día a día aumentaba al descubrir la práctica filosofía que de la vida tenían.

Al levantarse por la mañana, ni ella misma reconoció a
Afrodita.
Su pelaje castaño era ahora de un negro reluciente, mas cuando la iba a acariciar la detuvieron, indicándole que no lo hiciera hasta que el colorante de yerbas con el que la habían tintado estuviera seco; hasta las mataduras habían desaparecido.

Durante aquellos quince días tuvo tiempo de conocer bien a todos los componentes de la familia de los Ayamonte y de comenzar a habituarse a aquel especial tipo de vida que a ella, por su natural curioso y aventurero, cada minuto que pasaba la complacía más y más.

Los moradores de las carretas eran dos familias. La de Florencio, el hombre de Tarsicia, y Manuel, su hijo, era la más espaciosa y en ella le habían habilitado un hueco, y la de Tomé, el hermano de Florencio, que habitaba la más pequeña junto a su mujer Magdalena y sus dos hijos: la mayor, Violeta, y el hijo pequeño, Curro.

Catalina aprendía rápidamente, y lo que no captaba al instante alguno de ellos la ayudaba a entenderlo. Enseguida hizo buenas migas con los jóvenes. Manuel era un muchacho de su misma edad, despierto como el hambre de un pobre y más que bronceado, cetrino; ágil y nervudo como un junco, poseía una ligereza pasmosa que le proporcionaba su físico. Violeta era una belleza morena y pecosa que siempre reía o cantaba, y Curro, qué decir de Curro, al tercer día ya era su amigo. En cuanto a los hermanos de Florencio, Tomé y Magdalena, fueron desde el primer momento cordiales y abiertos. Pero la calidad humana de Tarsicia, sus grandes conocimientos de la vida y su experiencia abrieron el sediento corazón de Catalina en cuanto al mundo femenino se refería, pues se había cerrado a cal y canto desde que Casilda desapareció de su vida, tanto que añadió a la historia contada el primer día fragmentos de su verdadera vida, de tal manera que la gitana conoció de su boca, punto por punto, todas las peripecias y aconteceres que habían jalonado su existencia.

Los días que pasaron junto al río fueron un caudal de nuevas vivencias y como es lógico unas la impactaron más que otras. Por las mañanas las mujeres preparaban el desayuno en una hoguera cuyas brasas no apagaban nunca, ya que si no llovía siempre hacían su vida al aire libre; normalmente asaban algún pescado de los que caían en la red que cada noche dejaban preparada en el remanso del río. Luego los dos hombres mayores y Manuel partían con los trebejos de afilar hacia los campos donde los labriegos trabajaban de sol a sol y donde pastoreaban los zagales; allí las hoces, las tijeras o cualquier faca o doladera que lo requiriera quedaba con un filo capaz de cortar un pelo en el aire.

Al mediodía regresaban y, tras el almuerzo y la sagrada siesta, comenzaban a ensayar sus trucos y ejercicios de volatineros.

Una de las cosas que más admiración despertaron en Catalina fue ver cómo Violeta recostaba su espalda en una tabla que a su vez estaba apoyada en un árbol y Florencio y Tomé, alternativamente, iban lanzando a su alrededor cuantos cuchillos fuera preciso, de tal manera que al retirarse la muchacha se podía ver su cuerpo silueteado en la madera.

El segundo día tras la siesta, Florencio la retó.

—¿Seríais capaz de poneros en el árbol?

Catalina ni siquiera contestó y dando unos pasos se situó exactamente dentro del hueco que había dejado Violeta.

—¡Pardiez que sois osada!

—Lo hago con una condición.

—¿Cuál?

—Que me enseñéis a lanzar los puñales.

—Si ése es vuestro gusto, sea. Pero además vais a aprender muchas otras cosas que en alguna ocasión a lo largo de vuestra vida os servirán luego que nos abandonéis.

Y tras decir esto y sin esperar que la muchacha se hubiera preparado, Florencio tomó uno de los cuchillos que estaban a su lado sobre una mesa y con un rápido movimiento de muñeca lo lanzó junto al cuello de Catalina; quedó clavado en la tabla, vibrando cual si fuera la hoja de un serrucho.

Los días pasaban y todos y cada uno de ellos le traían novedades, hasta tal punto que al llegar el crepúsculo caía rendida en su jergón y dormía como desde ya mucho tiempo no lo hacía.

Una de las ventajas de este aprendizaje vertiginoso era que no tenía tiempo para pensar y de esta manera el recuerdo de Diego, sin dejar de estar presente, se difuminaba en la nebulosa de los quehaceres diarios y la atormentaba menos; sabiendo, claro está, que cada minuto la acercaba a él.

La rutina de los cuchillos se tornó obsesión, y auspiciada por Florencio, que en cada sesión le exigía más, llegaba a lanzar un centenar de ellos cada día, de tal forma que se le llagaron ambas manos pues con las dos practicaba.

—¡No, así no conseguiréis la precisión que este ejercicio requiere! Antes de lanzar, respirad hondo. Imaginad que tenéis frente a vos a otro lanzador. Bien está tirar rápido, pero es más importante ser certero. El que lanza y falla no tiene otra oportunidad. Las prisas son malas consejeras; ser rápido no significa ser atolondrado.

Un día, al finalizar el almuerzo y tras más de quince días de prácticas, luego de colocarse en la tabla a fin de que Florencio y Tomé la dibujaran con sus puñales escuchó la voz del primero decir a su hijo:

—Manuel, colócate en la tabla que quiero ver los redaños de esta dama. Si vuesa merced es tan amable, me gustaría ver los progresos que tras tantas lecciones habéis logrado.

Catalina creyó al principio haber oído mal. Los ruidos se detuvieron al igual que los gitanos, que pararon sus actividades y miraron hacia donde se encontraban los tres. Catalina se separó de la tabla y, en medio de la expectación de todos, avanzó hacia Florencio. Manuel, sin rechistar a su padre, se colocó en la madera.

—Fijaos si tengo confianza en vos. Hubiera sido muy fácil ponerme yo en su lugar, pero eso no hubiera sido confiar. El que está ahí es mi hijo; y tened en cuenta que es más difícil colocarse en el lugar del que lanza que en el del que se para en la tabla. Lo vais a hacer muy bien, tomad. —Y al decir esto el gitano entregó a Catalina un cuchillo para que lo asiera por el extremo de la hoja.

Nadie respiraba. Tomé iba a hacer una observación, pero su hermano lo detuvo con un gesto. El que más tranquilo estaba era Manuel, que miraba al grupo con una media sonrisa colgada de la comisura del labio, como si la cosa no fuera con él. Catalina se puso en posición; Florencio parecía quererla traspasar con sus ojillos negros y astutos. Respiró hondo, lanzó su brazo hacia atrás y el tiempo se detuvo. Igual que tantas otras veces, el cuchillo partió de su mano y como un relámpago plateado rasgó el aire y fue a clavarse junto al cuero cabelludo del muchacho; entonces le dio el azogamiento y, cuando todos aplaudieron, le entraron ganas de llorar.

Other books

What He's Been Missing by Grace Octavia
Tell Them I Love Them by Joyce Meyer
The Tortilla Curtain by T.C. Boyle
Cradle of Solitude by Alex Archer
The Dead of Winter by Jane A Adams
The Countess's Groom by Emily Larkin