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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (31 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Y dime, detective Roche —dijo Marino—, ¿para quién espías hoy? ¿Con quién hablabas por ese teléfono móvil? ¿Con el capitán Green, quizá? ¿Le has contado dónde hemos estado hoy, qué andamos haciendo y cuánto nos hemos asustado al verte en el retrovisor? ¿O eras tan visible porque eres un capullo, simplemente?

Roche no dijo nada. Tenía la cara muy seria.

—¿Le hiciste lo mismo a Danny? Llamaste al garaje de la grúa y dijiste que eras Scarpetta y que querías saber cómo estaba tu coche. Luego pasaste la información a quien fuera, pero casualmente esa noche no era la doctora quien conducía. Y ahora hay un chico al que le falta media cara porque algún mercenario ignoraba que su objetivo era una mujer, o quizá tomó a Danny por el forense.

—No puede probar nada de lo que dice —replicó Roche con la misma sonrisa burlona.

—Veremos qué puedo demostrar cuando tenga las facturas de su teléfono móvil. —Marino se acercó a Roche hasta que éste notó su corpulenta proximidad. La barriga de Pete casi tocaba al detective—. Y cuando encuentre algo, vas a tener que preocuparte de algo más que de una simple multa de tráfico. Como poco voy a encerrar tu lindo culo como cómplice de asesinato con conocimiento previo del hecho. Eso podría costarte cincuenta años.

«Mientras tanto —Marino le puso su grueso índice delante del rostro—, será mejor que no te vuelva a ver a menos de un kilómetro de mí. Y te recomiendo que tampoco te acerques a la doctora. No la has visto cuando se enfada.

Marino se llevó la radio a los labios y conectó de nuevo para comprobar cuándo acudiría algún agente a la escena del incidente. La central aún no había terminado de transmitir el aviso por segunda vez cuando apareció un coche patrulla en la 64. Se detuvo en el arcén, detrás de los coches, y se apeó de él una sargento uniformada del Departamento de Policía de Richmond que se encaminó hacia nosotros con paso decidido y con la mano discretamente cerca de la pistola.

—Buenas tardes, capitán. —La sargento ajustó el volumen de la radio que llevaba al cinto—. ¿Hay algún problema?

—Verá, sargento Schroeder, este individuo lleva siguiéndome casi todo el día —explicó Marino—. Y por desgracia, cuando he tenido que frenar en seco porque se ha cruzado un perro blanco delante de mi coche, me ha dado por detrás.

—¿El perro blanco habitual? —preguntó la sargento sin un asomo de sonrisa.

—Sí, me ha parecido el mismo que ya nos ha causado problemas otras veces.

Los dos continuaron lo que debía de ser la broma policial más vieja de la ciudad porque, en lo que tocaba a accidentes de un solo vehículo, la culpa siempre parecía tenerla un ubicuo can blanco que aparecía delante de los coches y que luego se esfumaba hasta que volvía a aparecer ante el siguiente mal conductor y se llevaba las culpas otra vez.

—Tiene un arma de fuego dentro del vehículo, por lo menos —añadió Marino con el tono policial más grave de que fue capaz—. Quiero que lo cachee a fondo antes de encerrarlo.

—Muy bien. Señor, abra bien los brazos y las piernas.

—Soy policía —soltó Roche.

—Entonces debe de saber perfectamente lo que estoy haciendo —fue la fría respuesta de la sargento Schroeder. Cacheó a Roche y descubrió otra arma en una funda atada a la pierna izquierda.

—¡Vaya! ¡Qué encantador...! —murmuró Marino.

—Señor —continuó la sargento en un tono un poco más alto mientras otra unidad policial camuflada se detenía en las inmediaciones—, voy a tener que pedirle que saque la pistola de la funda y la coloque dentro de su vehículo.

Del segundo coche se apeó un jefe auxiliar con uniforme azul marino, insignias y correajes de charol impecables y resplandecientes. No parecía entusiasmado de hallarse allí, pero era cuestión de protocolo llamarlo cada vez que un capitán se veía involucrado en una incidencia policial, por nimia que fuera. Contempló en silencio cómo Roche sacaba una Colt 380 de la funda negra de nailon. La dejó dentro del Lexus, cerró la puerta y, rojo de cólera, se dejó colocar en el asiento de atrás del coche patrulla. Mientras yo esperaba dentro del Ford abollado, la sargento y el jefe auxiliar interrogaron a Marino y a Roche.

—¿Y ahora qué sucede? —pregunté a Marino cuando regresó.

—Será acusado de no guardar la distancia reglamentaria y lo soltarán con una citación para comparecer ante un juez. —Se abrochó el cinturón de segundad con aire satisfecho.

—¿Y ya está?

—Sí, salvo lo que diga el tribunal. Lo bueno del asunto es que le he arruinado el día. Y lo mejor, que ahora tenemos algo para investigar, de modo que quizá terminemos por enviar su lindo culo a Mecklenburg. Allí, con lo guapito que es, hará muchos amigos.

—¿Sabías que era él antes de que nos alcanzara? —le pregunté.

—No, no tenía idea.

Nos reincorporamos al tráfico.

—¿Qué ha dicho cuando le han preguntado?

—Lo que era de esperar, que he frenado de improviso.

—Bueno, es lo que has hecho.

—Y la ley me permite hacerlo.

—¿Y lo de seguirnos? ¿Ha dado alguna explicación?

—Dice que lleva todo el día fuera, haciendo recados y paseando, que no sabe de qué hablamos.

—Ya. Por lo visto cuando uno sale a hacer recados tiene que llevar consigo dos armas, por lo menos.

—¿Quieres decirme cómo cono puede permitirse un coche así? —Marino se volvió hacia mí—. Probablemente no gana ni la mitad que yo, y ese Lexus debe de costar casi cincuenta mil dólares.

—La Cok que llevaba tampoco es barata —añadí—. Seguro que saca dinero de alguna parte.

—Los soplones siempre lo sacan.

—¿Crees que Roche sólo es eso, un soplón?

—Sí, prácticamente sólo eso. Creo que está haciendo el trabajo más tedioso. Yo diría que para Green.

La radio nos interrumpió de improviso con el sonoro bramido de un tono de alerta, y a continuación recibimos una respuesta a nuestros interrogantes, peor aún de lo que habíamos temido. Un locutor transmitió lo siguiente:

«Se advierte a todas las unidades que acabamos de recibir un teletipo de la policía del Estado con la siguiente información: La central nuclear de Old Point ha sido ocupada por terroristas. Se han registrado disparos y hay víctimas.»

Me quedé muda de asombro mientras el mensaje proseguía:

«El jefe de policía ha ordenado que el departamento pase al plan de emergencia A. Todos los turnos de día permanecerán en sus puestos hasta nuevo aviso. Seguirán nuevas instrucciones. Todos los comandantes de división deben ponerse inmediatamente en contacto con el puesto de mando de la Academia de Policía.»

—¡Joder, no! —exclamó Marino, y pisó el acelerador a fondo—. Vamos a tu despacho.

13

L
a invasión de la central nuclear de Oíd Point se había producido de forma rápida y aterradora, y seguimos las noticias con incredulidad mientras Marino cruzaba la ciudad a toda prisa. Sin hacer el menor comentario, escuchamos a un reportero casi histérico que hablaba desde el lugar de los hechos en un tono mucho más alto del habitual.

«La central nuclear de Oíd Point ha sido tomada por unos terroristas —repitió—. El hecho se ha producido hace cuarenta y cinco minutos, cuando un autobús que trasladaba a unos veinte hombres camuflados de trabajadores de la CP&L ha irrumpido en el edificio central de administración. Se habla de tres civiles muertos, por lo menos.»

Le temblaba la voz y oímos unos helicópteros que sobrevolaban el lugar.

«Veo vehículos policiales y coches de bomberos por todas partes, pero no pueden acercarse. ¡Oh, Dios mío, esto es espantoso...!»

Marino aparcó ante mi edificio, junto al bordillo. Permanecimos en el coche, incapaces de movernos, mientras escuchábamos la misma información una y otra vez. No parecía real porque allí, en Richmond, a menos de ciento sesenta kilómetros de Oíd Point, la tarde era espléndida, el tráfico normal y la gente caminaba por las aceras como si no sucediera nada. Mis ojos miraban distraídos mientras repasaba mentalmente y a toda prisa la lista de cosas que tenía que hacer.

—Vamos, doctora. —Marino cortó la comunicación—. Vamos adentro. Tengo que ponerme en contacto por teléfono con alguno de mis tenientes. Hay que organizar las cosas por si se corta la luz en Richmond, o algo aún peor.

Yo también debía dirigir la movilización de mi gente y empecé por congregar a todo el mundo en la sala de reuniones, donde declaré situación de emergencia en todo el estado.

—Todos los distritos deben estar preparados y a la espera para llevar a cabo su parte en el plan de catástrofes —anuncié a los presentes—. Un incidente nuclear podría afectar a todos los distritos. Evidentemente, Tidewater es el más amenazado y el menos cubierto. Doctor Fielding —dije a mi ayudante jefe—, quiero que se encargue usted de Tidewater. Tendrá el mando allí cuando yo no esté.

—Haré todo lo que pueda —asintió Fielding resueltamente, aunque nadie en su sano juicio hubiera deseado la misión que acababa de encomendarle.

—Bien, no sé dónde voy a estar en cada momento durante esta emergencia —continué, dirigiéndome a los rostros inquietos—. Aquí las cosas siguen como de costumbre, pero quiero que traigan todos los cuerpos que pueda haber. Todos los cuerpos de Oíd Point, me refiero, empezando por los muertos de bala.

—¿Qué hacemos con otros posibles casos en Tidewater? —preguntó Fielding.

—Con los casos de rutina se procederá como de costumbre. Tengo entendido que contamos con otro técnico en autopsias para cubrir el puesto hasta que encontremos un sustituto definitivo.

—¿Hay alguna posibilidad de que esos cuerpos que quiere aquí estén contaminados? —preguntó mi administrador, siempre aprensivo.

—De momento hablamos de muertos a tiros —respondí.

—Y no estarán...

—No.

—Pero ¿y más adelante? —insistió él.

—Una contaminación ligera no es problemática —le dije—. Bastará con ducharse con agua y jabón, enjuagarse bien y deshacerse de las ropas. La exposición aguda a la radiación es otro asunto, en especial si los cuerpos han recibido quemaduras graves o están impregnados de material radiactivo, como sucedió en Chernobil. Éstos habrá que conservarlos en un camión refrigerado especial, dotado de blindaje protector, y todo el personal en contacto con ellos llevará trajes con blindaje de plomo.

—¿Y los incineraremos?

—Eso es lo que recomendaré que se haga. Y ésa es una razón más para traerlos aquí, a Richmond. Podemos usar el crematorio de la división de Anatomía.

Marino asomó la cabeza por la puerta de la sala.

—¿Doctora?

Con un gesto me indicó que saliera. Me levanté y lo seguí al pasillo.

—Benton nos quiere en Quantico, ahora —me dijo.

—Ahora no puede ser —respondí. Volví la mirada hacia la sala de reuniones. Por el hueco de la puerta vi que Fielding comentaba algo mientras los demás médicos lo miraban, tensos y nada satisfechos.

—¿Tienes un maletín con lo necesario para pasar una noche fuera? —continuó Marino, quien sabía que siempre guardaba uno en el despacho.

—¿Es necesario todo esto, realmente?

—Si no lo fuera, te lo diría —fue su respuesta.

—Dame quince minutos para terminar la reunión.

Puse fin lo mejor que supe a la confusión y al temor que reinaban en la sala y comuniqué a los demás doctores que acababan de llamarme de Quantico y que quizás estuviera varios días fuera, pero que me llevaba el buscapersonas.

Marino y yo cogimos mi coche y no el suyo porque lo había dejado en el taller para que reparasen el parachoques contra el que había topado Roche. Nos dirigimos al norte por la 95 con la radio puesta. Para entonces habíamos oído la historia tantas veces que la conocíamos mejor que los reporteros.

Durante las dos últimas horas no había habido más muertos en Oíd Point, por lo menos no había noticias de ello. Y los terroristas habían dejado salir a decenas de personas. Estos afortunados eran soltados por parejas o de tres en tres, según las noticias, y el personal de emergencias médicas, la policía del Estado y el FBI los aislaban para someterlos a exámenes e interrogatorios.

Llegamos a Quantico casi a las cinco y vimos a unos marines con uniforme de camuflaje que se afanaban en los preparativos para la inminente caída de la noche. Los soldados estaban agrupados en camiones o detrás de sacos terreros en el campo de tiro y, cuando pasamos junto a un grupo, apostado junto a la calzada, la juventud de sus rostros me resultó dolorosa. Tomé una curva, y los altos edificios de ladrillo claro se alzaron de pronto tras los árboles. El complejo no tenía aire militar, y de hecho podría haber pasado por una universidad de no ser por el bosque de antenas de las azoteas. El camino que conducía hasta allí hacía un alto en una barrera de acceso; en el suelo, un mecanismo pincha neumáticos amenazaba con sus dientes descubiertos a los coches que intentaban pasar por donde no debían.

Un guardia armado salió de la garita, nos echó un vistazo y, al comprobar que no éramos un par de desconocidos, sonrió y nos dejó pasar. Aparcamos en el gran espacio frente al más alto de los edificios, el llamado Jefferson, que era lo que se podía llamar el centro urbano interior de la Academia. Allí estaba la oficina de Correos, la sala de tiro cubierta, el comedor y el bazar, y en los pisos superiores había alojamientos, entre ellos diversos apartamentos de seguridad para testigos protegidos y espías.

En la sala de limpieza de armas, los agentes novatos vestidos de caqui y de azul marino se dedicaban al mantenimiento de las pistolas. Me parecía haber olido los disolventes toda mi vida y aún era capaz de evocar a voluntad el ruido del aire comprimido al pasar por el ánima del cañón y por las otras piezas del arma. Aquel edificio estaba íntimamente integrado en mi biografía. Apenas había en él un rincón que no me despertara emociones pues allí me había enamorado y allí había llevado mis casos más terribles. Había dado clases y consejos en sus aulas, y sin darme cuenta le había entregado a mi sobrina.

—Dios sabe en qué vamos a meternos —comentó Marino cuando tomábamos el ascensor.

—Vayamos paso a paso —respondí mientras los nuevos agentes con sus gorras del FBI desaparecían detrás de las puertas de acero que se cerraban.

Pete pulsó el botón del piso inferior, construido en otra época como refugio antibombas de Hoover. La unidad de identificación, como lo llamaba todavía todo el mundo, estaba a veinte metros bajo tierra y carecía de ventanas o de cualquier otra escapatoria de los espantos que descubría. Francamente, nunca había comprendido cómo podía soportarlo Wesley, año tras año. Yo enloquecía cada vez que bajaba para consultas que se prolongaban más de un día. Tenía que salir a caminar o a coger el coche. Tenía que salir.

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