Catalina la fugitiva de San Benito (86 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Catalina cerró la puerta tras de sí y se apoyó, ahora sí, temblorosa en la pared. ¡Había matado a un hombre! Esto nada tenía que ver con una clase de esgrima ni con un simulacro de combate; un individuo había partido de este mundo por su mano y ella era la responsable. Luego, lentamente acercó el boceto a la luz de la palmatoria y lo observó detenidamente: era ella, algo más joven, tocada su cabeza con el casquete de las aspirantes de San Benito. Como una sonámbula y casi sin saber lo que hacía se desvistió, llenó la jofaina de agua y comenzó a restregarse para borrar de sus manos y brazos la sangre de aquel esbirro. Después recogió las manchadas ropas y las metió en un cesto, ocultándolas bajo su cama. No era probable que nada ocurriera, por lo menos durante unos días; el hombre había quedado tendido a más de dos cuadras de allí, y a lo mejor la ronda no lo hallaba hasta el día siguiente.

Alonso se vistió, se colocó el bigote y la perilla y sin hacer el menor ruido salió a la calle por la puerta de la cuadra; allí tomó unos trapos, un escobón y un cubo pequeño que llenó de agua, a la que añadió los polvos que usaba para limpiar el suelo. Entonces se asomó al callejón donde el individuo había pasado a peor vida y oteó el horizonte; nadie a la vista. Salió a la calle y dirigiéndose al lugar donde había ocurrido el incidente se dedicó, con eficacia y rapidez, a limpiar el rastro de sangre que había, luego siguió el camino hasta el muerto y borró las pocas huellas que había dejado; todo seguía igual y el hombre yacía frío e inmóvil en la misma postura. Cuando todo quedó a su gusto, regresó a la casa por el mismo camino y tras dejar todos los trebejos en su sitió se dirigió a su cámara; luego de desnudarse se acostó.

El sueño tardó en llegar. Eran muchos los lances acaecidos aquel día, y una y otra vez volvía a su memoria el suceso terrible de aquella noche y el peligro latente que ello implicaba. Al día siguiente pensaría lo que convenía hacer. Después su corazón enamorado recordó todas y cada una de las frases que había pronunciado Diego; finalmente la venció el sueño y cayó en una pesadilla negra y húmeda que la hizo despertarse varias veces durante la noche.

Antón y Casilda

Casilda y Antón habían contraído matrimonio al finalizar el verano anterior. Ambos eran buenos trabajadores y además él era un recomendado del marqués de Torres Claras, primer benefactor del convento, de tal manera que las monjas consideraron que sería bueno que ocuparan plaza de guardeses. Les asignaron de forma oficial la casa que ocupaba Antón a modo de precario y que, en su día, había sido la vivienda de Blasillo y de su padre, el sordomudo, y que estaba ubicada al final del huerto bajo, junto a las cuadras.

La cosa comenzó porque a ella le hacían gracia las bromas y el desparpajo del antiguo soldado, y al cabo de varios viajes y muchas charlas en las largas horas compartidas en el pescante de la galera de las monjas y después de escuchar todas sus batallas y hechos de armas, llegó a la conclusión de que, pese a sus fábulas y quimeras, tras aquella fachada de valentón y camorrista se encontraba un corazón franco y una buena persona. Casilda había cumplido ya los treinta y cinco, su reloj biológico le indicaba que dentro de poco tiempo ya no podría engendrar y deseaba tener otro hijo. Todo se decidió en el último viaje de regreso al convento. Los trámites fueron rápidos y una mañana el dominico que había sustituido momentáneamente a Rivadeneira los casó sin más diligencias, en la capilla del monasterio.

No bien fueron marido y mujer Casilda le puso al corriente de sus secretos, que iban desde la huida de su amiga y las ansias de ésta por conocer sus orígenes, pasando por la muerte de la madre Teresa, hasta los descubrimientos realizados por Leonor. Antón, que entrevió el peligro que implicaba la conservación de aquella carta y el códice, hizo una trampilla al fondo del armario donde guardaba sus herramientas de carpintería y, tras envolverlo todo en una lona que resguardara de humedades y de mordeduras de ratas el comprometido envoltorio, lo puso allí, cubriendo con un par de cajas de cartón llenas de clavos la tapa del escondrijo, hasta que llegara el momento de enviar aquel peligroso material a la persona que creía debía de ser su destinataria. Luego decidió acercarse, en la primera ocasión que cualquiera de sus viajes a Valladolid le brindara, a la casa del primo de Casilda y dejar abierto el conducto directo con Catalina, si es que volvía a llegar alguna carta de ésta para su mujer, alegando que él en cada periplo que le acercara por aquellos andurriales se llegaría por ver si había nueva misiva y si por ella podía saberse dónde era posible localizar a la muchacha. Antón, que tenía una especial inquina al fraile y a la priora, y había observado los turbios manejos del primero más de una vez cerca de la pobre Fuencisla, creyó a pie juntillas todo lo que Casilda le relató y se dispuso, consecuente con su recio carácter, a hacer frente a cualquier contingencia que amenazara a su nueva familia y, por extensión, a todo aquello que su mujer amara.

El cadáver lo encontró, a las seis de la mañana, un panadero que regresaba a su casa a aquellas horas y que tenía la tahona en la calle de los Francos. Rápidamente dio cuenta de ello a la ronda y los corchetes se desplazaron al lugar sin demora en un carromato que era simplemente una plataforma con cuatro ruedas tirada por un mulo, donde cargaron al muerto y lo llevaron, tras una somera inspección, a la alcaldía del barrio. Allí lo dejaron instalado sobre una mesa a fin de que el alguacil diera parte al galeno y al juez, y ambos testificaran su defunción y abrieran las oportunas diligencias por ver de averiguar las causas de muerte del interfecto.

Todo ello se hacía con notable celeridad ya que no menos de cinco a seis cadáveres se juntaban cada noche en las dependencias policiales, fruto de asaltos nocturnos, duelos o pendencias. Al juez le pareció que aquel hombre no había perdido la vida en una vulgar reyerta ni tampoco había sido asaltado por unos malandrines, ya que en su bolsa se halló una cantidad de dinero que de ser así, sin duda, hubiera desaparecido; pero nada parecía faltar de su escarcela en la que, por cierto, halló una cédula que identificaba al cadáver como hombre dependiente del Santo Oficio. Y siendo así que estas cosas acostumbraban a ocasionar serios disgustos si no eran tratadas con una delicadeza exquisita, decidió dar parte a la Suprema, ya que era consciente de que lo del César era del César y lo de Dios era de Dios.

Envió un emisario a la sede central llevando el documento hallado en la faltriquera del difunto y antes de que el médico y él se retiraran, un coche cerrado paraba en la puerta del edificio. En tanto el auriga pugnaba por detener completamente el tronco de caballos, del coche descendían tres personas: un individuo alto con la cara cortada por una inmensa cicatriz, un fraile y un instructor adjunto del Santo Oficio al que ya conocía de otras veces. Entraron los tres, con gran estrépito, en las dependencias y pareció tomar el mando y llevar la voz cantante el de la cicatriz.

—Mi nombre es Sebastián Fleitas de Andrade y mi cargo es el de familiar del Santo Oficio. Quien me acompaña es el padre Rivadeneira y al adjunto creo que lo conocéis. ¿Sois el magistrado encargado de esta investigación?

—En efecto, y al ver que el difunto tenía algo que ver con la Santa Inquisición me ha parecido oportuno enviar al punto un emisario.

—Habéis hecho lo que procedía, y esto habla en favor de vuestra probidad y competencia. ¿Podemos ver al extinto?

—Naturalmente, seguidme.

Avanzaron los tres recién llegados por un estrecho pasillo siguiendo al juez y al médico, quien por cierto no había abierto la boca durante el prólogo que mantuvieron el magistrado y el de la cicatriz. De esta guisa pasaron ante varias puertas y frente a la cuarta el juez se detuvo.

—Si alguien no tiene el ánimo muy firme, mejor será que se espere fuera. El espectáculo, para quien no está acostumbrado, no es precisamente grato.

—Yo, si no os importa preferiría... —Rivadeneira había hablado.

—Vos entraréis conmigo. Cuatro ojos conocedores del asunto ven más que dos; no me hagáis creer que estas cosas os amedrentan.

—Sea como mandéis —dijo el fraile resignadamente.

El adjunto permanecía mudo. Precedidos por el galeno entraron los cuatro hombres. La estancia exhalaba un fuerte olor a desinfectante, y techos y paredes estaban encalados; siete mesas de mármol se alineaban en la pared de enfrente y sobre cinco de ellas yacían sendos cadáveres, cuatro hombres y una mujer, completamente desnudos. El magistrado se dirigió a la segunda de las mesas y los demás se acercaron, rodeándola; la cara del fraile estaba más blanca que la cal de la pared.

—¿Lo conocíais? —preguntó el juez.

—Desde luego. Habéis obrado con gran criterio. Es uno de los hombres de la Suprema y estaba sobre la huella de un asunto importante. ¿Dónde lo habéis hallado?

—Lo ha encontrado un panadero que regresaba de su trabajo, y ha avisado a la ronda.

—Os he preguntado dónde. —El tono del portugués era desabrido e inquietante, como siempre que algo se le torcía, y el otro así lo entendió.

—Enfrente del portal número nueve del pasaje de las Acacias, junto al mentidero; allí estaba tirado.

—¿Nadie ha oído nada?

—El alguacil ha interrogado a la vecindad y nadie parece haber oído ruido alguno.

—Y ¿a qué es debida su muerte? —Ahora el que se había arrimado a la mesa era el galeno.

—Le han partido la yugular de una cuchillada tremenda y al parecer dada con navaja que tuviera muy ancha la hoja. No es común una tal herida; al menos yo no he visto otra semejante. Murió al instante y alguien tuvo un desmedido interés en que no sangrara, lo cual me lleva a deducir que quien lo mató lo hizo en otro lugar y al trasladarlo no quería dejar un rastro de sangre, y por tanto lo acarreó hasta ese sitio con el cuello envuelto en su propio ferreruelo. Este dato avala mi teoría.

Ahora el que intervino de nuevo fue el juez:

—La zona es pródiga en burdeles y casas de mala nota; bien pudiérase tratar de una reyerta entre clientes por causa de alguna de las mujeres.

—En este caso, no es probable. ¿Habéis examinado sus pertenencias?

—Sí, excelencia. Todo está aquí, nada se ha tocado excepto la cédula que os he enviado.

Todas las cosas del muerto estaban sobre otra mesa y Fleitas las revisó detenidamente, observando que el boceto que, sin duda, debía de llevar con él había desaparecido.

El portugués se volvió hacia el adjunto:

—¡Dejé muy claro que quería a los seguidores por parejas! ¡Me deberéis aclarar dónde se hallaba el que, con el difunto, debía hacer esta vigilancia! ¡Necesito saber si se separaron porque seguían a dos personas y dónde estuvieron antes! Daos cuenta de que únicamente falta, de entre sus enseres, aquello que podía interesar únicamente al perseguido; por tanto es muy probable que hubiera dado con la pieza buscada. Si esta anomalía se debe a una necesidad del servicio, lo comprenderé; si ha sido desidia o suficiencia, ¡que el responsable se atenga a las consecuencias, porque os juro que tendrá tiempo de meditar en una mazmorra!

Súbitamente el regurgitar de Rivadeneira hizo volverse al portugués; el fraile no pudo contener la náusea y vomitaba en un rincón.

—Y no podéis imaginaros, Lorenzo, la clase de mujer que es Clara Arnedillo.

Diego y Lorenzo platicaban en el patio principal de la Casa de los Pajes, paseando arriba y abajo en el tiempo de descanso que había entre dos clases.

—Y ¿decís que no la acompañasteis hasta su casa y que la dejasteis partir sin averiguar dónde vive?

—No era conveniente. Era comprometido para su dueña y además sé que la encontraré en el corral. Cuando vea a Alonso le voy a dar un abrazo de oso; soy el hombre más feliz de todo Madrid.

—Parece que estáis obnubilado por esa mujer.

—Es una dama, Lorenzo. Su forma de expresarse, su natural elegancia y, sobre todo, la dignidad que emana de su persona hacen de ella un ser especial. Ya os conté lo que sentí cuando, sin sospecharlo, bailé con ella en casa de los Mendoza.

—¿Y habéis quedado en verla de nuevo?

—No precisamente, pero sé que la volveré a ver.

—No os toméis demasiado en serio este lance, no vaya ser que después salgáis malparado.

—Mi corazón late y vive para ella desde el momento en que le he hablado.

—No seáis insensato, vuestro padre no toleraría jamás algo así.

—Mi señor padre se tendrá que avenir a razones; en caso contrario me perderá.

—Estáis diciendo insensateces y os ofusca el encuentro. No vais a tirar vuestra vida por la borda por una mujer del teatro.

Se habían detenido en medio del patio y Diego enfrentó a Lorenzo de un modo que a éste le extrañó.

—Os ruego que no habléis de ella en ese tono. Lo que sí os digo es que mi vida sin ella no tiene sentido, y si mi señor padre se opusiera y ella me despreciara, me alistaría de soldado en el Tercio y marcharía a Flandes.

—Estáis loco. Hace unas semanas me decíais que doña Elena de Mendoza era una criatura encantadora.

—Y sigo creyendo que será una gran mujer, pero todavía es una niña y mi sentimiento hacia ella estaba entreverado de ternura y de admiración. Lo que anida mi corazón hacia Clara Arnedillo no puedo explicarlo con palabras. El día que os suceda a vos entonces lo entenderéis.

La campana que anunciaba la reanudación de las clases había comenzado a sonar y ambos jóvenes se dirigieron hacia el aula donde se impartía la asignatura de latín. Cuando ya entraban en el recinto, Diego añadió:

—Voy a esperar hasta que el jueves Alonso comparezca en casa y me traiga noticias. De cualquier manera el próximo sábado os invito a verla en el corral; luego os la presentaré y entonces comprenderéis todo cuanto os estoy diciendo.

Cambios de vida

Catalina había pasado la semana meditando. Habló hasta la saciedad con María Cordero, que no levantaba el ánimo del susto que la embargaba, y llegaron ambas a varias conclusiones. En primer lugar aquel esbirro la había localizado, con toda seguridad, en el corral y la había identificado sin duda cuando actuaba vestida de mujer; de ello se infería que al no tener la certeza de que fuera él únicamente quien la había descubierto, podía perfectamente caber la posibilidad de que hubiera más lebreles sobre su pista. Convenía, por tanto, que se despidiera de don Pedro de la Rosa y de Ana de Andrade y que no volviera a vestir por el momento ropas femeninas, ni mucho menos subirse al tablado y ni tan siquiera acercarse al corral. Ahora tenía el convencimiento de que la podrían reconocer mediante aquel boceto y que podían ser varios los que lo poseyeran y supieran cuál era su imagen. Por tanto, lo que la situación requería, por el momento, era que siempre vistiera ropa de varón, llevara bigote y perilla y que para todo el mundo fuera Alonso, el paje mandil de María Cordero, y que Clara Arnedillo hiciera mutis por el foro.

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