Catalina la fugitiva de San Benito (40 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—¡Primero tendréis que matarme!

—¡Si eso os place, sea como gustéis! ¡Voto al diablo!

Sin añadir palabra, los tres malandrines sacaron los garrotes que ocultaban bajo las capas y la emprendieron a palos con la muchacha. Catalina se desplomó en el suelo hecha un ovillo en tanto una lluvia de golpes caía sobre su cabeza, que empezaba a sangrar profusamente por una gran brecha que se abría en medio de su negro cabello, enrojeciéndolo. Se encomendó a la Virgen, creyendo que su último momento había llegado. En aquel instante dos jinetes embocaban la polvorienta calle; esto fue lo último que vieron sus ojos antes de perder el conocimiento.

Diego y don Suero, éste último con el guantelete de recio cuero todavía colocado en su puño y un halcón con la negra capucha sobre la cabeza posado sobre él, regresaban del campo de una sesión de cetrería en la que el escudero trataba de enseñar al joven pájaro a cazar torcazas. De repente, al internarse por una de las callejas de las afueras a fin de acortar el camino de regreso al palacete se toparon de bruces con la escena. Al punto ambos se dieron cuenta a la vez de lo que allí estaba sucediendo.

—¡Sus y a ellos don Suero, que son pocos y cobardes!

Diego había desenvainado y se precipitaba al galope sobre el grupo; don Suero, habiendo lanzado al suelo el encapuchado pájaro, al grito de «¡Santiago!» daba espuela a su garañón y el gran caballo entraba sobre el grupo como una fuerza de la naturaleza, al igual que lo haría una daga caliente en manteca de cerdo.

Al cabo de una hora Catalina despertó en el sofá moruno de una estancia noble, y lo primero que vieron sus ojos fue el rostro de un hermoso joven que a su vez la miraba con curiosidad y simpatía. «Me he muerto y estoy en el paraíso», pensó la muchacha. Y se volvió a desmayar.

La entrevista de Villanueva

Don Martín de Rojo dedicó la mañana a preparar la entrevista con el de Villanueva. Se levantó del lecho a hora prudente y se compuso despacio, intentando parecer un noble de la Corte y no un hidalgo de provincias. Vistió de negro, como tenía por costumbre, pero se permitió alguna licencia que diera un toque de elegancia y mundología a su severa indumentaria provinciana; se alivió con un cuello de golilla alechugada de Cambray y puños de puntillas blancos haciendo juego. Luego, sujetando los calzones de tafetán aterciopelado, se adornó con unas ligas de seda azul; las medias, según los dictados de la última moda, le engordaban las pantorrillas y se embutían en unos estrechos borceguíes con hebillas de plata que le achicaban el pie; en el chambergo se permitió la veleidad de una pluma morada, cosa inusual en él, y colgó al hombro mediante un broche un airoso y corto ferreruelo festoneado de pasamanería portuguesa, que daba un aire de sobrio lujo a la prenda que cubría el tahalí del que pendía su espada. Cuando terminó de acicalarse, miróse al espejo del armario y quedó satisfecho de su aspecto.

La entrevista era por la tarde y el lugar, el palacete del pronotario de Aragón, que estaba junto al convento de San Plácido. Tenía pensado acudir a la cita en una litera, que esperaba alquilar en la plaza de Herradores y, caso de no encontrarla allí, la buscaría en la plazuela de las Descalzas Reales, ya que las que en estos puestos se hallaban, estaban controladas por los alcaldes de la Villa y Corte, tenían los precios ajustados y era, por tanto, más dificultoso que se dieran casos de picaresca. Al ser hora temprana y disponer de tiempo sobrado, se dispuso a leer los avisos y noticias que, sujetos en tableros clavados en las paredes de las casas, dedicaba el alguacil mayor de la Villa a los ciudadanos de Madrid, y pensó que para muchas cosas mejor era vivir alejado de la Corte. Sin prisa pero sin pausa dirigió sus pasos al Mesón de Cándido, que tenía bien ganada fama de bueno y sin embargo no era excesivamente oneroso, ya que los precios que regían en la capital nada tenían que ver con los comunes de las provincias. Se acomodó en una mesa y al punto acudió solícito un mozo para tomar nota de su comanda. Pidió una bebida de hipocrás muy cargada de canela y remarcó al muchacho que aún tardaría algo en almorzar, pero que sin embargo le trajera el listado pues encargaría ya su yantar. Hízolo el mozo y don Martín, guiándose más por los importes que figuraban al margen que por la exquisitez de las viandas, escogió huevos con sesos aderezados con pimienta molida y asadura de carnero a la segoviana; luego, de postre dulce pidió un sorbete helado que desde hacía un par de años era la moda de la Corte. Todo ello sumaba siete cuartos y tres maravedís, y se permitió la licencia de pedir un licor de manzana que sin duda le subiría el tono vital, lo cual falta le iba a hacer para afrontar con buen ánimo su delicada misión. Disfrutando estaba de su bebida y, en tanto el mesón se iba llenando de personal, dejó correr su pensamiento.

Un dolor lacerante le acuciaba cuando recordaba el óbito de su querida hermana, la priora de San Benito. Desde siempre se sintió muy próximo a ella. Recordaba sus juegos infantiles y sus travesuras, y lamentaba terriblemente no haber podido estar junto a ella en su tránsito. Sabía por la información que le llegaba a través del doctor Gómez de León que estaba muy delicada, pero jamás sospechó que el trance final se hallara tan próximo. Amén de la tristeza que el hecho le provocara, estaba el espinoso tema de Catalina, que ya fuere por un vago sentido de responsabilidad o por las señas de su carácter que le había transmitido la monja, el caso era que sentía por su oculta hija una rara debilidad, sin menoscabo del amor que su corazón sintiera por Álvaro, al que había criado y querido desde la llegada a su casa aquella ya lejana noche de hacía casi quince años. Sin embargo, de haber podido intercambiar los caracteres de ambos jóvenes, lo hubiera hecho sin vacilar.

Su hijo estudiaba, con gran esfuerzo económico por su parte, letras y latines en Salamanca con excelente aprovechamiento y, sin embargo, no demostraba interés alguno por las disciplinas del cuerpo y los deportes que, para un muchacho, eran indispensables. En cambio Catalina, por las noticias que cada vez que acudía a San Benito le suministraba la priora, tenía sin duda un carácter validísimo para la milicia o para una vida de acción y, sin embargo, poco conveniente para el claustro, que es a lo que sin duda estaba destinada desde su más tierna infancia. El fallecimiento de la madre Teresa abría un gran interrogante a muchas cuestiones dado que era la única persona, junto con el viejo doctor y él mismo, que estaba en el secreto de los orígenes de la criatura. La fórmula de su mantenimiento y del cómo hacerlo en el futuro, amén de la dificultad de proveer los gastos de su toma de velo sin hacer partícipe de su secreto a la nueva priora, cosa que no creía en absoluto conveniente, constituía para él un arduo y, por el momento, irresoluble problema.

El mesón se iba llenando y él, por miedo a retrasarse luego, pidió su condumio. En tanto iba calmando las exigencias de su estómago se dedicó a observar a la parroquia que allí concurría: pequeños hidalgos, algún que otro clérigo, escribanos, comerciantes, una tapada con dueña y, finalmente, dos soldados de la guardia tudesca del rey que, estando libre, ocuparon la mesa ubicada a su diestra; su porte y uniforme los distinguía, rubicundos, altos, fuertes e imponentes, embutidos en sus ajedrezados uniformes rojos y amarillos, colores característicos de los Austria. Como no tenía cosa mejor que hacer, y sin casi darse cuenta, burla burlando se encontró prendido en la conversación que ambos mantenían. Por lo visto, su cristiana Majestad tenía la intención de acudir por la tarde a una reunión de trabajo a la mansión de su dilecto amigo y protegido, don Jerónimo Villanueva, grande del reino y pronotario de Aragón, acompañado de los excelentísimos señores don Luis de Haro y el duque de Medina de las Torres. Por un momento don Martín de Rojo, ante la coincidencia de tanto caballero importante, temió por su entrevista y por si acaso decidió partir lo antes posible y esperarse en las proximidades del palacio, no fuera a ser que, por uno u otro motivo, surgiera algún inconveniente y él perdiera la cita tan larga y ansiosamente esperada.

Llamó al mozo, pagó la cuenta y partió en busca de la litera de manos que le debía transportar al término de su viaje. La plaza de Herradores estaba a la vuelta de la esquina, y allí dirigió sus pasos. Tres literas esperaban pasajero, y don Martín se aproximó a la más aseada. Negra, con el techo de cordobán y cuatro pinas doradas en las esquinas de su tejadillo, el precio estaba visible en un cartelito adherido en el poste de la parada: cuatro reales por servicio, y cuatro asimismo eran los lacayos que se turnaban para transportar al viajero y que le ayudaron a subir. Una vez colocado en su interior y dicha la dirección adónde deseaba dirigirse, comenzó el bamboleante viaje. En tres cuartos de hora llegó a su destino, media antes de la prefijada para su cita. Pagó el periplo y al descender de la litera observó un movimiento, que entendió inusual para la calle. Estaba ésta cortada al tráfico normal de carruajes, y un sinnúmero de mirones invadían todos los rincones de la misma cambiando de lugar frecuentemente y levantando, al hacerlo, una polvareda insoportable. Una ingente cantidad de lacayos, pajes, criados y guardias con los colores de su católica Majestad se movían raudos, atendiendo cada cual a su avío y cumpliendo con sus obligaciones y mandados; un capitán de la compañía de Cazadores de Montesa cuidaba de dar órdenes y de que ningún ciudadano se acercara en demasía a la carroza real, que con tiros largos de seis caballos, cuyos plumeros se agitaban inquietos, esperaba a que el monarca tuviera a bien disponer de ella. Don Martín, poco acostumbrado a aquel ajetreo cortesano, se sentía incómodo. Cruzó la calle y se aproximó al oficial de guardia explicando quién era y a lo que venía; éste le indicó que esperara allí y fue a consultar al capitán lo que convenía hacer con el hidalgo. Al poco tiempo estaba de regreso, comunicando al de Rojo que podía entrar en el palacete.

Con paso tardo lo hizo éste, subiendo lentamente la escalinata. Llegando al zaguán le cerraron el paso dos alabarderos con las picas cruzadas; más preguntas y explicaciones. Otro oficial le demandó gentilmente que tuviera a bien entregarle su espada, hecho lo cual un ujier lo introdujo, finalmente, en una camarilla donde, al cabo de un corto espacio de tiempo, un secretario, que compareció silencioso como fraile descalzo, le comunicó que el excelentísimo señor don Jerónimo de Villanueva lo recibiría en cuanto le fuera posible. El hidalgo se desembarazó de la capa y se dispuso a esperar pacientemente.

Tres cuartos de hora habían transcurrido cuando el ilustre personaje compareció ante don Martín: jubón de terciopelo de Flandes, golilla rizada, calzas valonas, medias de color violeta sujetas por ligas plateadas, la peluca negra y corta a la moda del rey, bigote y perilla perfilados, y en el dedo anular de la diestra un anillo con el escudo de su casa vaciado en el negro ónix para poder, con él, lacrar las cartas y documentos. Su aspecto imponía. El de Rojo se levantó presto en tanto el ilustre personaje se acercaba a él solícito.

—Debéis excusarme. Los problemas de este oficio son continuos e imprevisibles; no podéis imaginar lo que me incomoda el saber que alguien me espera.

—Su excelencia sabrá perdonar la inoportunidad de mi cita. Si os incomoda puedo regresar otro día, cuando lo ordenéis.

—¡En forma alguna! Soy yo el que debiera excusarse. Además... cómo puedo saber, ¡pobre de mí!, si mañana será mejor o peor jornada. El servicio de Su Majestad no comienza ni termina a hora fija, es cuando es y como es; no hay día ni noche. Es por eso que debo acomodar mis asuntos a los tiempos que me queden libres, y ésos no los conozco jamás con antelación. Amén de que, si no estoy mal informado, vuesa merced es forastero en la Corte.

—Ciertamente. Pero no es óbice, insisto. Si hoy no os conviene, puedo regresar cuando os sea más propicio el día.

—Bien está como está. Sentaos y despachemos, eso sí, lo más diligentemente posible. No os respondo de que acabemos de un tirón la encomienda; si me reclaman, como podéis comprender, no tengo elección. Los negocios del rey no admiten espera.

—Sea como fuere, contad con mi humilde persona como vuestro más fiel servidor. Ni que decir tiene que me hago cargo de la dificultad de vuestra tarea.

Ambos hombres se sentaron en los sillones de caoba de Cuba del despacho del pronotario. El gentilhombre tuvo la delicadeza de ubicarse frente al hidalgo y no ocupar su sitio habitual, para que no les separara la gran mesa llena de legajos y carpetas.

—Bien, amigo mío, comenzad. Pero tened en cuenta que el señor duque de Albuquerque ha tenido a bien ponerme al corriente de vuestras tribulaciones y problemas; centraos por lo tanto en vuestras demandas, que yo haré cuanto pueda por satisfacerlas y complacer así a mi buen amigo.

—Está bien, excelencia, intentaré ser conciso y claro. Veréis, mis cuitas tienen dos vertientes.

El hidalgo explicó lo más brevemente que supo y pudo sus problemas económicos y la persecución que, a su entender sin causa, sufría por parte del Santo Oficio.

—¿Y el desencadenante de todo este triste embrollo decís que no es otro que la infortunada frase referida a la falta de brazos en el campo a causa de la expulsión de los moriscos que llevó a cabo el padre de nuestro rey y señor, Su Majestad el buen monarca Felipe III, que el Señor tenga en su gloria?

—Así es, excelencia, aunque parezca imposible que una causa tan mínima tenga tan vidriosas concomitancias.

—¿Y decís que han molestado a deudos y a amigos?

—Eso digo. Mi médico y amigo de toda la vida, el doctor Gómez de León, su partera, mis parientes de Valladolid; hasta mi hijo, que estudia en Salamanca, cree haber sido visitado.

—Pero ¿intuís lo que buscan o pretenden?

—Lo ignoro, excelencia, pero malo es que indaguen. Esas gentes encuentran donde no hay, y hasta que deciden que no hay caso pueden pasar mil penas y calamidades, y no es la menor el que te incomuniquen en una celda un par de años sin decir de qué te acusan ni explicar quién es tu denunciante.

—¿Y cuál es vuestra petición, amigo mío?

—En principio deseaba ser nombrado familiar de la Inquisición, por las innegables ventajas que el cargo reporta. Pero, dadas las circunstancias, sólo aspiro a que no incomoden ni a mí ni a los míos.

El de Villanueva quedó pensativo unos instantes, luego se levantó y sus pasos midieron el salón, arriba y abajo, varias veces.

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