Catalina la fugitiva de San Benito (41 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Por venir de parte de quien venís voy a hacer algo más. Vamos a ver si conseguimos apartar de vuestra huella a esos podencos y, además, os ayudamos a mejorar vuestra hacienda.

—¡Si tal hacéis, mi deuda de gratitud con vuestra merced durará eternamente!

—Tengo entendido que el señor duque de Albuquerque contrajo con vos, allá en Nápoles, una deuda de por vida. Pues bien, yo tengo el honor de saldarla en su nombre.

—¡Insisto, excelencia, jamás podré pagar!

—Nada me complace más que arrancar una víctima de las garras de esos cuervos.

—¡Excelencia, por Cristo, cuidad lo que decís!

—¡Aquí en mi casa y estando el rey! No tengáis cuidado. Nadie osará. Una fórmula hay que, amén de libraros de ellos, mejoraría vuestra economía.

—Y ¿cuál es esa fórmula?

—Conseguir para vos una orden de caballería: Calatrava, Alcántara, Montesa o Santo Sepulcro, eso es lo de menos. Lo de más es que, caso de conseguirlo, amén de garantizar vuestra limpieza de sangre hasta ocho generaciones el ser caballero de una de ellas tiene pingües beneficios, ya sea por exenciones de cargas y gabelas, ya porque la alcábala que sus miembros liquidan a la Corona es muy inferior a la que deben pagar los otros súbditos de su cristiana Majestad. Lo primero aparta de vos las manos del Santo Oficio, y lo segundo sin duda alivia vuestra hacienda.

—¡Excelencia, si tal consiguierais, haríais de mí vuestro más rendido servidor y, aunque el Señor me concediera cien años más de vida, sería poco tiempo para dedicarlo a vuestro servicio!

—Veamos, no vaya a ser que luego tengamos tropiezos y sinsabores. Vos ¿no ignoráis que se os abrirá un período de pruebas y que se nombraran dos informantes
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para que se dirijan al consejo de las órdenes con los
obstat
que conocieren, caso de que en vuestro linaje hubiere un antepasado morisco o judío o, simplemente, un escribano?

—No lo ignoro, excelencia, mi sangre es limpia y no me asusta que me investiguen hasta ocho generaciones para tan buena causa.

—Entonces no se hable más y vamos a por ello... tened paciencia porque, y nunca mejor dicho, las cosas de palacio van despacio.

El de Villanueva levantándose se dirigió a la salida del gabinete, indicando de esta manera que daba por concluida la entrevista, seguido de don Martín, que tras recoger su capa apresuradamente le dio alcance en dos zancadas. En aquel instante y casi tropezando justamente con ellos un ujier abría la puerta.

—Excelencia, Su Majestad os reclama. Dice que si no regresáis dará por concluida la partida.

—Decidle que ya estoy llegando. —Y luego, volviéndose al hidalgo añadió socarronamente, como excusándose—: Ved, querido amigo, cuan complejo y vario es el servicio de su graciosa Majestad. Id con Dios. Pronto tendréis noticias mías.

—Repito, excelencia, mi gratitud será eterna.

—Si veis al duque de Albuquerque y marqués del Basto, decidle que he cancelado la deuda en su nombre.

—Así lo haré, excelencia.

Partió hacia el interior del palacio don Jerónimo Villanueva, y a la misma vez y tras recuperar su espada lo hizo hacia la escalinata exterior, henchido de esperanza, el hidalgo don Martín Rojo e Hinojosa creyendo que sus problemas principiaban a arreglarse y que aquel su horizonte, preñado de nubarrones, comenzaba a despejarse. Dirigió su mirada al cielo y exclamó:

—¡Gracias, Camila, hermana querida!, estéis donde estéis. Dentro de tres o cuatro días rezaré ante vuestra sepultura. —Y calándose el chambergo se dirigió a pie a su posada con el fin de tener tiempo, durante el trayecto, de meditar todo lo acaecido.

A la vez, un jinete por la puerta posterior del palacio partía a galope camino de Braganza, llevando en su alforja una carta a nombre de don Sebastián Fleitas de Andrade. Mientras, el ujier que había transmitido a Villanueva el recado del rey lo observaba desde una ventana.

Benavente

Catalina recuperó la conciencia llegando al palacio del marqués de Torres Claras. Al principio no supo adónde la habían conducido. La cabeza le dolía terriblemente y apenas podía abrir el ojo derecho; pero al cabo su juventud se fue imponiendo y las atenciones de un buen físico y el descanso hicieron el resto. Tuvo buen cuidado en recalcar que sus únicas lesiones eran las de la cabeza, y sólo de ellas se quejó al ser preguntada; temía que la examinaran a fondo y se descubriera su verdadero sexo. Amén de que tuvo que inventarse una somera historia de su vida y recordarla bien, no fuera que al ser preguntada se equivocara y explicara a distintas personas cosas diferentes. De cualquier manera el golpazo le vino que ni pintado para justificar la falta de memoria de lo que no le convenía recordar.

Le habían asignado un modesto aposento en las golfas del palacio que a ella le pareció, acostumbrada como estaba a su celda de San Benito, talmente una regia morada, y en el pequeño armario de la minúscula estancia encontró al abrirlo al día siguiente, además de su modesto ajuar, ropas de su talla que aunque usadas le iban a hacer un gran servicio, y que por cierto a ella le parecieron soberbias: dos jubones, tres calzones, medias, borceguíes, camisolas, un coleto de ante, una gorra milanesa y un pequeño chambergo con una pluma de azor. El cuarto tenía un ventanillo del tamaño de una tronera que daba a poniente y por el que divisaba todo el entorno; además del armario, gozaba de un aguamanil con su correspondiente jarra, una mesa de pino, dos sillas y un perchero.

Catalina, recostada en su cama se dispuso a ordenar sus pensamientos y a repasar los sucesos acaecidos hasta aquel momento. Recordaba perfectamente su viaje, pero su cerebro se confundía al evocar el incidente de los malandrines. Tenía clara su fuga, el carro de alfalfa, su ardid para poder respirar, la buena mujer del mesón, los arrieros y el desafortunado episodio con don Martín de Rojo, que ella creía que, a Dios gracias, no la había reconocido; todos aparecían en su mente nítidos y diáfanos, pero en llegando a Benavente todo se confundía y sólo recordaba que estaba comiendo algo y fue atacada por dos o tres hombres, luego un sonido de cascos de caballos y finalmente un silencio y la nada. ¡Después el despertar! La visión del rostro, tantas veces evocado por su imaginación de niña desde el día que el azar o la providencia lo hicieron aparecer en el tragaluz de la caponera donde, muy a su pesar, la hizo recluir la madre Teresa como resultado de su aventura con Blasillo y la muerte del gallo negro. Por lo visto el golpe en la parte posterior de su cabeza fue terrible, hasta el punto de que anduvo varios días yendo de la conciencia al sueño; poco a poco el dolor y las alteraciones fueron remitiendo y los ratos de lucidez se impusieron a los de oscuridad. Entonces comenzaron las preguntas engorrosas, que ella maquilló como le convino achacando las lagunas de su memoria a la paliza recibida y hurtando de esta manera lo que no le convenía aclarar. Se inventó un nombre, Alonso Díaz, pero sin embargo «no lograba saber quién era ni de dónde procedía, ni adónde se dirigía» cuando le sobrevino el percance. Pensó de nuevo que, en el fondo, la tunda le vino de perillas para así justificar su situación y sus orígenes.

Algo en ella había cambiado profundamente. Sin entender el porqué, su pensamiento iba una y otra vez a la imagen de Diego, el cual desde el primer momento se interesó por ella y a quien sin duda y a la vez que a don Suero debía su vida. Cada jornada el joven aparecía en su alcoba para interesarse por los progresos de su convalecencia y mantenía con ella amables charlas. El físico que se hizo cargo de su situación mantenía que, con el tiempo, iría recordando cada vez más cosas y que las brumas de su memoria se irían disipando, pero lo que más le convenía por el momento era que nadie la urgiera con preguntas y no esforzarse por recordar. Unos discretos golpes le anunciaron que la visita que esperaba con tanta impaciencia cada mañana había llegado. La hoja se abrió un palmo y la áurea cabeza de don Diego asomó al punto por el quicio de la puerta.

—¿Preferís descansar u os apetece un rato de compañía?

Sin saber por qué, la muchacha notó que el carmín teñía su rostro y temió que don Diego se diera cuenta.

—¡No, por Dios, pasad! Me encuentro ya muy recuperado. —A Catalina le costaba un gran esfuerzo emplear el masculino—. Me alegra sobremanera vuestra visita; aquí recluido se me hace la jornada muy larga.

Diego entró en la estancia y, cerrando tras de sí la puerta, se aproximó al catre de la muchacha arrastrando una silla. Sentóse a horcajadas con el respaldo hacia delante y los brazos colocados sobre él y comenzó a hablar.

—Si os molesto decídmelo, y cuando os canséis de mi charla hacédmelo saber.

—En modo alguno. Lo que más me place y me distrae es charlar con vos.

—Tened paciencia, he hablado con mi señor padre y, dado que no recordáis ni quién sois ni de dónde venís, si os pluguiere podríais cubrir plaza de paje en esta casa hasta que os repongáis y toméis conciencia de vuestros orígenes.

Catalina no daba crédito a su buena estrella; podía quedarse cerca del muchacho y le daban casa y manutención hasta que recordara. Y recordar, únicamente, dependía de ella. De todas formas le pareció cosa de buen tino poner alguna objeción.

—Habéis sido tan gentil conmigo que me siento abrumado. No sólo os deberé siempre la vida, sino que además me recogéis a vuestra caridad. No puedo aceptar, es demasiado; amén de que no sé si sabría desempeñar con acierto los trabajos que tuvierais a bien encomendarme.

—No os preocupéis por ello, Alonso, yo necesito un paje. El anterior, a causa de su edad fue ascendido por mi padre y ha ocupado plaza de lacayo. Vos podríais ocupar la suya... si os conviene, claro es; caso de no ser así, tendré que buscar a otro. Me parecéis listo y dispuesto, y lo que no sepáis hacer estoy cierto de que lo aprenderéis rápidamente.

—No sé ni qué deciros ni cómo expresar mi gratitud, sólo os diré que me siento abrumado por vuestras atenciones.

—¿Qué tal os manejáis con la espada y la vizcayna, Alonso?

Catalina no se acostumbraba a oírse llamar así.

—Creo que jamás aprendí a manejarlas, pero no me acuerdo. Tal vez cuando lo intente... Tampoco sé si sabré montar a caballo.

—Bien, no adelantemos acontecimientos. Haced por curaros y luego andaremos el camino. —Y tras decir esto último, Diego se levantó de la silla para marcharse—. Reposad y recuperaos. No se hable más, vos tenéis casa y yo paje. Mañana regresaré para ver qué tal habéis pasado la noche. Que descanséis, Alonso.

Y saliendo de la estancia cerró tras de sí la puerta, dejando a Catalina sumida en un hermoso sueño.

Orando en la tumba

El regreso tuvo un color diferente. Don Martín de Rojo creyó por un momento que la rueda de la fortuna giraba a su favor y que, tras muchos años de penurias y calamidades, la hora de las vacas gordas había arribado. Salió de Madrid de madrugada, y partiendo de Puerta Cerrada se dirigió a la plazuela del Cordón para, a través de la calle de las Beatas Arrepentidas, desembocar en el puente de Segovia; y siendo como era todavía hora menguada
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anduvo con tiento, no fuera que desde alguna ventana, al grito de «¡Agua va!»
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le pusieran, a él y a su cabalgadura, de excrementos, orines y otras lindezas como bacina
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de clérigo. El tiempo era cálido y el día se anunciaba bueno; su buen caballo, que parecía intuir el regreso a casa, le obligaba a tascar el bocado so pena de salir al galope por las tortuosas y empinadas calles de la Corte y llevarse por medio a algún distraído viandante o algún amigo de Baco que a aquellas tardías horas aún anduviera por ellas. La voceada contraseña de la ronda y las luces de los faroles que la anunciaban, le dieron paz; cuatro corchetes mandados por un alguacil se acercaban, y el hecho era signo inequívoco de que el camino estaba franco de malandrines, valentones y gentes de germanía
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. Al cruzarse con ellos cambio el saludo y aprovechó el afortunado encuentro para indagar si estaba en el buen camino.

—Seguid por donde vais... más o menos una media legua. Cuando lleguéis al Mesón del Cuervo veréis una cruz que separa el camino de Móstoles del de Humera y que os indicará la dirección a seguir para Segovia. No tenéis pérdida, pero mejor haríais en hacer un alto y esperar a que saliera el sol.

—Os agradezco el consejo. Tal vez lo siga. Quedad con Dios.

—Que El os acompañe.

Y dando espuela, el hidalgo se metió en la madrugada.

El plan era subir hasta Segovia y de allí a Valladolid para después, atravesando la Tierra de Campos, llegar por Medina de Río Seco hasta Valencia de San Juan y luego por Villamañana hasta San Benito. El viaje lo haría en tres o cuatro jornadas, y no teniendo urgencia de llegar a parte alguna quería gozar del horizonte de paz que parecía abrirse ante él, amén de pensar, con despacio y sin urgencias en las cosas que le preocupaban y en la solución que a sus tribulaciones y angustias había dado don Jerónimo Villanueva.

Le apenaba en grado sumo que la reunión en San Benito para la presentación de la nueva priora y su tan esperada cita con el pronotario hubieran coincidido en el tiempo de tal forma que no le fuera posible acudir a la primera; por tanto, se hallaba en deuda con su querida hermana. Ahora más que nunca le debía una fervorosa oración, ya que gracias a ella, sin duda, había logrado el inmenso beneficio que su cita con el de Villanueva le había reportado, y ¡a fe que se lo había de pagar en misas y novenas!

El día clareaba y su cuartago trotaba alegremente cuando en la lejanía divisó un elegante coche de viaje que al tomar una curva del itinerario le mostró el tiro de seis caballos lujosamente enjaezados que lo arrastraban. «Es alguien importante —pensó—; será una buena compañía para el camino», y dando una ligera espuela en los ijares de
Rumoroso
lo instaló en un galope corto, y en un santiamén le dio alcance. El viaje transcurrió sin novedad y a don Martín le costaba recordar en el tiempo unos días más tranquilos y placenteros que aquéllos. Su buen caballo parecía adivinar su estado de ánimo, y trotaba feliz por caminos y senderos intuyendo que regresaba a casa. En más de una ocasión tomó un atajo conocido, que le evitó varias leguas de trayecto, pero recordando el consejo que le dio la ronda al salir de la Corte no se arriesgó a viajar, en ocasión alguna, desde que el sol se ponía hasta el orto. Pernoctó en mejores y peores posadas, según era la importancia de la población visitada, pero en conjunto halló buen aposento para él y paja seca y buen pienso para su cabalgadura. Un solo percance tuvo llegando a Medina de Río Seco. Divisaba ya la urbe cuando sintió que la silla de montar se alejaba de la cruz del equino; descabalgó al punto y, revisando los arreos, observó que habiéndose rasgado el agujero de la cincha donde se alojaba el pasador de la hebilla éste se había unido al siguiente y hacía que todo el conjunto, al haberse aflojado, se desplazara hacia atrás. Lo remedió provisionalmente con un trozo de bramante, que para estos casos llevaba en la alforja, y en cuanto se adentró en la población se acercó a un buen guarnicionero, cuyas señas le dio un lugareño y que en poco tiempo y por unas pocas monedas le hizo un apaño.

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