Categoría 7 (26 page)

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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Categoría 7
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Era una afirmación que nunca pensó volver a oír, ni siquiera en su cabeza, pero sin embargo la voz fue tan clara, tan seca, británica e irritante hasta la médula que Jake abrió los ojos y contuvo la respiración durante un instante, hasta que su conciencia convenció a su imaginación de que el profesor Rutherford Blake no se encontraba de verdad allí, mirándolo fijamente.

No, el cubículo, los monitores, el rumor de fondo del servicio de inteligencia más brillante… Todo era como debía ser.

«No perdía nada por mirar en los espacios en blanco».

Dispuso todas las hojas de datos en sus monitores de modo que pudiera verlas simultáneamente y luego dejó escapar un suspiro irritado.

—¿Cómo se supone que encuentre los condenados agujeros? —murmuró.

Todos los parámetros habían sido contrastados con los demás. No había agujeros. Había controlado todo varias veces. Había algunos gráficos cuyas líneas se asemejaban a los de otros, pero los datos que señalaban no estaban relacionados, haciendo que las similitudes visuales fueran únicamente casuales.

«El clima es un sistema caótico, azaroso por naturaleza». Ésa era la frase favorita del profesor Blake. La repetía constantemente, como un sacerdote impartiendo la bendición.

Jake se puso de pie y se dirigió a la pequeña cocina en un extremo de la oficina. Necesitaba una Coca-Cola y la necesitaba ya. El descenso de azúcar en la sangre era el único motivo por el que podía estar reviviendo las clases con el profesor Blake. Eso o aceptar que, a pesar de poseer la mejor tecnología al alcance de la mano y acceso a todos los archivos existentes sobre clima, no tenía ni idea de nada, como si estuviera en primer curso de la universidad. Su sangre necesitaba azúcar del mismo modo que su cerebro necesitaba respuestas.

«El cerebro absorbe el caos y lo organiza. Por eso la gente siempre te dice que "lo dejes descansar un poco"».

Jake se detuvo de repente. «¿Qué profesor le había dicho eso?».

Blake desde luego que no. Él nunca usaría un cliché para explicar algo. Había sido uno de los buenos profesores. Al menos uno de los pocos que no había montado un escándalo a causa de sus trabajos finales. Y le había escrito una carta de recomendación. Jake podía verlo. Con el cabello atado en una larga coleta, su barba descuidada, como viejo hippie, su pipa, un Saab y una esposa a quien no le importaba que un corrillo de alumnos estuviese siempre dando vueltas por su casa, intentando sonar como intelectuales. Ella incluso los había alimentado, y como perros vagabundos, ellos siempre regresaban.

Jake se detuvo frente a la máquina, puso las monedas en la ranura e irritado consigo mismo por distraerse, apretó los botones para que cayera una Coca-Cola normal, un poco más fuerte de lo necesario. Los recuerdos podían esperar para otro día. En este momento, necesitaba una dosis de realidad tanto como necesitaba una dosis del producto verdadero: verdadera cafeína, verdadero azúcar, pistas verdaderas. Era una pena que las respuestas no vinieran en una lata.

Capítulo 26

31 de mayo, 16:57 h, costa este de Barbados.

Las aguas que rodeaban las costas de las pequeñas islas eran más cálidas que las que la tormenta había usado para alimentarse, y la seducción resultó ser irresistible.
Simone
se había desplazado en un largo y elegante arco hacia la isla más septentrional de la cadena de las Bahamas; sus habitantes comenzaron a notar los efectos mucho antes de su llegada.

La caída en la presión de aire proporcionó una curiosa euforia a los preparativos, mientras las ventanas eran selladas y los objetos al aire libre asegurados. Los animales se refugiaron en sus madrigueras y nidos y los pájaros volaron, bordeando los vientos que aumentaban su fuerza. Los animales domésticos se acobardaban y aterrorizaban, con sus instintos embotados mientras dueños se ocupaban en cosas más importantes.

Las lluvias habían comenzado casi al amanecer, y las playas y dunas ya estaban siendo barridas en varios lugares desde el interior de la isla, y aplastadas en otros por el intenso oleaje marino. La hierba se ondulaba al paso del ululante viento y las palmeras se sacudían como mareadas, hasta que alguna perdía por completo el equilibrio y caía con estrépito. Libres para arrastrarse o para volar, los árboles se movían sin rumbo por el suelo y sin respetar objetos más grandes, más pesados o más seguros. Las puertas de cristal y los perros vagabundos no eran obstáculo para la fuerza de arrastre que llevaban consigo.

El caos se intensificó cuando empezó a extenderse la prematura y aterradora oscuridad, y la tormenta, con toda su furia, trajo consigo la oscuridad de la medianoche cuando la caída del sol debería haber tenido lugar, e introdujo los aullantes vientos del infierno en aquel delicado paraíso. Sopló desde el mar con toda la fuerza de su vórtice curvado a sus espaldas, arrancando, desgarrando, desenterrándolo todo, imparable. La arena de la playa se convirtió en minúsculos misiles que atravesaban las prístinas superficies, dañando la piel, arrancando el color y la vida de todo lo que encontraba a su paso.

Como una máquina gigantesca, los oscuros vientos rugían sobre el terreno llano, adueñándose de los tejados, en donde tejas, pizarras o revestimientos de alquitrán, con sus secretos bordes aerodinámicos capturados por el impulso de la tormenta, eran catapultados hacia el aire; a veces, cayendo para estrellarse sobre los caminos u otros tejados; otras, dando saltos en la oscuridad, deteniéndose tan sólo cuando chocaban con cualquier objeto que bloqueara su camino.

En sus casas recién descabezadas, la gente se ocultaba bajo los muebles, en los marcos de las puertas y en los armarios, temerosos de la lluvia que los golpeaba desde lo alto y de las corrosivas aguas que brotaban por debajo de las puertas y a través de grietas en las paredes que ya no eran estables. Llorando y pidiendo piedad y una ayuda que nunca llegaría, observaron cómo sus pertenencias se desintegraban y su existencia se derrumbaba ante la furia de la tormenta que les arrebataba el futuro, reemplazando la ansiada tranquilidad con vacío y violencia, barro y lágrimas.

Como si estuvieran alimentados por gigantescos fuelles, los vientos crecieron, elevando los mares. En el aire, el agua se estrelló contra cualquier obstáculo, animado e inanimado. Cayendo sobre la tierra, se deslizó con furia sobre ella. Los más afortunados fueron arrastrados entre las aberturas y quedaron magullados pero vivos y a flote. Otros murieron atrapados en donde habían creído estar seguros.

Sin haber abatido su furia,
Simone
continuó avanzando y buscando nuevas aguas para satisfacer su insaciable apetito.

Capítulo 27

Miércoles, 18 de julio, 7:30 h, McLean, Virginia.

Jake alzó la vista al oír los pasos que se detenían cerca de su cubículo. La curiosidad se superpuso a la sorpresa al ver que su visitante era Tom Taylor.

—¿Tienes un minuto? —Tom tenía un aspecto pésimo.

—Claro —respondió Jake, titubeando, y se puso de pie para seguirlo por la «autopista de los cubículos» hacia la sala de conferencias.

—¿Tienes algo para mí? —preguntó Tom sin perder tiempo, apenas Jake cerró la puerta.

—¿Sobre
Simone
?

—Sobre cualquier cosa.

—No, todavía estoy buscando un común denominador para el orden de las tormentas, pero el Servicio Nacional de Meteorología acaba de clasificar a
Simone
como categoría 4.

—¿Qué han hecho qué? —Tom lo miró fijamente—. ¿Cuándo? La noche pasada la consideraron de categoría 3.

—Hace unos cuatro minutos. Zigzagueó a través de las Bahamas en veinticuatro horas, tocando tierra en cinco ocasiones y después se dirigió hacia el oeste. No ha cambiado de posición de modo apreciable en las últimas tres horas.

—¿Eso es normal?

—En realidad no hay nada normal cuando uno habla sobre el clima. Los huracanes no suelen detenerse habitualmente, pero a veces sucede.

Tom dejó escapar un suspiro irritado que tenía algo de indecente.

—Esa puta está creciendo mucho. Necesito saber si nuestros amigos tiene algo que ver con esta última intensificación —le dijo, y salió de la sala.

Jueves, 19 de julio, 17:15 h, Distrito Financiero, Nueva York.

Davis Lee miró a través de la ventana de su oficina al agua y al cielo en la lejanía. Brooklyn brillaba bajo el calor. Había un centelleo sobre el agua y una especie de brillo apagado en la niebla rojiza que se extendía sobre ella. La ciudad necesitaba una buena ducha para limpiar el aire, y Davis Lee necesitaba algunas respuestas firmes para ajustar su mente, que había estado dando vueltas al correo electrónico que había recibido de Elle hacía apenas una hora.

Elle había demostrado ser una excelente investigadora, lo cual era bueno y malo a partes iguales. Malo porque si ella podía encontrar algo, también lo podían hacer otros. Descubrir los secretos más profundos de una persona no era muy distinto a encontrar una civilización perdida, o al menos eso le parecía a él. Uno se podía pasar años especulando hasta que un día alguien, encontraba un sendero en medio de una selva hasta entonces impenetrable. Podía haber un tesoro de información desconocida esperando ser utilizada, pero lo primero siempre dejaba un rastro evidente. Y en el caso de la información perturbadora que Elle había hallado sobre Carter, el rastro tenía que ser tapado de modo que Davis Lee pudiera sintetizar las revelaciones a su antojo y decidir qué hacer al respecto. Todo en estos días tenía un lado oscuro, incluso la filantropía, y Davis Lee tenía que asegurarse de dirigir la discusión para así poder controlar las conclusiones. No iba a dejar que nadie hundiera el barco de Carter. Ni siquiera Carter.

Era bien sabido que Carter no era hombre que guardara sus opiniones para sí, y una de las cosas sobre la que había opinado ad náuseam era el medio ambiente. También era cierto que estaba en los consejos de la mayoría de las organizaciones sobre medio ambiente, pero, esa mañana, Elle había descubierto que Carter era un hombre que no sólo hablaba sobre el tema y actuaba en público en consecuencia, sino que también hablaba y actuaba en privado.

En voz baja, en África central.

Hacía unos quince años, Carter, había creado una fundación cuyo objetivo, aparentemente, era convertir partes del Sáhara y el Sahel en tierras cultivables, o quizás en una selva. Era un objetivo loable; Davis Lee no podía criticar las intenciones de su jefe, pero parecía ser una elección extraña. El medio ambiente estaba destruido en muchos lugares y podía haber elegido una zona más cercana a su hogar.

Dada la cantidad de dinero que Carter había estado enviando a la fundación desde sus comienzos, podía haber sido capaz de invertir en muchos asuntos locales, y, de paso, habría podido utilizar semejante material para una campaña presidencial. Eso sería fácilmente comprensible, así que el motivo por el que había decidido ignorarlo, favoreciendo una causa tan lejana, literal y figuradamente, que no le proporcionaría publicidad era algo que no terminaba de encajarle a Davis Lee.

Si las noticias sobre la existencia de la fundación salían a luz, y eso sucedería, sería difícil convencer a los votantes de que era bueno que un hombre que vivía en los campos de Iowa, y que tenía más dinero que el que podía gastar en varias vidas, se preocupaba tan profundamente por recuperar un desierto a medio mundo de distancia. Los matones del personal de campaña de Benson se frotarían las manos y utilizarían semejante información para situar a Carter en el lado equivocado de los asuntos importantes, desde el destino de la ONU hasta la ética en los avances científicos.

Sin embargo, la imagen no lo era todo, y las dos preguntas que inevitablemente Davis Lee no quería que nadie hiciera eran las que flotaban amenazadoramente en su mente: ¿Por qué demonios Carter quería hacer algo tan ambicioso —incluso demente— y por qué mantenerlo tan oculto?

La pregunta que Davis Lee no estaba ni siquiera seguro de querer conocer la respuesta era si en ello no tendría algo que ver la antigua obsesión de Carter: la manipulación climática.

Se giró al oír un suave golpe a la puerta.

—¿Tienes un minuto?

Kate estaba de pie en la puerta, con un aspecto tan agotado como el suyo, lo que le hizo sentir mucho mejor. Ella tenía que estar cansada. Le había dado una montaña de nuevas responsabilidades durante los últimos días para ver cómo se las arreglaba. Hasta el momento, todo iba bien, y los datos que estaba suministrando mantenían su nivel habitual. También estaba obteniendo resultados.

Durante meses había estado intentando convencer, sin éxito, a Carter de ampliar el área de inversiones para incluir los mercados energéticos. Hasta la semana pasada. En el momento en que el presidente había anunciado la formación de la coalición energética, Carter había cambiado de opinión, y Davis Lee había tenido que modificar el rumbo aceleradamente. El trabajo extra que le ocasionaría a él y a sus subalternos no era asunto a discutir. Cualquier cosa que les permitiera colocar a la compañía en mejor posición a largo plazo y a ocupar un lugar más prominente en la mesa de discusiones era lo que deseaban.

Se pasó una mano por el rostro.

—Puede que tenga un minuto. ¿Vas a decirme que este maldito sol va a desaparecer?

—No soy tan buena mentirosa. Pero puede que tengamos algo de mal tiempo pronto.

—¿Cuándo?

Kate se encogió de hombros.

—Tal vez mañana.
Simone
está causando varias tormentas en la costa y la depresión atmosférica del Golfo parece estar a punto de tomar un tren expreso en dirección norte.

Él sacudió la cabeza.

—Demonios. Lo puedes palpar en el aire ahí afuera.

—Esto es Nueva York. La gente ha probado el aire de afuera durante doscientos años. Acostúmbrate.

Con una risa, se reclinó en su silla y le hizo señas para que entrara.

—¿Cómo te va?

—Aceptando el desafío. —Ella se sentó en una silla delante de la mesa.

—Bien. Eso es lo que imaginé que harías. ¿Cuándo vas a tener esos informes que te pedí?

—La semana que viene.

—¿Puedes darte un poco más de prisa?

—Ya me la estoy dando «Chica dura». Sonrió mientras buscaba el vaso con San Pellegrino helada que se había servido unos minutos antes.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Me voy a Washington dentro de una hora para el congreso.

Él enarcó una ceja, animándola a explicarse un poco más. Ella se rió y miró por la ventana durante un momento, haciendo que él se preguntara qué demonios estaba sucediendo.

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