Catalina la fugitiva de San Benito (82 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¿Os referís a la madre Teresa, sin duda?

—No, Leonor, la antigua priora era una excelente mujer, dura eso sí, pero siempre dispuesta a hacer la vida fácil a las personas que habitamos entre aquellas cuatro paredes, pero como comprenderéis ni por edad ni por condición repartía sus asuetos y confidencias conmigo.

—¿Entonces?

Casilda se dispuso a decir lo justo para satisfacer la curiosidad de su amiga pero sin involucrarse demasiado en el tema de su desaparición.

—¿Llegó a vuestros oídos la huida de una de las aspirantes del monasterio?

—De algo me enteré. Creo que era una de las tuteladas por don Martín.

—Pues ésa era mi amiga y confidente dentro de San Benito y con quien, aparte de vos, más horas de conversación he compartido.

—Hasta se dijo que su fuga tuvo algo que ver con la muerte de la reverenda madre, creo recordar.

—¡Infundios y mentiras! Os puedo asegurar que era la criatura más limpia y más inocente que he conocido; lo que ocurre es que en una comunidad de tantas mujeres se suscitan envidias y rencores. Esa y no otra fue la causa de su marcha.

—Y vos, ¿no supisteis el motivo? ¿No os advirtió de sus planes?

—Únicamente os puedo decir que sus ansias de volar eran infinitas y que no había nacido para el claustro; desapareció un buen día y nadie se explica cómo lo pudo hacer. Pero dejemos esto y decidme cuál ha sido el motivo de vuestra llamada.

Leonor se acodó en su catre y miró fijamente a su amiga:

—Han ocurrido sucesos que me turban y la única persona a la que puedo recurrir es a vos, por varios motivos.

Casilda intuyó que hasta aquel momento todo habían sido preámbulos y la cara de su amiga la preocupó.

—¿Qué es lo que ocurre, Leonor?

La otra se rebulló inquieta.

—No sé por dónde empezar.

—Soy vuestra amiga, hablad con toda libertad. —Casilda se había incorporado y, como la cabeza le tocaba el bajante del tejado, tomó un almohadón y colocándolo en el suelo se sentó en él apoyando su espalda en la yacija mientras se sujetaba las rodillas con los brazos enlazados bajo el mentón.

—Pues veréis, el caso es que tengo miedo. Ha visitado mi casa la Suprema.

—¿Qué me estáis diciendo? ¿Vuestra casa? Y ¿por qué?

—Eso mismo me pregunté yo y como creo que la única persona sobre la que puedo descargar mis cuitas sois vos, es por eso que os he llamado.

—Adelante, amiga mía, soy toda oídos.

—¿Recordáis a aquel personaje siniestro que vimos en Carrizo de la Ribera en la tribuna del Santo Oficio, cuando con María Lujan fuimos a ver correr los toros?

—¿El de la cara cortada, queréis decir?

—El mismo. Pues ése fue el que me vino a visitar.

—También estuvo en San Benito indagando.

—¿También habló con vos?

Ambas mujeres pormenorizaron mutuamente cuantas preguntas les había hecho el portugués y compararon en qué coincidían. Entonces Leonor se explayó:

—El caso es que, según parece, lo que más le interesa es cierta señal de la que María Lujan ya nos habló en Carrizo, y de la que yo hubiera podido decir algo. Pero me iba a casar y el momento era tan vital para mí que entonces no me atreví.

—Me tenéis sobre ascuas. ¿Qué es eso tan importante que podía afectar hasta vuestro matrimonio?

—Veréis, este hombre nos ha hablado a ambas de una señal en forma de ojo lagrimeante y de color escarlata. ¿No es así?

—Así es.

—Pues bien, yo sí he visto la susodicha marca y, debo deciros, es tan peculiar que es imposible confundirla con otra.

Casilda todavía no quiso manifestar que ella también la conocía, si bien es verdad que por aquellas fechas aún no la había visto.

Leonor prosiguió:

—Y es por eso que comprendí perfectamente el desmayo que afectó a doña Beatriz cuando le relatasteis el suceso. Luego he ido atando cabos sueltos.

—Me tenéis sobre ascuas. Habladme de una vez.

—Lo que ahora voy a confesaros es lo más secreto e importante de mi vida. Confío en vos y en vuestra amistad. Pero me remuerde la conciencia y quiero descargar el peso que me agobia; por otra parte, si no os lo explico no entenderíais el porqué de mis temores. Casilda, yo amo profundamente a esta familia y aunque os va a parecer extraño siento una ternura especial por don Martín.

—Es de bien nacidos el ser agradecidos, ¿por qué me ha de parecer extraño que améis a la familia que os recogió y os dio de comer?

—Os estoy hablando de don Martín, en particular.

—No sé adónde queréis ir a parar.

—Tened paciencia. Sin duda habréis observado el peculiar énfasis que puso el familiar en averiguar el sexo de la criatura que parió doña Beatriz aquella famosa noche y la certeza con la que se expresó María Lujan al respecto.

—Soy consciente de ello, pero precisamente a nosotras no nos cabe la menor duda de que fue un varón.

—Cierto, pero debo de deciros algo.

Casilda interrogó con la mirada.

—Yo he visto la mancha de la que habla ese portugués, su acento lo delata nítidamente, amén de que Marcelo es correo, como no ignoráis, del Santo Oficio y le ha llevado correspondencia algunas veces a su mansión en Braganza. Y la he visto en otra persona y con absoluta claridad.

Casilda recordó en aquel instante la imagen de la camisola de Catalina abierta a la altura de su estómago y mostrando, bajo la banda que cubría su pecho y al lado de la llave que pendía en su cuello, la señal escarlata.

—Y ¿quién tiene tal marca?

—Don Martín.

—¿Don Martín? ¿Y cómo lo sabéis vos?

—Os podría mentir como lo hice con mi marido, que me vio descompuesta ante las preguntas del familiar, y al que dije que en cierta ocasión ayudé a doña Beatriz a dar unas friegas a su esposo que se había golpeado con una rama, en una galopada a caballo. Pero el peso de la culpa pesa sobre mi conciencia, me quema, y necesito hablar de algo que ocurrió hace mucho años; y solamente puedo hacerlo con vos.

—Franqueaos de una vez, ¡por Dios Santo!

—Veréis, yo era una criatura y gracias a la insistencia de doña Beatriz, que por aquellas fechas estaba embarazada, don Martín se comprometió a enseñarme a leer y a escribir.

—¿Y bien?

—Veréis, una tarde había ella ido a San Benito a ver a su cuñada, la monja, con sus tres hijas, y a la hora de costumbre subí yo a su despacho a dar mis lecciones; hacía frío y estaba la gran chimenea encendida. Mi ilustración había comenzado hacía un par de meses, y nadie iba a acudir sin una llamada expresa del amo; me hizo sentar a su lado y cuando me quise dar cuenta me estaba desabotonando mi basquiña por la espalda.

—¿Qué me estáis contando?

—Me quedé quieta como un pajarillo hipnotizado por una sierpe. Después, sin casi saber cómo, me encontré tumbada en la alcatifa ante el fuego de la chimenea, desnuda y abrazada a él; me poseyó, Casilda. Pero no fue experiencia traumática ni violenta, ni siquiera sangré. Sentía por él un cariño filial y era totalmente inexperta. Aquello se repitió un par de veces; al terminar, cada vez lloraba y me pedía perdón maldiciendo su carne débil. Me dijo que estando como estaba su mujer no podía tener con ella ayuntamiento carnal, y cuando nació Álvaro el suceso ya no se volvió a repetir. Pero...

—Pero ¿qué?

—Que a la luz temblorosa de las llamas de la chimenea divisé claramente en su piel, inconfundible, la señal escarlata. Por eso fue que cuando a doña Beatriz casi le da un vahído, al comentar que María Lujan sostenía que había parido a una niña con dicha señal, a mí nada me extrañó.

—Y ¿nunca sentisteis aversión hacia quien os hizo una desgraciada?

—Las cosas son diferentes, según sean las personas y las circunstancias. Aquello fue una debilidad por su parte, pero se mostró bueno y generoso conmigo. Él, por aquel entonces, era un hombre en la plenitud de su vigor; no fue el viejo que desflora a una doncella. Además no fue maldad, lo hizo por debilidad y la tentación fue más fuerte que él, de modo que de aquel asunto no guardo ningún rencor en mi corazón y sigo teniendo el mismo afecto filial que sentía antes que el hecho sucediera. Pero como nada dije entonces ni luego jamás a nadie, tenía la necesidad imperiosa de contároslo sin engaño para que entendáis lo que os he de relatar a continuación.

La mente de Casilda iba como una devanadera de un sitio a otro, de forma que mil preguntas se agolpaban a un tiempo.

—Pero, antes de que prosigáis, decidme: ¿los hechos que me relatáis habían sucedido hacía poco cuando yo vine a esta casa a amamantar a Álvaro?

—La última vez que ocurrió fue dos meses antes del nacimiento del niño, y después me respetó siempre y fue amable y bueno conmigo hasta la exageración. Incluso, teniendo en cuenta cómo andaban las cosas entonces, y ahora, al respecto de su hacienda, al casarme fue en extremo generoso con mi dote, amén de brindarse a ser mi padrino.

—Y en vuestra noche de bodas, ¿nada advirtió Marcelo?

—Veréis, habían transcurrido ya muchos años y además de no haber vuelto a conocer varón, y ante el miedo de perderlo, una vieja mujer que residía por entonces en la casa me recomendó a una gitana que paraba cada año por las fiestas en Benavente y que era diestra en reconstruir virgos; a ella me dirigí en cuanto los carromatos de los gitanos aparecieron por el pueblo. Tarsicia era su nombre y me tranquilizó diciendo que aquello le pasaba a la mayoría de las novias, indicándome que debía volver al día siguiente. Entonces me dio un ungüento que debía aplicarme en mi interior todas las noches y al cabo de un mes o mes y medio el himen se habría cerrado; me dijo que no podía causarme mal alguno y que estaba hecho con yerbas del campo astringentes y que ni alguien muy corrido se daría cuenta. Ésa es la única vez que engañé a Marcelo, y lo hice porque lo amaba y no quería perderlo por nada del mundo, amén de que creo que poca culpa puede tener una moza de catorce años a la que algo así le sucede.

—Realmente vuestro caso no es común. Muchos hombres deshonran en este país a sencillas muchachas, pero pocos tienen la conciencia que les remuerda y la decencia de obrar, después, como lo hizo don Martín. Y luego de descargar vuestra historia sobre mis hombros decidme, Leonor, ¿qué ha acontecido para que lo hayáis hecho ahora?

—Antes de ello quiero saber si me juzgáis mala o vos hubierais hecho lo mismo.

—Tened por cierto que mala no sois. ¿Si hubiera hecho lo mismo?, no os lo puedo decir. Las personas somos diferentes y las semillas iguales no fructifican igual en distintas tierras. Pero estad tranquila, que os comprendo y sé perfectamente cuál es vuestra condición. Marcelo tiene una excelente esposa; ahora, si os parece bien, proseguid con vuestro relato.

—Veréis, una casualidad o la divina providencia han hecho posible que ante mis ojos se hayan abierto dos evidencias: la primera es que alguien muy poderoso busca la ruina de los Rojo, y la segunda, que haya descubierto el origen de la mancha escarlata que tanto parece preocupar al familiar.

—¡Me tenéis sobre ascuas!

Entonces Leonor le explicó la historia completa del volumen que se encontró Marcelo en su alforja tras aquel viaje en el que socorrió a un carmelita, la casualidad de su descubrimiento a raíz del estropicio que había hecho su hijo mayor jugando con su amiguito y el puro milagro que se había producido al quedar reflejada la imagen de la cubierta rota en la bandeja de plata recién abrillantada.

—Y entonces apareció ante mis asombrados ojos la mancha que tiene don Martín, y que perteneció a un judío relapso quemado por la Inquisición hace un montón de años en Lisboa. Por eso es que lo persiguen y le quieren buscar la ruina. Y la demostración palpable de lo que os digo son las cartas que Marcelo, que es como sabéis correo de posta del Santo Oficio, ha debido llevar a Braganza y a Astorga y de las que tuvo buen cuidado de hacer una copia; las envía un tal Nuño Bastos, al que han nombrado informante de la causa abierta con el fin de que el deseo de don Martín de ingresar en una orden de caballería no progrese.

Casilda quedó pensativa unos momentos. En su cabeza se iban juntando datos y ella sacaba conclusiones.

Leonor interrumpió su meditación:

—Ved lo que os digo. —La mujer se levantó del catre teniendo buen cuidado de no golpearse la cabeza y se llegó hasta su alforja de viaje, de la que extrajo un libro con el que regresó junto a Casilda—. En primer lugar, la familia judía propietaria de este volumen vive en Estambul y posiblemente fueron, según Marcelo, sefardíes expulsados de Portugal; según podéis leer, su nombre es Yed-Amircal. Pero ved ahora.

Leonor le entregó a continuación la hoja arrancada del códice en la que se veía perfectamente definida y coloreada la mancha que aseguraba tenía don Martín, y que Casilda reconoció al momento como la que descubrió en el cuerpo de Catalina. A su lado figuraba la historia del judío quemado en la hoguera y sus apellidos: «Lacrima-Dei.»

—Observad, Casilda, leed al revés «Yed-Amircal».

—«La-cri-ma-Dei» —deletreó lentamente la fámula.

—¿Comprendéis ahora lo que os he querido decir?

—Entiendo que un antepasado de don Martín fue quemado en la hoguera y que el Santo Oficio está sobre su huella.

—Yo voy más lejos. Por algo que desconozco, sospechan que Álvaro no es hijo de don Martín y que en algún lugar hay alguien que lo puede ser, y no llego a imaginarme por qué buscan la maldita evidencia de este estigma que, desde luego, no tienen ni Elvira ni Sancha ni Violante ni Álvaro.

—Pero aquella noche nació un varón —dijo Casilda, vacilante.

—Cuando yo entré en la cámara obedeciendo la llamada de don Martín, en el moisés había un niño, que es el que después vos amamantasteis, pero... yo no estuve presente en el parto y María sí.

—¿Qué insinuáis?

—No insinúo. Deduzco que alguien pudo cambiar, no llego a entender por qué, a las criaturas, y por otra parte la evidencia de que con alevosía y engaño quieren el mal de esta familia consta en el escrito que pudo copiar Marcelo, en el que pretenden atribuir a don Martín un parentesco que no tiene con gentes indignas. Eso, por otra parte, es la evidencia de que todavía no han hallado de qué culparle.

Una idea se iba abriendo paso lentamente en la cabeza de Casilda: la auténtica hija de don Martín de Rojo era Catalina, huida del convento de San Benito. Pero de esto nada dijo a Leonor.

—Y entonces, querida amiga, qué es lo que pretendéis que yo haga.

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