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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (30 page)

BOOK: Categoría 7
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Él le sonrió con simpatía por un momento, sin decir nada, preguntándose si su radar estaba recibiendo las señales correctas. O ella era increíblemente ingenua o le estaba lanzando un anzuelo, y había una única manera de saber la respuesta.

—Bueno, deberías, por lo menos, comenzar el fin de semana con algo agradable. ¿Quieres ir a tomar algo? Voy a Echo —ofreció, nombrando al ruidoso, brillante y concurrido bar del edificio de al lado.

Ella lo miró, insegura y agradecida a la vez.

—¿Estás seguro? Quiero decir, ¿sería correcto?

«Dios mío, muchacha, que lo estás untando con demasiada pasta».

—Si tienes más de veintiuno y estás sedienta.

—Pero trabajo para ti.

—Elle, no imagines nada raro. Soy del Sur, pero he evolucionado. Y no estoy buscando problemas; simplemente me apetece tomar un buen bourbon —dijo entre risas—. Puedes venir conmigo, o no.

Ella se sonrojó y apartó la vista mientras se abrían las puertas del ascensor.

—No he querido decir… gracias, me encantaría tomar una copa.

—Ya somos dos —dijo él, haciéndole un gesto para que entrara en el ascensor delante de él.

Ella esperó a que las puertas se cerraran antes de mirarlo.

—La verdad es que quería hablar contigo de un asunto.

Él quiso hacer un gesto con los ojos. «Pues claro que sí, cariño».

—Dispara a discreción.

—Puede esperar a que pidamos la copa —respondió ella suavemente.

Le sonrió, y Davis Lee se encontró mirando a un par de ojos azules que no reconocía; tenían una expresión distinta a todas las que había visto hasta entonces, y se preguntó si no acababa de entrar en una trampa bien urdida. Dejando escapar un suspiro que no se percató de haber retenido, se dio cuenta de que la noche se había vuelto infinitamente más interesante y peligrosa. La muchacha no era una chiquilla.

Viernes, 20 de julio, 19:30 h, Playa Gerritsen, Brooklyn.

—Hola. Siento llegar tarde —dijo Kate mientras abría la puerta del apartamento de planta baja de sus padres.

La madre de Kate alzó la vista del crucigrama, miró fugazmente a su hija a los ojos y luego al reloj digital del vídeo en una esquina.

—¿Tráfico?

—No. Trabajo. El tráfico era fluido. Ya han salido todos rumbo a la playa —respondió Kate con un tono desenfadado—. Va a ser un fin de semana espectacular. Puede que refresque un poco mañana, pero las lluvias no comenzarán hasta mañana por la noche.

—Eso dicen. Te vas a bucear mañana por la mañana, ¿verdad? —Teresa Sherman se levantó de la mecedora y comenzó a dirigirse hacia el otro extremo del apartamento.

«Bueno, el de esta noche es el Plan C, lo cual significa que el sermón no comenzará de inmediato». Después de dos años, Kate sabía que no era un pequeño gesto piadoso, sino una táctica.

«Después de todo, retrasar la satisfacción es de lo que se trata el martirio». Hizo un gesto frente a la culpa que la invadió de inmediato y se sintió como una completa cretina. Tomando aliento y decidiendo —una vez más— ser más paciente, Kate dejó su bolso en el suelo cerca de la biblioteca repleta de ediciones baratas, en la sala, y siguió a su madre hacia la cocina.

—Salimos a las cinco —se quejó—. De Montauk Point. Voy a tener que levantarme a las tres para llegar a tiempo.

—Deberías pasar la noche aquí.

«¿En esta casa de placer? No, gracias».

Kate se mordisqueó el interior de la mejilla como penitencia por su incapacidad de ser razonable por más de un segundo a la vez. «Probemos de nuevo».

Mantuvo el tono de voz alegre.

—Gracias, pero no me gustaría molestaros tan temprano.

Desde donde estaba frente al fregadero de la cocina, dando la espalda a su hija, Teresa hizo una breve pausa para cambiar al segundo tema menos favorito de Kate.

—Miriam se traslada a finales de agosto. Estaba en el apartamento de enfrente, el que volvimos a pintar en el verano. No voy a empezar a poner anuncios hasta la semana que viene. Si lo quieres, es tuyo.

Sus padres eran dueños de tres pequeños edificios de apartamentos en el barrio y le habían estado ofreciendo todos los que quedaban libres desde que ella había vuelto a la ciudad tras finalizar la universidad. Ellos no esperaban que la respuesta fuera negativa, y nunca dejaban de intentar hacerle cambiar de opinión. Kate se obligó a sonreír aunque Teresa no pudiera verla, y luego apoyó sus manos en los delgados hombros de su madre y la abrazó afectuosamente.

—Gracias, mamá, pero no, gracias. Me sigue gustando DUMBO. Hay un Starbucks al lado y puedo ir en bicicleta a trabajar cuando hace buen tiempo.

Su madre sacudió la cabeza y le echó una mirada por encima del hombro.

—Entonces te trasladarás aquí y comprarás una cafetera para capuchino con lo que ahorres en gastos mensuales. La caminata hasta el metro es agradable. Podrás hacer ejercicio y el alquiler sería la mitad de tu hipoteca.

—Ya lo sé.

—Entonces no te cambies a este edificio. Pero ven a vivir más cerca. Podrías comprar un loft de dos dormitorios por lo que pagas allí por esa caja de zapatos.

«¿Puedes dejar ya el asunto?».

—¿Qué quieres que te diga? Me gustan los zapatos. —Kate besó los cabellos peinados de su madre y se acercó a la nevera. Tomar un vaso de vino se estaba volviendo una necesidad imperiosa.

—No te pases de lista.

—Eh, aprendí con los mejores —respondió Kate, volviéndose hacia el pasillo al escuchar el lento arrastrar de los pasos de su padre, procedente del dormitorio. Momentos después, apareció por la esquina, tirando de su botella de oxígeno detrás de él, como un bebé con un juguete.

—Hola, papá.

—¿Cómo está mi niña?

—Pasándome de lista, aparentemente. —Se acercó y lo besó en la mejilla, evitando los tubos—. ¿Cómo estás?

—Causando problemas.

—Me alegra saberlo. ¿Cómo te fue con la doctora?

—Me desea, puedo verlo —respondió, guiñándole un ojo, y con una sonrisa maléfica a su mujer, que le dedicó una mirada y luego apartó la vista.

Kate sonrió.

—Me alegro de que nada haya cambiado.

—Bueno, me ha cambiado los medicamentos. Voy a empezar con algo experimental la semana que viene.

Kate notó cómo se enarcaban sus cejas.

—Estás bromeando. —Miró a su padre y a su madre, que volvía a mirarla otra vez por encima hombro, con una expresión que anunciaba una tormenta en ciernes de una gran intensidad y duración infinita.

«Fantástico».

—No me mires a mí en busca de información. No pretendo entender nada de lo que está pensando —se quejó su madre—. Lo que estaba tomando funcionaba bien.

—Maldita sea, Terri, estas nuevas medicinas podrían mantenerme alejado de una silla de ruedas por unos meses —replicó el padre de Kate, terminando sus palabras con un ahogo involuntario.

Su madre se volvió rápidamente, echando llamaradas detrás de sus ojos llorosos.

—Hablemos de esto un poco más tarde, ¿vale? —dijo Kate apresurada, antes de que su madre pudiera lanzar un contraataque—. Papi, vamos un minuto a la sala. Mamá, ¿necesitas ayuda con algo? —Condujo lentamente a su padre fuera de la cocina y lo acomodó en la única silla de la que todavía se podía levantar sin ayuda—. ¿Qué está pasando?

—Tu madre quiere tomar todas las decisiones aunque estamos hablando de mis pulmones —replicó.

—¿Has hablado con ella de todo esto?

—¿Hablar con ella? ¿Quién te crees que soy, alguien que hace milagros? Ella no quiere hablar, ella quiere dar órdenes.

—Papá, ella está preocupada…

—Ya se que lo está, pero no es ella la que lleva estos tubos y arrastra este tanque, ni la que tiene las pesadillas. Hace casi seis malditos años y ¿qué me queda? Se llevaron a mi nieta y mi yerno, enloquecieron a una de mis hijas y me robaron la salud. Y ahora tu madre quiere que deje de luchar por lo que sea que me queda. —Frank Sherman miró por la ventana, su mandíbula apretada y obstinada, y una furiosa inclinación de su cabeza, haciéndole saber a Kate todo lo que necesitaba saber para entender quién prevalecería.

Kate tragó saliva y dejó escapar un suspiro, manteniendo su irritación bajo control.

—Ella no quiere que te detengas, papá. Ella quiere que luches. Y que triunfes.

—Ella quiere marcharse.

—No la culpo. El doctor dice que el aire más seco podría ser beneficioso…

—¿Qué demonios van a saber sobre esta mierda en Arizona que no sepan aquí? Sabrán menos, eso es lo que sucederá. —Golpeó el brazo acolchado de la silla con una mano aún grande, pero blanda y blanca, tras varios años sin realizar trabajos físicos—. Aquí es donde sucedió. Y aquí es donde saben lo que hay que saber. Llevo veinticinco años en la ciudad, trabajando honestamente todos los días, y ahora tu madre quiere mudarse a la maldita Arizona. No en mi puta vida. —Sus palabras, aunque no su rabia, se redujeron a un gruñido, y con una palmada en su hombro, Kate salió de la sala.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó a su madre en voz baja después de cerrar las puertas batientes que separaban la cocina del pequeño comedor.

—Sólo llevabas aquí dos minutos. Además, ¿qué tenía que decir? Se va a convertir en un conejillo de Indias la semana que viene. —Se encogió de hombros y se secó una lágrima con la punta de un trapo que tenía en sus manos.

—¿Por eso no quiere trasladarse?

—No sé, encima de toda la porquería que le metieron en los pulmones esos… esos animales. Como si no hubiera hecho suficiente por este país. ¿Cuánto más se supone que tiene que pagar mi familia?

Kate respiró profundamente, conteniendo sus propias emociones.

—Mamá, sucedió. Papá ayudó…

—No tenía por qué hacerlo —replicó—. Estaba retirado. Podía haberse quedado en casa. Podía haber donado sangre. O dinero. Él…

—Mamá —dijo Kate con firmeza, tanto para detener el discurso como para eliminar algo de su furia.

El fuego se había extinguido hacía casi seis años, pero la rabia continuaba ardiendo. Después de veinticinco años recogiendo la basura de los neoyorquinos de las esquinas y de llevarla a los basureros, Frank Sherman no había sido capaz de permanecer a un lado del camino viendo cómo gente de fuera venía y se llevaba el Distrito Financiero en las cajas de camiones de basura. Primero, se ofreció como voluntario, y luego aceptó un trabajo en la Zona Cero. Dieciocho meses más tarde, sus pulmones comenzaron a fallar.

Kate volvió a respirar con calma.

—Mamá, tuvo que hacerlo, lo mismo que otros tuvieron que hacerlo. Tenía que hacer algo. Él es como es. No se iba a quedar sentado sin hacer nada entonces, de la misma forma que ahora no se va a trasladar a Arizona. Ésta es su ciudad. No tenía alternativa.

—No me lo preguntó, Kate. Estas pruebas médicas no las discutió conmigo. Simplemente decidió hacerlo. Puede que lo mantengan alejado de la silla de ruedas, pero a lo mejor no consigue nada excepto aumentar sus esperanzas.

—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó—. ¿Qué otra cosa puede hacer?

Su madre asumió la postura de un mariscal de campo y sus ojos se entrecerraron.

—No te enfades conmigo, Kate. Y muestra algo de respeto. Estamos hablando de tu padre.

Kate dejó escapar el aliento.

—Ya lo sé. Lo siento. Pero ¿por qué no probar este nuevo medicamento? ¿Cuál es el problema?

—El problema es que no saben qué efecto tendrá esa droga, si es que tiene alguno. Y por ese privilegio tiene que ir a uno de las clínicas del Hospital de la Universidad de Nueva York para que le pongan inyecciones tres veces por semana, y después esperar unas dos horas.

Kate miró a su madre incrédula.

—¿Es por eso? ¿El viaje? ¿Eso es lo que te molesta?

Teresa la miró con dureza.

—Es suficiente.

—¿Qué? ¿No quieres tener que llevarlo y esperar?

Su madre dudó durante un instante demasiado largo; luego bajó la mirada y dejó caer el pepino que estaba cortando para la ensalada.

—Tendré que renunciar a mi trabajo.

Kate frunció el ceño. «Esto se está volviendo surrealista».

—¿Qué trabajo?

Su madre se encogió de hombros.

—Tengo un trabajo.

—¿En dónde? ¿Haciendo qué?

—Enseñando a leer en un centro para adultos.

—¿Desde cuándo? Dijiste que nunca volverías a dar clases.

—Desde que necesitamos dinero. Trabajar con adultos es distinto.

«Qué demonios». Kate se sentó en una de las sillas de roble frente a la pequeña mesa de la cocina.

—¿Necesitas dinero? —repitió—. ¿Y qué hay de…?

—El seguro de tu padre no va a cubrirlo todo, y tampoco nuestras pensiones o la Seguridad Social. Y él se niega a discutir la venta de cualquiera de los edificios hasta que estemos verdaderamente necesitados.

—Si tienes que volver a trabajar, entonces hay una verdadera necesidad, mamá.

—No es lo que opina tu padre —replicó.

—Entonces… —Kate se detuvo, sin saber cómo continuar.

—Él no venderá porque dice que yo necesito algo de lo que vivir. —La voz susurrante de su madre sonó áspera, como si le hubieran arañado en la garganta—. Los medicamentos son gratis para la prueba. Pero ¿y si termina en un grupo de control y no recibe nada? Entonces lo único que le quedará será morirse.

«Maldita sea». Kate apretó los dientes y trató de ignorar el dolor que le atenazaba la garganta.

—Mamá, ya está desafiando su suerte. No sólo sigue aquí, sino que sigue caminando y hablando mientras que otros más jóvenes murieron hace tiempo. Es un héroe en el grupo de apoyo local y está todo el tiempo buscando información en Internet. —Kate se puso de pie pasando los brazos en torno a los hombros inflexibles de su madre—. Ya sabes que no haría nada que pusiera en peligro —tragó saliva—… las cosas.

Su madre no dijo nada, se limitó a mirar hacia delante, a través de la ventana, hacia el pequeño macizo de flores paralelo a la valla en el fondo del patio. Le entregó a Kate la ensaladera de cristal tallado.

—Lleva esto a la mesa, ¿vale? El aliño está en la nevera.

Capítulo 31

Viernes, 20 de julio, 21:00 h, Old Greenwich, Connecticut.

A través de la ventana abierta del fregadero de la cocina, Richard miró la luz del ocaso reflejarse en la oscura superficie del estrecho. Los sonidos de la noche flotaban a su alrededor con toda su intensidad. La lluvia del huracán
Simone
, que estaba ascendiendo por la costa de Florida, destruyendo las playas a su paso, llegaría mañana por la tarde, pero esa noche el tiempo era todavía perfecto.

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