Catalina la fugitiva de San Benito (51 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Esto no es óbice para que no cumpláis con la principal tarea de un buen cristiano, que es preservar la ortodoxia de la fe.

—Os repito que ha sido un descuido.

—Yo más bien diría que un gravísimo descuido que os puede traer fatales consecuencias.

—Además de vos, ¿quién mora en vuestra casa? —intervino Carrasco.

—Tengo una vieja mucama que cuida mis necesidades.

—¿Y habéis puesto en peligro su alma inmortal dejando a su alcance materia tan peligrosa?

—Laurencia es incapaz de hurgar entre mis libros, amén de que sus luces no le alcanzan para poder leer.

—Y ¿en vuestro despacho no recibís, acaso, a vuestros pacientes?

—Cuando los recibo, estoy yo en ellos.

—¿Siempre?

—Invariablemente. Las gentes que acuden a mi consulta lo hacen para que las visite. Si yo no estoy en ella, regresan otro día o me esperan en la salita a ello destinada.

—No siempre. Sin ir más lejos, nuestro enviado fue introducido en vuestro despacho sin estar vos presente.

—Fue una deferencia de mi criada, cuyo instinto detectó a persona de calidad que no requería mi atención profesional.

—De lo cual se infiere que cuando algún pariente o amigo acude a veros, caso de que no estéis en vuestra casa cabe la posibilidad que lo hagan pasar donde están vuestros libros.

—Muy improbable es, pero cabe. Debería ser alguien muy allegado para que Laurencia lo introdujera en mi despacho.

—¿Tenéis muchos amigos que merezcan este grado de confianza?

El doctor Gómez de León intuyó que el real motivo de su apresamiento se iba a hacer patente en aquel momento.

—Para tener amigos íntimos hay que tener tiempo para cultivarlos y yo, reverencia, carezco del mismo.

Ahora era el fraile gordo del otro lado el que preguntaba:

—Y ¿a quién consideraríais, de entre vuestros allegados, con condición suficiente para que le permitieran estar con vuestros libros sin hallaros vos presente?

El viejo galeno dudaba si incluir entre sus allegados a don Martín de Rojo o no hacerlo. Pensó finalmente que lo apropiado sería nombrarlo, ya que de todas maneras lo sabían y de no obrar así lo tacharían de embustero.

—Tal vez al doctor Solís, colega mío y antiguo médico de los Tercios; hasta su muerte lo hizo fray Gerundio, que fue confesor de las monjas de San Benito... A don Martín de Rojo, que tiene su casa solariega en Quintanar del Castillo... y cuando viene a visitar sus latifundios, el marqués de Yaguas.

—Ese don Martín de Rojo... ¿Decís que es amigo vuestro?

—Soy médico de su familia. Y sí, es un viejo amigo.

—¿Desde cuándo habéis cuidado de la salud de su familia?

—Era yo un joven médico que había pasado la prueba del tribunal examinador hacía escasos meses cuando tuve que cuidar la enfermedad de su señor padre.

El rostro del obispo se contrajo de un modo palmario. El fraile, al estar a su costado no se dio cuenta, pero sí el médico.

—Y ¿cuántos son los componentes de esa familia?

—No veo la relación que puede tener lo que me preguntáis, que por otra parte es público y notorio, con el fallo de albergar en mi librería y desconociéndolo un volumen prohibido.

La voz del prelado tronó inmisericorde:

—¡Sabéis que solamente por eso podéis pasaros años en una mazmorra de Toledo o de Valladolid! Os he dicho que sois un reo común que ha desafiado las leyes de la Santa Inquisición y al que acuso de desacato ante este tribunal. ¡Decidme cuáles y quiénes son los miembros de esa maldita familia! —Al obispo hablar de aquel tema le perdía la víscera, hasta el punto de que ambos frailes lo miraron algo extrañados.

—La componen don Martín, su esposa, doña Beatriz de Fontes, y cuatro hijos: un varón y tres hembras.

—¿Estáis seguro de lo que decís?

El médico se mantuvo firme.

—Desde luego, reverencia.

—Habladme de la difunta priora de San Benito. ¿La atendisteis en su enfermedad?

—Sí, reverencia, tal hice.

—Según mis noticias, parece ser que la fórmula que le suministrasteis en vez de mejorarla acabó con su vida.

—Mi receta bien suministrada solamente podía ayudarla. Si se hizo mal uso de ella, no es mi responsabilidad. Su paternidad no ignora que no hay venenos, hay dosis.

—La priora era hermana de vuestro amigo don Martín de Rojo, ¿no es cierto?

—Así es, excelencia.

—Y ¿qué me podéis decir de una muchacha, una tal Catalina, que iba a hacer los votos de postulanta, que fue la que atendió a la priora en su última noche y a la que parece habérsela tragado la tierra?

Al galeno, que nada sabía del suceso, le pilló de nuevas la noticia y palideció visiblemente.

—Nada os puedo decir. Ni sé lo que ha ocurrido ni tienen por qué darme cuenta de ello. Mi humilde persona se limita a acudir al monasterio cuando soy reclamado porque alguien está enfermo.

—¡Estáis mintiendo y sus paternidades son testigos de vuestra lividez! ¡Por Dios vivo que sabremos refrescaros la memoria! —Entonces se dirigió a los frailes—: Proceded como es costumbre y que medite. Vamos a ver si la próxima vez recuerda mejor las cosas.

Y tras estas palabras, el doctor Carrasco apartó violentamente su sillón, y poniéndose en pie, se dispuso a bajar del estrado y a salir por la puerta.

El fraile más bajo, extrañado ante la insólita orden referida a un reo cuyo proceso acababa de comenzar, se levantó asimismo y aproximando su cabeza a la del obispo le sugirió al oído:

—Perdone su reverencia, ¿no creéis que debemos incoar el procedimiento... esperar a que se aporten las pruebas y dejar que los trámites sigan su curso antes de tomar una decisión tan drástica como la que habéis tomado?

—Su paternidad sabe que muchos tibios se escapan de la justicia de Dios porque nosotros nos aferramos demasiado a la legalidad, permitiendo que unos leguleyos distorsionen los hechos y una u otra influencia nos arrebate de las manos el derecho que nos ha sido otorgado para castigar notables extravíos. Hora es ya que abreviemos los trámites. El maligno va ganando terreno y nosotros nos perdemos en vericuetos legales que no conducen a otra cosa que a demorar el castigo que debemos impartir. ¡Proceded tal como he ordenado y dejadme a mí la responsabilidad de decidir! Un susto vendrá bien a este insensato para que dentro de poco tiempo maduren sus recuerdos y pueda aportar más luz que ilumine este tenebroso asunto que apesta desde lejos.¿Acaso no habéis visto cómo la sangre ha abandonado su rostro cuando se le ha interrogado sobre la huida de esta aspirante? ¡Obedeced y no entorpezcáis mis decisiones!

Todo este argumento lo vertió el doctor Carrasco silbando como una sierpe, más que hablando en voz baja, a la oreja del asombrado fraile. Éste no tuvo otro remedio que ratificar a su compañero la orden dada en tanto el obispo, que había bajado de la tarima, se dirigía con paso acelerado a la salida.

El otro entonces hizo una señal con la cabeza a los soldados que flanqueaban al médico. Éstos lo sujetaron por los brazos y lo acercaron al lugar donde se hallaba el verdugo...

—Extendedle las manos sobre el soporte —ordenó el más alto de los dos.

Uno de los soldados tiró de la cadena que sujetaba las muñecas del doctor y le obligó a poner sus manos sobre un yunque de hierro en tanto el otro procedía a atarle una cuerda alrededor del cuerpo para que éste quedara fijo sobre una columna.

—Por Dios, ¿qué vais a hacer?

—¡Lo que vamos a hacer es precisamente por Dios!

El esbirro aproximó unas afiladas tenazas a las manos del galeno.

—Mis manos... ¡Nooo! ¡Por lo que más queráis! ¡Si me dejáis impedido ya no podré curar a nadie!

—Mejor es que curemos vuestra alma. ¡Proceded!

El verdugo, con la afilada tenaza, procedió a arrancar una a una las uñas de las dos manos del anciano doctor. Cuando iba por la cuarta, éste se desmayó. Hecho un guiñapo y con las extremidades superiores envueltas en un par de trapos sanguinolentos, al cabo de una hora y tras recuperarlo volcando el agua de un cubo sobre su cabeza, lo devolvieron a su celda.

Cabos sueltos

Álvaro de Rojo había terminado sus estudios en Salamanca y, gracias a él, también los había concluido Cristóbal López Dóriga. El primero sentía una admiración ilimitada por el segundo y éste era el motivo por el que inventaba sus virtudes y obviaba sus defectos. Álvaro vio el cielo abierto cuando el padre de Cristóbal, a instancias de éste y en prueba de gratitud, le ofreció la oportunidad de continuar su formación en la Corte.

Los dos se complementaban: Álvaro era profundo, reflexivo, estudioso, tenía un poderoso intelecto y era amante de las letras, en tanto que Cristóbal era alegre, burbujeante, ligero, mujeriego, embaucador, buen tañedor de guitarra y aficionado al naipe.

Regresó Álvaro a Quintanar del Castillo acompañado del viejo Matías a pasar los meses de la canícula de estío en compañía de los suyos y recabar el permiso paterno para preparar, si es que lo obtenía, su viaje a la Corte. Llevaba en el zurrón una carta del marqués de López Dóriga con la oferta recibida a fin de que la consultara con su padre y éste viera que la propuesta era seria.

Álvaro, que no por estar alejado era ajeno a las estrecheces de su casa, pudo observar las muestras de fatiga y el deterioro que el paso del tiempo y la falta de medios habían ocasionado tanto en el edificio como en su contenido. En todo estaba patente, ya fuere en el desgaste del mobiliario, en lo raído de los cortinajes y de la vestimenta de los criados o en la escasez de animales en las cuadras. Pero era su casa y allí se encontraba su madre, a la que tanto amaba y debía.

Estaba feliz y sumamente emocionado ante la ocasión que se le presentaba de marchar a Madrid, pero deseaba que aquel verano fuera inolvidable.

Ese año cumpliría los diecisiete y el mozalbete que había partido hacia Salamanca cuatro años antes se consideraba ya un hombre, y su título de bachiller le otorgaba el derecho al tratamiento de «don».

Se encontraba de pie ante su padre, quien sentado en su vetusto sillón procedía a leer la carta que le acababa de entregar, y su pensamiento analizaba las posibles reacciones del hidalgo ante lo que él creía no sólo una favorable coyuntura, sino también una oportunidad única. Pero temía su reacción, que vendría dictada sin duda por su ilimitado orgullo.

Recordaba los infinitos vericuetos que tuvo que inventar para justificar la altura de su nivel de vida durante la estancia en Salamanca que su peculio no hubiera podido soportar. Finalmente don Martín creyó, o simuló creer, que la retribución por las clases particulares que impartía a su amigo la pagaba éste en especias, y que el trato era bueno para ambos jóvenes. Solamente de esta manera le autorizó a vivir con la holgura que únicamente la generosidad de López Dóriga le había proporcionado.

Su padre seguía con la lectura de la carta y Álvaro paseó la mirada por la estancia. Todo seguía igual, pero más viejo y le pareció que hasta más pequeño... Ni la apagada chimenea era tan grande ni el salón tan espacioso como lo recordaba de antes de su partida. Su madre bordaba un tapiz junto a la ventana donde su abuelo paterno, don Bernardo, había tenido el fatal ataque, y desde allí la vista del jardín continuaba siendo lo hermosa que siempre había evocado su memoria.

De Don Cristóbal de López Dóriga y Olid A Don Martín de Rojo e Hinojosa

Muy respetado señor:

La estima y consideración que mi hijo profesa al vuestro me mueven a escribir esta misiva con el fin de proponeros una cuestión que puede rendir, a ambos, mutuos beneficios.

No tengo duda de que conoceréis la profunda amistad que ha surgido entre los dos muchachos, y de la que estamos harto satisfechos. Creo que las cosas que redunden en beneficio de ambos nos deben satisfacer a todos.

Muchos son hoy los peligros que acechan a nuestros jóvenes y creo que una buena influencia que pasa, claro es, por una buena compañía, son fundamentales.

Esto es lo que me ha movido a, que si vuestra intención es que Álvaro acabe su formación en la Corte, invitarlo a que lo pueda hacer morando en mi palacio de Madrid, ya que así continuaría su benéfica influencia sobre mi hijo y sería la forma de que yo pudiera agradecérselo de alguna manera.

Ni que decir tengo que mi casa es la vuestra y que me tenéis a vuestra entera disposición.

Firmado y rubricado

Cristóbal López Dóriga

—Bien, hijo mío, me llena de orgullo el alto concepto que de vos tienen los que os han tratado, porque de la fama de un hombre y de su honra dependerá su futuro, y yo quiero para vos el más preclaro de todos. Hablaré de ello con vuestra madre, ya que me consta la ilusión que tenía de que os reintegrarais a nuestra casa, y no me parece justo dejar de atender a sus siempre prudentes palabras. De momento tenemos todo un verano para meditar y no quiero precipitarme, pero no estaría de más que invitarais a vuestro amigo a pasar unos días con nosotros para que lo conozcamos y que él sepa quienes somos los de Rojo.

—Nada podría hacerme más feliz, padre mío —fue la jubilosa respuesta de Álvaro.

Entonces el hidalgo, tras dar su mano a besar a su hijo, salió de la estancia.

—Madre, ¿habéis oído?

El muchacho, apenas hubo partido su padre se acercó a la ventana.

—Hijo, aunque esté haciendo otra cosa, siempre me mantengo pendiente de aquello que os atañe.

—Y ¿qué os parece, madre?

—Los hijos, Álvaro, son un préstamo de Dios. Mala madre sería yo si no os dejara volar, me aferrara como una sanguijuela a vuestra vida y no os permitiera crecer. Vos habéis de vivirla, como cada humano tiene que hacerlo, y aunque tal vez ahora no lo comprendáis, cuando la vida os regale a vuestros hijos entonces os acordaréis de lo que hoy os digo.

—¡Sois la mejor madre del mundo! —Y al decir tal cosa, el muchacho se abalanzó a los brazos de su madre, tirándole por los suelos las hebras de lana de su trabajo.

—¿Qué hacéis, loco? ¡Me vais a estropear todo el trabajo!

—Es que vuestra generosidad y desprendimiento colman la mayor ilusión de mi vida, que es partir para la Corte.

Doña Beatriz había dejado su labor a un lado y correspondía al abrazo que le prodigaba Álvaro.

—Sentaos y atendedme.

Álvaro se sentó junto a su madre en la banqueta de la rueca.

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