Catalina la fugitiva de San Benito (104 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Catalina, tras sacarse aquel peso de encima, se puso en pie. El doctor Carrasco la observaba con ojos cínicos.

—¡Por vida de... que no os comprendo!

—Son cuestiones de alta política. A mí, y por lo tanto al Santo Oficio, nos conviene que podáis llegar a Madrid antes de cinco días.

Yo ya he empezado a cumplir nuestro pacto; esto es la prueba de mi buena fe. Cumplid vuestra parte ahora. —Luego señaló al muerto—. Soy testigo de que habéis discutido en mi presencia y él ha sido el primero en desenvainar; éstas son nimiedades, cosas que a veces ocurren pero que en nada os afectarán. Además, dado nuestro acuerdo, él —señaló al muerto— constituía un incómodo testigo.

El final del túnel

Cuando ya hubo cumplido el juramento que se hizo a sí misma tras la muerte de Diego, Catalina se sintió vacía, Regresó a la Corte acompañada de Lorenzo y percibió que otros acontecimientos habían ocupado la atención de las gentes y su caso había pasado a segundo término. Las tropas españolas estaban pasando un mal momento; además de la sempiterna guerra de Flandes, en Cataluña soplaban aires de revuelta, y de esto era de lo que se hablaba en los mentideros de las gradas de San Felipe. Únicamente faltaban dos cosas para redondear su plan. Los valimientos de gentes importantes como el señor de Villanueva, pronotario de Aragón y protector de San Plácido, el duque de Alburquerque y, sobre todo, las influencias del obispo Carrasco, consiguieron que la revisión de su proceso se pusiera en marcha y tras la declaración de Álvaro de Rojo desdiciéndose de lo testificado anteriormente, el apoyo del capitán Contreras, que fue testigo del incidente en la casa de María Cordero y la confesión del alférez Campuzano, denunciado por el señor de López Dóriga a instancias de don Martín de Rojo, que acompañó a su «hijo» a Madrid y al que la mancuerda del potro soltó la lengua, fueron determinantes para que el indulto del rey se sumara a la revisión de la sentencia. Catalina quedó libre y el honor de Diego de Cárdenas fue restituido. Luego se dispuso a visitar a María Cordero en la prisión de mujeres de la Trinidad, allí pudo abrazarla y prometerle que haría cuanto estuviera en su mano para intentar que el caso fuera reabierto y poder sacarla de allí. Después acudió a ver a don Pedro de la Rosa, al que encontró muy quebrantado y a quien agradeció todas las penurias que por ella había sufrido. Intentó ver a la Andrade, pero ésta, arropada por un protector, había salido de Madrid, y después fue a despedirse de uno de sus grandes amigos, don Pedro Pacheco; por último se llegó a la calle de los Francos a dar un abrazo a Dorotea.

Finalizadas las gestiones que le habían retenido en la Corte, dirigió sus pasos, acompañada en esta ocasión por don Suero, a Quintanar del Castillo. Al acudir a aquellos lares la proximidad de San Benito le trajo tristes recuerdos. No podía apartar de su mente a Blasillo, al que debía la vida y que había pagado con la suya, rindiendo culto a la amistad que habían forjado desde niños. Luego pensó en Casilda y se prometió que pronto la vería.

Llegaron una mañana y tras buscar acomodo en una posada Catalina se dirigió a la casa solariega del hidalgo. Rogó a don Suero que la aguardara allí, ya que esta última visita la quería hacer sola.

Cuando dijo al lacayo que le abrió la puerta quién era, al instante, tras consultar en el interior, la hicieron pasar a la pequeña estancia que se encontraba junto al gabinete de trabajo de don Martín. Catalina traspuso el arco que separaba ambas habitaciones y encontró ante sí un hombre envejecido. Su tutor de San Benito parecía otra persona. Cuando ella se acercó, vestida como iba de hombre, se adelantó y sin nada decir la acogió en sus brazos; luego la apartó y la miró fijamente... No hicieron falta muchas palabras.

—¡Qué inmerecidamente orgulloso me siento de vos, hija mía!

Catalina observó aquellos ojos grises rodeados de un sinfín de finas arrugas, que la miraban con ternura, y tuvo la certeza de que el hidalgo era su padre.

Se sentaron ambos en el sofá del fondo. A lo primero ninguno de los dos habló; luego un torrente de preguntas y respuestas se cruzaron entre los dos. El hidalgo no consideró oportuno enconar a Álvaro con su hija, ya que nada bueno podía aportar, y le dijo una media verdad.

—Sí, Catalina, sois hija mía. Os tuve fuera del matrimonio y vuestra madre murió en el parto, pese a los cuidados de mi médico, el doctor Gómez de León. ¿Qué podía hacer yo sino entregaros a mi querida hermana, la priora de San Benito, para que cuidara de vos? De esta manera entraríais en religión a vuestra mayoría de edad y yo podría seguir atendiendo vuestras necesidades, como siempre hice, y, aunque en pocas ocasiones, seguir asimismo viéndoos cada año.

—¿Por qué no me lo dijisteis antes? ¡Tenía tanta necesidad de saber quién era y de dónde venía!

—Pensaba decíroslo cuando tomarais el velo, pero la muerte de mi hermana y vuestra huida trastocaron todos mis planes.

—¿Por qué me quiso hacer tanto daño vuestro hijo?

—No se lo tengáis en cuenta, A mi pesar, es un ser débil y muy influenciable; los favores y la personalidad de don Cristóbal López Dóriga lo obnubilaron. ¡Perdonadlo! ¡Os lo suplico! Su arrepentimiento y posterior declaración desdiciéndose de todo cuanto había afirmado anteriormente le hacen acreedor de vuestro perdón; guiado por sus remordimientos ha ingresado en los frailes menores de San Francisco.

Catalina quedó unos instantes pensativa.

—Pero contadme. ¡Tenéis tanto que explicar!

Entonces ella relató a don Martín todos los detalles de su vida. Fue como dejar la página en blanco; jamás había hallado en su interior tanta paz.

—... Y no os preocupéis, que a los culpables de la muerte de mi tía y hermana vuestra les ha llegado la hora del castigo. Es uno de los pactos a los que he llegado con el obispo.

Ciertamente una comisión mixta de los jesuitas, que envió fray Antonio de Sotomayor, confesor del rey, y del Santo Oficio entró a fondo en las interioridades de San Benito y del mismo modo que anteriormente todas las monjas y novicias parecían hipnotizadas por el fraile, ahora la corriente transcurrió en sentido contrario y fue pasando de unas a otras. Las acusaciones se sucedieron en cadena, siendo la de Fuencisla, a la que Rivadeneira había hurtado su hija, la más virulenta; determinante fue el descubrimiento del pasadizo de la sacristía, al igual que la declaración de Antón Cifuentes, marido de Casilda, que había observado en mil ocasiones los viles manejos del fraile. Todo salió: la muerte de la madre Teresa, la incuria que se cometió con Blas, el sordomudo, los falsos milagros, los sermones de los alumbrados. Sor Gabriela y el fraile, al verse presionados, arremetieron el uno contra el otro como basiliscos; desde lejos el obispo Carrasco avivó los vientos del odio para que ambos se acusaran mutuamente. La sentencia fue ejemplar para que la mala simiente no fructificara en otros conventos. Casi todas las monjas fueron repartidas entre las comunidades de otras abadías de la orden y un nuevo grupo de mujeres habitó San Benito. Rivadeneira fue suspendido
a divinis
y recluido en la prisión que en Zamora tenía el Santo Oficio y sor Gabriela, reducida a monja llana, fue enviada a otro convento del que no podría salir sin una expresa orden del obispo y confinada allí de por vida.

Catalina, cumpliendo la promesa hecha y condicionada a que el buen nombre de Diego fuera restituido, entró en religión; su dote la ofreció el señor de Cárdenas, que ya más recuperado fue su padrino. Allí estuvieron don Martín y su esposa, doña Beatriz de Fontes, sus hermanas, Sancha, Violante y Elvira llegada de Sevilla con su marido y con su hijito, don Suero de Atares y don Pedro Pacheco, Leonor y Casilda con sus respectivos maridos e hijos.

Cuando le llegó el turno a Catalina, a la que arrodillada ante el altar el padre Arriaga preguntó qué nombres escogía para ser reconocida en su nuevo estado, su voz sonó clara y rotunda:

—A partir de hoy y hasta el fin de mis días quiero ser conocida como sor Santiago de San Blas, ya que ambos son los nombres que más he amado.

Los ojos de don Martín de Rojo brillaban pensando en lo feliz que hubiera sido su hermana, de haber vivido para presenciar aquella ceremonia, y pensó que su familia, al transcurrir los años, tal vez diera a la orden otra priora.

Prefacio y final

La reverenda madre Santiago de San Blas agonizaba. Todo el monasterio de San Benito parecía intuir el inminente desenlace, y tanto las personas como los animales y aun las cosas permanecían expectantes; un ruidoso silencio lo presidía todo, y los sonidos eran los justos y necesarios para cada circunstancia. Lo que era y representaba la reverenda madre lo demostraba la pequeña multitud de lugareños que, en cualquier medio de transporte, habían acudido a las puertas del convento a la espera de no se sabía concretamente qué cosa; caballos, acémilas, burros, carricoches, alguna que otra galera, todo servía para que hombres, mujeres, niños, campesinos, algún pequeño hidalgo, criados, escuderos, lacayos de casas solariegas, arrieros, allí hubieran coincidido sin ser avisados por nadie y traídos, únicamente, por las noticias que lleva el viento y que las gentes sencillas, agradecidas y de corazón limpio perciben al punto.

Los alrededores del lugar estaban atestados y ni tan siquiera los niños se atrevían a organizar sus ruidosos juegos. Las gentes esperaban. En circunstancia tan especial, la iglesia del convento permanecía abierta y veinticinco monjas de las treinta y tres que formaban la comunidad, más todas las novicias y postulantas y asimismo las dieciséis recogidas, rezaban sin cesar los quince misterios del santo rosario.

En la celda de la moribunda, el resto de la comunidad oraba a los pies de la cama en tanto la prefecta de novicias y el muy anciano padre Javier Arriaga, sacerdote jesuita, confesor de la monja y cura del monasterio, lo hacían atentos a la enferma, junto a un costado de la cabecera, mientras en el otro el doctor Ruy Pablos acercaba una astilla encendida que sostenía en su diestra a la pupila del ojo derecho de la moribunda, cuyo párpado superior mantenía abierto con la yema del dedo pulgar de su otra mano, para ver si dilataba. Una aspiración más profunda que las demás, una parada, otra aspiración y la expiración total del aire de los pulmones, que al salir emitió un gorgoteo especial... La monja y el sacerdote se miraron y después dirigieron su mirada al físico.

—La reverenda madre ha dejado de sufrir —dijo éste.

La madre Santiago de San Blas había exhalado el último suspiro, y sin embargo había oído perfectamente la última frase del doctor Ruy Pablos. Su corazón había dejado de latir, pero su cerebro seguía emitiendo una leve corriente, suficiente para que su pensamiento aún no remitiera; tenía segundos, a lo mejor ni tan siquiera enteros, quizás fracciones, para revisar en un instante su vida y pedir por última vez perdón a Dios a través de su Santísima Madre, de la que fue siempre muy devota. Como en un caleidoscopio gigante, pasaron ante ella todas las situaciones y momentos en los que tuvo que tomar decisiones terribles que afectaron tanto a ella como a personas cuya trayectoria vital hizo que estuvieran próximas a ella. Pensó que obró bien y mal, pero que sin embargo el Señor, al que tanto deseaba ver, sabría, en su misericordia infinita, hacer balance de sus actos; jamás creyó que nadie se condenara o salvara por una sola acción... Allá arriba sumarían y restarían y el saldo final sería lo importante. El carácter forjaba el destino de las personas y nadie nacía escogiendo el suyo. ¡Y a fe que a ella le había correspondido uno harto singular! Lejos, muy lejos, una campana tocó a difuntos; su curiosidad y su esperanza, por un igual, vencían una vez más a su angustia, segura como estaba de que sus santos patronos Santiago y Blas la conducirían ante la presencia del Altísimo y de toda la corte celestial. El gran momento se aproximaba, su alma iba a encontrarse con el Gran Hacedor... y no sentía temor alguno. De nuevo en San Benito redoblaron las campanas. La anciana madre ya no pudo escuchar el último tañido. La gran campana tocó a difuntos toda la noche...

Corolario

A los veinticuatro días de la muerte de la reverenda madre, el viejo judío Elías Yed-Amircal recibía en su casa de Estambul un paquete sellado y lacrado, proveniente de Madrid.

Tomó unas tijeras y rompió los sellos de los lacres... Ante sus asombrados ojos apareció el códice que su hermano Josué, que había marchado a Lisboa hacía más de cuarenta años, había llevado consigo. Además de una leyenda en su primera página bendiciendo a la persona que lo encontrara y lo remitiera a sus dueños rubricada de su puño y letra, apareció la página que faltaba antes de partir con la señal escarlata que él, su abuelo ya difunto y dos de sus hijos tenían en la espalda, y a su lado un nombre: LACRIMA DEY.

Barcelona, 8 de junio de 2000

Fin

1
Eran la policía del S. O. Perseguían como lebreles a los inculpados y tenían grandes ventajas; pagaban muchos menos impuestos y no podían ser juzgados por los tribunales ordinarios.

2
Sopa que se repartía en según qué conventos, adonde acudían ciertas damas a ayudar a los frailes o monjas en tal menester.

3
Redoble de tambor que indicaba al Tercio que debía retirarse con orden y pausa, sin perder la cara al enemigo y recogiendo a sus heridos y muertos.

4
Se decía por «sacar la espada».

5
Grupo de hombres armados que, reunidos por el alguacil, recorrían los caminos y eran el terror de los delincuentes.

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