Catalina la fugitiva de San Benito (28 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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El galeno mojó la punta de la pluma en un tintero de vidrio y comenzó a escribir en una blanca cuartilla bajo la atenta mirada de sor Gabriela de la Cruz en tanto seguía perorando en voz baja, cual si hablara consigo mismo.

—Vamos a incluir en el electuario, en primer lugar, tártaro emético, que nos ayudará a solventar el problema nocturno que tanto os incomoda, luego añadiremos polvo de cantárida, que coadyuvará a subir vuestro ánimo, y añadiremos una pizca de mercurial, que os ayudará en vuestros ahogos y actuará como acicate para vuestro cansado corazón; finalmente, para que sea de buen tomar le agregaremos pulpa de tamarindo y un cuartillo de agua. De esta mezcla, que será como un jarabe, tomaréis una cucharada sopera por la mañana y otra antes de dormir todas las noches.

El doctor, tras esparcir sobre el escrito unos polvos blancos para secar la tinta, se había puesto en pie y entregaba el pergamino a sor Gabriela, que calándose sus anteojos lo leía con mucha atención.

—De cualquier manera, y si lo creéis necesario, en ocasiones señaladas podéis doblar la dosis. Vamos a ver si poco a poco salís de este mal paso. Todo lo que os receto lo encontraréis en la rebotica de Santa María del Páramo y, de no ser así, sin duda en Astorga. Hacedme caso y sed buena enferma, que ésta y no otra es actualmente vuestra primera obligación.

—Decid que sí, doctor, que tantos años mandando han hecho de ella una muy mala obediente. —La que así intervino fue la prefecta.

—Mi querido amigo, voy a ser dócil como una novicia. No deseo otra cosa que recuperarme para mejor servir a mis hermanas. Si me ayudáis a superar este mal trago, os tendré presente en mis oraciones todos los días de mi vida.

—Bien, pues si nada más se os ofrece, tengo otras obligaciones que atender...

—Id, id con Dios y perdonadme por el tiempo que os he robado.

—Ese y no otro es mi trabajo, y ya sabéis que siempre profesé un dilecto y profundo aprecio por vuestra familia, a la que tantos años hace conozco y atiendo con mis pobres luces.

—Si veis a mi querido hermano, decidle que todo anda bien y que no se preocupe por mí. Ya sabéis lo de la mala yerba...

—Descuidad, priora, que no lo agobiaré con malas nuevas que no hay por qué dar, si me hacéis caso en lo mandado.

El galeno, tomando su capa de viaje del brazo del sillón y su maletín del escritorio, se dispuso a partir acompañado de la prefecta de novicias.

Cuando ya andaban corredor adelante, sor Gabriela interrogó:

—¿Cómo la veis realmente, doctor?

—Lo de las noches tiene mal arreglo, pero de esto no se muere nadie; lo que me preocupa en grado sumo son sobre todo esos ahogos, y esa melancolía que la invade y que hemos de ver si conseguimos que salga de ella o va a más. Si esto último es lo que acontece, entonces tenemos mal pronóstico.

Llegaron al patio de la portería. Allí estaba el caballo del físico.

—¿Pero no habéis venido en coche? —interpeló sor Gabriela.

—El día acompañaba y a caballo, como están los caminos, gano mucho tiempo pues a veces atajo a campo traviesa; además el recado que me envió don Martín de Rojo no era precisamente tranquilizador y parecióme que no admitía dilación.

—Pero a vuestra edad... debéis olvidaros para siempre de cabalgar.

—No me hagáis sentir antes de hora un anciano decrépito más de lo que yo me siento, que todo llegará. Además,
Corregidor
conoce el camino mejor que yo; a veces hasta he descabezado un sueñecillo y el animal no se ha desviado ni un ápice del camino. —Y tomando las riendas con una mano y sujetándose al arzón de la silla con la otra, el médico colocó su pie izquierdo en el estribo e impulsándose con el diestro montó sobre el bridón—. No dudéis en llamarme si tenéis que hacerlo.

—No quisiera si no es muy necesario. Tened buen viaje y que el Señor os acompañe.

—Quedad con Él.

Y dando espuela, el doctor Gómez de León atravesó la cancela.

La pócima

La madre Teresa, priora de San Benito, yacía postrada en el lecho del dolor. Lo que más le contrariaba de aquella circunstancia era que no iba a poder presidir las liturgias de aquella noche, vísperas de la octava de San Benito, ni las de la Semana Santa, que para ella eran los momentos cumbre del año. Por una parte todo lo referente al santo patrón de su comunidad era para ella de capital importancia, y por la otra se notaba mucho más unida a Cristo en la muerte y en la resurrección que en la natividad.

La trayectoria vital de la priora había hecho de ella una mujer poliédrica y, pese a que era benedictina, sintió siempre una profunda admiración por Teresa de Cepeda y Ahumada, la gran reformadora del Carmelo, quien supo capear cuantos temporales surgieron a su paso y que con sus fundaciones de descalzos logró insuflar a su orden nuevos vientos que la habían aupado a la cumbre de las religiosas de todo el país. Ella, como su admirada Teresa de Jesús, de la que tomó el nombre en religión, tenía muchos frentes abiertos y es por eso que según a qué o con quién debía enfrentarse se veía obligada a mostrar una faceta u otra de su carácter. Ser priora de San Benito era harto complicado. Cuando profesó, a instancias de su padre, pensó que ser monja consistía en obedecer a sus superiores y rezar para el bien de la humanidad. A medida que fueron creciendo sus responsabilidades dentro de la orden se dio cuenta de que al Señor se le podía servir desde frentes muy diversos, y al llegar a priora entendió que para que sus monjas pudieran vivir una vida acorde con el hábito que habían escogido, ella tenía que emplear su tiempo en mil tareas mundanas que iban desde encontrar protectores, y por tanto dineros para la subsistencia de su comunidad, pasando por intentar mantener la disciplina en un convento habitado por muy distintas gentes, hasta enfrentarse con algún poderoso que aspiraba a influir en la orden o ambicionaba alguna de las tierras del monasterio que, en tiempos, había sido uno de los más ricos e importantes de la provincia aunque en la actualidad pasaba por una muy grave crisis económica. Amén de que una república habitada en un noventa y cinco por ciento por mujeres generaba difíciles convivencias: recogidas, siempre apartadas del resto, postulantas, novicias, monjas místicas o mundanas, era la población sobre la que ella debía imponer su autoridad.

De tal manera eran las cosas que poco quedaba de aquella jovencita que tomó los hábitos creyendo que las únicas obligaciones de las monjas consistían en obedecer y rezar. La vida había hecho de ella una mujer de grandes contrastes: un corazón bondadoso subyacía en todos sus actos, pero estaba al servicio de un espíritu sumamente práctico y resolutivo. Aquella enfermedad que el Señor le había enviado la tenía postrada y, muy en contra de su voluntad, la había obligado a ir cediendo cuotas importantes de autoridad y a colocar parte del peso de la responsabilidad de dirigir el convento sobre los hombros de la prefecta de novicias, sin cuya inestimable ayuda no alcanzaba a comprender cómo hubiera podido enfrentar aquella delicada situación. Sor Gabriela cuidaba de ella con un celo y una dedicación encomiables, no permitía que nadie más la atendiera y únicamente Casilda, la interna que había amamantado al hijo de su hermano y había quedado en el convento como fámula, y a instancias suyas Catalina, su oculta y querida sobrina, entraban en la celda para realizar las tareas más humildes y los servicios más elementales.

Catalina... Siempre que la veía recordaba las infinitas veces que tuvo que acallar las voces que atormentaban su conciencia y que le recordaban aquella lejana noche, iba ya para catorce años, en la que tomó la drástica decisión de intercambiar a aquellas dos criaturas. Pero su mente práctica le decía que había hecho lo correcto; en primer lugar su querido hermano había conseguido el ansiado varón que debía perpetuar su estirpe aun a costa de tener que mentir al Archivo General de la Nobleza; y el niño iba a vivir una vida infinitamente mejor que la que le hubiera correspondido, siendo como era un expósito. En cuanto a la niña... De cualquier forma hubiera entrado en religión y mejor de esta manera, ya que al crecer a su lado pudo cuidar de ella con esmero sin olvidar jamás que era de su sangre y perdonándole cosas que jamás hubiera perdonado otra priora; contando que, desde muy pequeña, la niña mostró un carácter terco y difícil como el de su abuelo y ella estaba segura de que su mano y no otra, con mayores o menores altibajos, era la única capaz de conducir a buen puerto aquel indomable temperamento, que no había nacido, ciertamente, para la vida contemplativa.

Sus ahogos durante la noche, cuando la echaban en su yacija, eran inaguantables y su cansado corazón se resentía del esfuerzo; únicamente cejaban cuando la incorporaban sobre varios almohadones y sor Gabriela le suministraba la pócima que el físico le había recetado y cuyo efecto duraba unas horas. Luego volvía el ahogo y, aunque a instancias suyas la prefecta de novicias había reducido el espacio de tiempo entre las tomas, el efecto era cada vez menos duradero y ella reclamaba antes la dosis de calmante.

—No puede ser. Su maternidad debe ser paciente. El buen doctor ha dicho que no se puede abusar de la poción. —La que así hablaba era sor Gabriela.

—El buen doctor no se ahoga durante la noche ni el corazón se le desacompasa como percherón agotado, y este sufrimiento angustioso me impide cumplir con mis obligaciones y aliviaros a vos de las que estáis soportando... Amén de esta incontinencia que me humilla y que también me asalta durante la noche.

—Vuestra obligación primera es curaros; lo demás todo vendrá sobreañadido, pero si os empeñáis... mi voto de obediencia me obliga.

—Dadme... dadme ahora mi medicina y olvidaos de los médicos, que al fin y a la postre solamente saben un poco más que nosotras.

—Como mande su maternidad.

Sor Gabriela se dirigió hacia el canterano y escogiendo una pequeña llave del manojo que llevaba en el cordón del hábito abrió la alacena que sobre él estaba. De ella extrajo un vaso, dos frascos y una caja de fina madera, que al abrirla mostró un polvillo con reflejos metálicos y verdes. Vertió de ambas ampollas una cantidad de líquido en el vaso y luego con una pequeña espátula dobló la dosis de polvo que correspondía; cuando todo estuvo mezclado, tomó el vaso y se aproximó a la cama de la enferma. La priora tendió sus manos ansiosas, tomó la copa y bebió el contenido de dos grandes sorbos; luego se recostó en el catre.

—Dios os bendiga. Toda esta caridad que hacéis con mi persona os la recompensarán en el reino...

—¿Qué tal estáis ahora, reverenda madre?

—Me dais la vida —respondió la priora cerrando los ojos.

—Ahora descansad.

Y tras cerrar las cortinas del ventanal, la prefecta de novicias salió de la estancia sigilosamente, mostrando en sus labios una enigmática sonrisa, y se dirigió a la sacristía de la iglesia. Allí estaba fray Julián Rivadeneira preparando el sermón que daría aquella tarde.

El sermón

Con el gesto desgarrado y la voz tonante el padre Rivadeneira, desde el pulpito de la iglesia del convento de San Benito, dirigía su sermón a la comunidad allí reunida. Las imágenes de los santos y el gran crucifijo central cubiertos con telas moradas solemnizaban el luto de la Semana Santa; el ambiente olía a incienso y a flores marchitas. Las recogidas ocupaban los primeros bancos, a continuación se ubicaban las postulantas, luego las novicias y finalmente en tres gradas alzadas y en sillones de maderas nobles, tallados todos reproduciendo diferentes escenas bíblicas, treinta y dos de las treinta y tres monjas que componían la comunidad. Faltaba la priora; presidía sor Gabriela. El pulpito era hexagonal y en los paneles que daban a los fieles lucían cuatro bajorrelieves con los signos de identidad de los cuatro evangelistas: el león, el águila, el libro y el buey. El fraile con el hábito marrón de la orden, la calva sudorosa y el gesto crispado, tenía subyugado a aquel heterogéneo grupo de mujeres.

—... ¡Y eso es lo que espera a todos aquellos que no han depositado su fe en el Señor, a todos los que no supieron obrar por amor, a los egoístas que pecaron por el placer en sí, y no por el amor que todo lo enaltece, y los nueve círculos de los infiernos caerán sobre ellos y cuando hayan acabado todos los tiempos y no quede en el cielo estrella alguna con luz y todo sea negra oscuridad... todavía no habrá empezado la eternidad para los malditos! En cambio, aquellos que sigan la senda de los alumbrados y cumplan el gran mandamiento de: «Amaos los unos a los otros» apasionadamente y sin límites, éstos vivirán eternamente... Y hemos de amarnos como somos, con todo nuestro ser, que no es únicamente espíritu sino también carne mortal, porque aquí en la tierra es donde vivimos y no somos ángeles, y así quiso Dios que fuésemos... Y cada uno de nuestros cuerpos es Templo del Espíritu y el Señor quiere que amemos cada uno de estos templos donde Él habita; y hemos de amar la obra de Dios con todas nuestras fuerzas, apasionadamente, porque así está escrito.

Pero no os preocupéis, elevad vuestros corazones hacia mí y no temáis, mis dulces corderas, porque yo sabré cuidar del rebaño que me ha sido encomendado. Yo sabré ser el jardinero que cuida sus rosas de Alejandría y preserva el perfume de sus cedros del Líbano, porque os amo a todas y a cada una de vosotras. Venid a mí en vuestras soledades y en vuestras tribulaciones y dudas, porque mi puerta estará abierta día y noche para vosotras, ya que el maligno busca el momento débil para atacar y conmigo seréis mucho más fuertes que estando solas. Venid a mí, hijas queridas, en cualquier instante que yo, vuestro padre, vuestro hermano, vuestro esposo, os esperaré siempre...

Y de esta manera, con un discurso lleno de vaguedades, temores y términos favorables a sus libidinosas intenciones, el padre Rivadeneira terminó su sermón, sembrando de dudas, falsas esperanzas y sentimientos equívocos, las almas de aquellas, casi todas, incautas mujeres.

Al terminar, el fraile descendió los ocho escalones del pulpito haciendo crujir el maderamen con sus casi doce arrobas de peso, y secándose el sudor con un inmenso pañuelo se dirigió por detrás del altar mayor a la sacristía.

La prefecta, en funciones de priora, tomó el mando. De debajo del reposabrazos de su reclinatorio extrajo una carraca de madera y la hizo sonar. Entonces la madre Úrsula y dos monjas más se dirigieron a una capilla lateral y tomando un crucifijo convenientemente cubierto con una tela de tafetán morado orlado de pasamanería negra lo portaron, en silencio, al centro de la barandilla de hierro forjado que se abría en dos partes para permitir que dos escalones ascendieran hasta la altura en la que se encontraba el altar mayor. Allí recostaron al Cristo. Entonces la madre Gabriela se puso en marcha seguida de toda la comunidad y del resto de mujeres que habitaban el monasterio; una de las monjas levantó el trapo que cubría el extremo del vástago mayor de la cruz y lo alzó del suelo, mostrando una calavera de marfil con dos tibias cruzadas. Sor Gabriela se inclinó al llegar a su altura y depositó un ósculo sobre ella; después la monja del otro costado, con un pañuelo de seda asimismo negro, limpió los restos de saliva que pudiere haber. Tras la prefecta fue pasando toda la comunidad, hasta que lo hizo la última de las muchachas. Al finalizar los postreros rezos, y siempre a golpe de carraca, las mujeres abandonaron la capilla para dirigirse cada una a sus tareas.

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