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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (41 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Necesito más hielo y medicinas —dije, y levanté la vista.

—Y luego ¿qué? —Oso se acercó.

—Luego, en algún momento, habrá que llevarlo a un hospital.

Nadie dijo nada.

—Si no me dan lo que pido, no puedo hacer nada más por él —dije llanamente.

Oso se acercó a un escritorio y descolgó el teléfono directo. Anunció que necesitábamos el hielo y los fármacos. Pensé que era mejor que Lucy y su equipo actuaran enseguida, o probablemente me pegarían un tiro. Me retiré del charco cada vez mayor que rodeaba a Hand, y al observar su rostro me resultó difícil de creer que tuviera tanto poder sobre otros. Pero todos los hombres de aquella sala y los del reactor y los de la barcaza estarían dispuestos a matar por él. En realidad ya lo habían hecho.

—El robot lo traerá todo. Saldré a buscarlo —dijo Oso. Se asomó a la ventana y anunció—: Ya viene hacia aquí.

—Si sales ahí fuera, lo más probable es que te cosan a balazos —apuntó alguien.

—Con ella aquí, no. —Oso me lanzó una de sus miradas furiosas y hostiles.

—El robot lo puede traer hasta aquí —comenté, para su sorpresa.

Oso soltó una carcajada.

—¿Y todas esas escaleras? ¿Crees que ese pedazo de latón de mierda puede subirlas?

—Es perfectamente capaz —repliqué, con la esperanza de no equivocarme.

—Pues entonces haz que ese trasto traiga lo que necesites, así no tendrá que salir nadie —apuntó otro de los hombres.

Oso volvió a hablar con Wesley otra vez.

—Que el robot traiga los suministros a la sala de control. No vamos a salir —dijo, y colgó el auricular sin darse cuenta de lo que acababa de hacer.

Pensé en mi sobrina y recé por ella porque sabía que aquello sería lo más difícil que había hecho nunca. De pronto di un respingo al notar el cañón de un arma contra la nuca.

—Si lo dejas morir, date por muerta. ¿Lo has oído, zorra?

No me moví.

—Vamos a largarnos de aquí muy pronto y él debería venir con nosotros.

—Si me consiguen lo que he pedido, lo mantendré con vida —respondí con parsimonia.

El hombre retiró el arma e inyecté la última ampolla de solución salina en el catéter de su líder muerto. El sudor me corría por la espalda, y la falda de la bata que me había puesto sobre las ropas estaba empapada. Imaginé a Lucy en aquel momento, junto al puesto de mando móvil, con su equipo de realidad virtual. La imaginé moviendo los dedos y los brazos y dando pasos hacia aquí y hacia allá mientras la fibra óptica le permitía observar cada centímetro de terreno en las pantallas que tenía ante los ojos. Su telepresencia era la única esperanza de que Toto no se atascaría en un rincón ni se caería por alguna parte.

Los hombres se asomaron a la ventana e hicieron comentarios cuando las orugas del robot lo trasladaron por la rampa para minusválidos y cruzó la puerta.

—No me importaría tener uno de ésos —apuntó una voz.

—Eres demasiado estúpido para manejarlo.

—Qué va. Esa preciosidad no va controlada por radio. Aquí dentro no puede funcionar ningún radio control. No tienes idea de lo gruesas que son estas paredes.

—Sería estupendo para ir a por la leña cuando se encabrona el invierno.

—Disculpe, pero tengo que ir al baño —empezó de nuevo uno de los rehenes.

—¡Otra vez no, joder!

Temí lo que podría suceder si salían y no estaban de vuelta cuando aparecía Toto. La tensión era casi insoportable.

—¡Que se espere! —dijo Wooten, el que me había conducido hasta allí—. ¿Por qué no cerráis esas ventanas? Aquí dentro hace frío.

—Bueno, en Trípoli no tendrás este aire limpio y frío. Será mejor que lo disfrutes mientras puedes.

Hubo un coro de risas en el preciso instante en que se abría la puerta y entraba un hombre barbudo y con expresión de enfado al que no había visto hasta entonces. Llevaba una chaqueta gruesa y pantalones de faena.

—Sólo tenemos quince barras en sus cofres y a bordo —dijo con tono autoritario y un pronunciado acento—. Tienes que darnos más tiempo. Así podremos conseguir más.

—Quince son muchas —dijo Oso, a quien el hombre parecía traer sin cuidado.

—¡Necesitamos veinticinco como mínimo! El acuerdo fue éste.

—A mí nadie me lo ha dicho.

—Él lo sabía. —El hombre del acento marcado contempló el rostro de Hand en el suelo.

—Bueno, ahora no está en condiciones de discutir el asunto... —Oso aplastó la colilla de un cigarrillo con la puntera de la bota.

—¿No lo entiendes? —El extranjero se había puesto furioso—. Cada pieza pesa una tonelada y la grúa tiene que sacarla del reactor inundado a la piscina, y después meterla en su cofre. Es un proceso muy lento, difícil y peligroso. Me prometisteis que tendríamos veinticinco, por lo menos. Ahora vienes con prisas y dudas por culpa de él. —El hombre señaló a Hand con gesto de irritación—. ¡Tenemos un acuerdo!

—El único acuerdo que yo tengo es ocuparme de él. Hemos de llevarlo a la barcaza, con la doctora. Después lo trasladaremos a un hospital.

—¡Esto es absurdo! ¡Para mí que ya está muerto! ¡Estáis chiflados!

—No está muerto.

—¡Míralo! ¡Está blanco como la nieve y no respira! ¡Está muerto!

Los dos hombres se hablaban a gritos y las botas de Oso resonaron en la estancia cuando se acercó a mí con paso enérgico y me preguntó:

—No está muerto, ¿verdad?

—No —respondí.

El sudor le caía por el rostro cuando sacó la pistola del cinturón y me apuntó primero a mí y después a los rehenes, que se agacharon al instante. Uno rompió a llorar.

—¡No, por favor! —suplicó un hombre.

—¿Quién es el que necesita ir tantas veces a mear? —rugió Oso.

Todos callaron, temblorosos, con las respiraciones aceleradas bajo las capuchas mientras sus ojos miraban fijamente, desorbitados.

—¿Eras tú? —El arma apuntó a otro.

La puerta
de
la sala de control había quedado abierta y oí el chirrido de Toto al fondo del pasadizo. Había conseguido remontar las escaleras y recorrer la pasarela, y dentro de un par de segundos estaría allí. Recuperé una larga linterna metálica diseñada por los técnicos de Ingeniería, que mi sobrina había añadido al botiquín.

—Mierda, quiero saber si está muerto o no —dijo finalmente uno de los hombres, y en ese momento me di cuenta de que mi superchería había concluido.

—Se lo enseñaré —respondí mientras el chirrido se hacía más audible.

Apunté con la linterna a Oso al tiempo que pulsaba un botón. El hombre lanzó un chillido ante el destello cegador y se llevó las manos a los ojos. Blandí la pesada linterna como si fuera un bate de béisbol y descargué un golpe que le astilló los huesos de la muñeca. La pistola cayó al suelo con un tintineo al tiempo que el robot hacía su entrada, con las pinzas vacías. Me arrojé al suelo boca abajo, me cubrí los ojos y los oídos lo mejor que pude y la sala estalló en una luz blanca deslumbrante cuando la bomba aturdidora le voló media cabeza al robot. Se oyeron gritos y maldiciones; los terroristas, cegados, chocaban entre sí y contra las consolas y no pudieron ver ni oír el momento en que decenas de agentes del Grupo de Rescate de Rehenes irrumpían en escena.

—¡Quietos, cabrones!

—¡Quieto o te vuelo los sesos!

—¡Que nadie se mueva!

Yo permanecí sin moverme junto a la tumba helada de Joel Hand, mientras los helicópteros estremecían los cristales de las ventanas y los agentes colgados de cuerdas reventaban las persianas a puntapiés. Se oyó el chasquido de las esposas y el ruido de las armas por el suelo al ser apartadas a puntapiés. Se oyeron también sollozos y comprendí que serían los rehenes, a quienes estarían sacando del lugar.

—Bueno, ya están a salvo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, gracias, Dios mío!

—Vamos, hay que salir de aquí.

Cuando por fin noté una mano fría en un lado del cuello, comprendí que alguien estaba buscando signos vitales porque debía de parecer muerta.

—¿Tía Kay? —Era la voz alarmada de Lucy.

Me incorporé lentamente. Tenía entumecidas las manos y el lado de la cara que había estado en contacto con el agua y miré a mi alrededor, aturdida. Temblaba de tal manera que me castañeteaban los dientes cuando Lucy se agachó a mi lado, empuñando su arma. Escrutó la sala mientras otros agentes vestidos con uniformes negros sacaban a los últimos prisioneros.

—Vamos, deja que te ayude —me dijo.

Cuando me ofreció la mano, los músculos me temblaban como si fuera a tener un ataque. No conseguía entrar en calor y tenía un pitido constante en los oídos. Vi a Toto cerca de la puerta. Tenía el ojo chamuscado, la cabeza ennegrecida y la especie de casco que la cubría había desaparecido. El robot permanecía quieto con su fría cola de cable de fibra óptica, sin que nadie le prestara la menor atención, mientras los neosionistas eran conducidos afuera.

Lucy contempló el cuerpo frío de Hand, el agua del suelo, la aguja intravenosa y las bolsas vacías de suero.

—¡Dios! —exclamó.

—¿Ya se puede salir? ¿No hay peligro? —Tenía lágrimas en los ojos.

—Acabamos de hacernos con el control de la zona de contención y hemos tomado la
barcaza al
mismo tiempo que entrábamos en la sala de control. Hemos tenido que disparar contra algunos porque no querían dejar las armas. Marino se ha cargado a uno en el aparcamiento.

—¿Ha matado a uno de ellos?

—Ha tenido que hacerlo —respondió—. Creemos que los tenemos a todos, unos treinta, calculo. Pero todavía tenemos que ir con cuidado, porque el lugar está sembrado de explosivos. Vamos. ¿Puedes caminar?

—Claro que puedo.

Me desabroché la bata empapada y me la quité a tirones porque no soportaba llevarla un segundo más. La arrojé al suelo, me desprendí de los guantes y abandonamos rápidamente la sala de control. Lucy descolgó la radio del cinturón y sus botas resonaron en la pasarela y en las escaleras que Toto había salvado tan bien.

—Unidad uno veinte a unidad móvil uno —dijo.

—Aquí uno.

—Esto queda despejado. ¿Todo bien?

—¿Tienes a la sujeto? —Reconocí la voz de Benton.

—Afirmativo. La sujeto está bien.

—¡Gracias a Dios! —La respuesta resultó insólitamente emotiva para aquella emisora—. Di a la sujeto que la estamos esperando.

—Sí, señor-dijo Lucy—. Creo que la sujeto lo sabe.

Dejamos atrás rápidamente los cuerpos y la sangre y llegamos a un vestíbulo abarrotado de gente. Lucy abrió una puerta de cristal. La tarde era tan luminosa que tuve que protegerme los ojos. No sabía por dónde iba y me notaba muy inestable.

—Cuidado con los peldaños. —Lucy me pasó el brazo por la cintura. —Sujétate a mí, tía Kay, así...

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