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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (37 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Por favor.

—Empieza por esto. —Se sentó en el suelo y me agaché a su lado, con la espalda contra la pared—. Un robot como Toto normalmente sería controlado por radio, pero en un edificio con tanto hormigón armado y tanto acero inoxidable eso no funcionaría. Entonces se me ocurrió otra manera que me parece aún mejor. Básicamente lleva un rollo de cable de fibra óptica que irá soltando como el rastro de un caracol al desplazarse.

—¿Y por dónde va a desplazarse? —quise saber—. ¿Por el interior de la central?

—Es lo que estamos tratando de decidir en estos momentos. Pero en gran medida dependerá de lo que suceda. Puede que el trabajo sea encubierto, como una operación de recogida de información, o puede que termine en un despliegue abierto, si por ejemplo los terroristas quieren un teléfono móvil, cosa en la que confiamos mucho. Toto tiene que estar preparado para acudir al momento a cualquier parte.

—Menos donde haya escaleras.

—También puede salvar escaleras. Unas mejor que otras.

—¿El cable de fibra óptica será tus ojos?

—Irá conectado directamente a los guantes de realidad virtual. —Lucy levantó ambas manos—. Y me moveré como si fuera yo quien estuviera allí, en lugar de Toto. La realidad virtual me permitirá estar presente a distancia para reaccionar al instante a cualquier cosa que detecten los sensores. Y por cierto, la mayoría están pintados en ese encantador tono de gris. —Señaló a su amigo, que estaba al otro extremo de la sala—. La pintura inteligente de Jim ayuda a Toto a no tropezar con las cosas —añadió como si el joven le inspirara ciertos sentimientos.

—¿Janet ha venido contigo? —pregunté cuando acabó de hablar.

—Está terminando sus asuntos en Charlottesville.

—¿Terminando?

—Ya sabemos quién pirateaba el ordenador del CP&L —me dijo Lucy—. Una becaria en física nuclear. Sorpresa, sorpresa.

—¿Cómo se llama?

—Loren no sé qué. —Se frotó el rostro con las manos—. ¡Vaya, no debería haberme sentado! El hiperespacio puede causarte un buen mareo si viajas por él demasiado rato, ¿sabías? Últimamente casi me produce ganas de vomitar. ¡Hum...! —Chasqueó los dedos varias veces—. McComb. Loren McComb.

Recordé que Cleta había comentado que la novia de Eddings se llamaba Loren.

—¿Y qué edad tiene? —pregunté.

—Unos treinta.

—¿De dónde es?

—Inglesa. Pero en realidad es sudafricana. Negra.

—Eso explicaría su mal carácter, según la señora Eddings.

—¿Eh? —Lucy me miró con extrañeza.

—¿Qué sabes de una posible relación con los neosionistas? —le pregunté.

—Al parecer entró en contacto con ellos a través de Internet. Es muy militante y contraria a los gobiernos. Para mí que le lavaron el cerebro a lo largo de sus comunicaciones.

—Lucy, creo que esa mujer era la novia de Eddings, su fuente de información, y la que al final ayudó a los neosionistas a matarlo, probablemente con la intervención del capitán Green.

—¿Por qué iba a ayudarlo primero y después a hacerle una cosa así?

—Quizá creyó que no tenía alternativa. Si le había proporcionado a Eddings información que podía perjudicar la causa de Hand, tal vez la convencieron de que los ayudara a ellos, o quizá la amenazaron.

Recordé el champán Cristal del frigorífico de Eddings y me pregunté si habría proyectado pasar la Nochevieja con su amiga.

—¿Y en qué querrían que los ayudara? —preguntó Lucy.

—Es probable que la chica conociera el código de la alarma antirrobo de la casa, o incluso la combinación de la caja fuerte. O quizás estaba con él en la barca, la noche que murió, y hasta es posible que fuera ella quien lo envenenara. Al fin y al cabo es una científica.

—¡Maldita sea!

—Supongo que la has interrogado —le dije.

—Janet se ha encargado de eso. Loren McComb dice que hace unos dieciocho meses, cuando estaba en Internet, encontró una nota publicada en un boletín. Según parece, un productor de cine trabajaba en una película que trataba de unos terroristas que se apoderaban de una central nuclear para poder crear otra situación como la de Corea del Norte y conseguir plutonio con el que fabricar bombas, etcétera, etcétera. Este presunto productor necesitaba ayuda técnica y estaba dispuesto a pagarla.

—¿Y ese individuo tiene un nombre?

—Siempre se hacía llamar «Alias», como insinuando que es alguien famoso. McComb picó y empezaron a relacionarse. Poco a poco le envió información de documentos a los que había tenido acceso en su calidad de becaria. Le facilitó a ese cabrón de Alias todos los datos necesarios para, en resumidas cuentas, planificar la toma de Oíd Point y el envío de las barras de combustible a los árabes.

—¿Y qué hay de los cofres para transportarlas?

—¿Eso? Se roban toneladas del uranio empobrecido de Oak Ridge. Se envían a Irak, Argelia o donde sea, y allí se fabrican cofres de doscientas veinticinco toneladas. A continuación se devuelven aquí, donde se almacenan hasta el gran día. Y esa idiota también le contó todo el proceso mediante el cual el uranio se convierte en plutonio dentro del reactor. —Lucy hizo un alto y me miró—. Dice que no se le pasó por la cabeza que lo que hacía pudiera llevarse a cabo en la realidad.

—Y cuando empezó a piratear el ordenador del CP&L, ¿eso tampoco era real?

—Para eso no tiene explicación, ni quiere confesar el motivo.

—Supongo que el motivo está muy claro —le dije—. Eddings estaba interesado en las llamadas que hubiera hecho cierta gente a países árabes. Y consiguió la lista a través de esa vía de acceso de Pittsburgh.

—¿No crees que ella se daría cuenta de que los Nuevos Sionistas no verían con buenos ojos que ayudara a su novio, que daba la casualidad de que era periodista?

—No creo que le importara —respondí con irritación—. Sospecho que le encantaba la situación teatral de actuar en los dos bandos. Debía de sentirse muy importante. Probablemente no se había sentido nunca así, en su tranquilo mundo académico. Dudo mucho que se diera cuenta de la realidad hasta que Eddings empezó a husmear alrededor del NAVSEA, del despacho del capitán Green o de quién sabe qué. Entonces los Nuevos Sionistas recibieron el soplo de que su fuente de información, Loren McComb, amenazaba todo su objetivo.

—Si Eddings lo hubiera descubierto —dijo Lucy—, esa gente no habría tenido ocasión de llevar a cabo su plan.

—Exacto —asentí—. Si alguno de nosotros lo hubiera sabido a tiempo, esto no estaría pasando. —Observé a una mujer con bata de laboratorio que guiaba los brazos de Toto en la maniobra de levantar una caja—. Dime, ¿qué actitud tenía Loren McComb cuando Janet la interrogaba?

—Distante, sin mostrar la menor emoción.

—La gente de Hand es muy dura.

—Eso parece —reflexionó mi sobrina—. Cuando una mujer es capaz de ayudar a un novio en un momento dado y poco después participa en su asesinato, es que realmente es dura.

Lucy también observaba el robot y no parecía complacida con lo que veía.

—No sé dónde la tendrá detenida el FBI, pero espero que sea en un lugar donde los Nuevos Sionistas no puedan dar con ella.

—Está bien escondida —afirmó Lucy en el momento en que Toto se detenía de improviso y la caja caía al suelo con un ruido sordo—. ¿A cuántas revoluciones por minuto tienes la articulación del hombro?

—A ocho —respondió la mujer de la bata.

—Bajémoslo a cinco, maldita sea. —Se volvió a frotar el rostro—. Con eso tendremos suficiente.

—Bueno, ahora te dejo y me vuelvo al Jefferson —le dije, incorporándome.

Vi una mirada extraña en sus ojos.

—¿Estás en la planta de seguridad, como de costumbre? —preguntó.

—Sí.

—Supongo que no importa, pero es ahí donde está Loren McComb.

En realidad su habitación estaba contigua a mi suite, aunque ella estaba confinada, naturalmente. Cuando me senté en la cama e intenté leer un rato, me llegó el sonido de su televisor a través del tabique. Oí cambiar los canales, y finalmente reconocí las voces de
Star Trek
en la repetición de algún episodio antiguo.

Durante horas sólo nos separaron unos pasos, aunque ella no lo sabía. La imaginé mezclando tranquilamente ácido clorhídrico y cianuro en una botella y dirigiendo el gas a la válvula de admisión del compresor. La larga manguera negra se habría agitado violentamente en el agua y, momentos después, el único movimiento en el río habría sido el de su perezosa corriente.

—Ojalá veas eso en tus sueños —le dije, aunque no me oyera—. Que sueñes con ello el resto de tu puta vida, cada noche.

Apagué la lamparilla, totalmente furiosa.

16

A
primera hora de la mañana siguiente había una densa niebla tras las ventanas, y Quantico estaba más tranquilo de lo habitual. No oí un solo disparo en ningún campo de tiro y parecía que todos los marines estuvieran durmiendo. Cuando cruzaba la doble puerta de cristal que conducía a la zona de ascensores, oí que se cerraba una puerta y que saltaban los pestillos de seguridad de la habitación de al lado.

Pulsé el botón de llamada y volví la mirada hacia dos agentes femeninas, vestidas con trajes conservadores, que escoltaban a una mujer negra de piel clara que me miraba directamente a la cara como si nos hubiéramos visto antes. Loren McComb tenía unos ojos oscuros y desafiantes y por sus venas corría un intenso orgullo, como si fuera la fuente que alimentaba su supervivencia y que hacía prosperar todo lo que emprendía.

—Buenos días —dije.

—Buenos días, doctora Scarpetta —me devolvió el saludo una de las agentes con aire sombrío, y las cuatro entramos en el ascensor.

Bajamos en silencio hasta la planta baja y percibí la ranciedad de aquella mujer que había enseñado a Joel Hand a construir la bomba. Llevaba unos téjanos ajustados y descoloridos, botas de tacón alto y una blusa blanca, larga y holgada, que no conseguía ocultar un tipo impresionante que debía de haber contribuido al fatal error de juicio de Eddings. Me quedé detrás de ella y observé la porción de su rostro que alcanzaba a ver. Se humedecía los labios a menudo, con la vista fija al frente, en las puertas, que me pareció que tardaban una eternidad en abrirse.

El silencio era tan denso como la niebla del exterior cuando por fin llegamos a la planta. Me demoré en dejar el ascensor y observé cómo las dos agentes se llevaban a McComb sin ponerle un dedo encima. No tenían necesidad de hacerlo, aunque si era preciso lo harían. Así de sencillo. Escoltaron a Loren McComb por un pasillo y se desviaron luego por uno de los incontables pasadizos que llamaban toperas. Me quedé sorprendida cuando la mujer se detuvo y se volvió a mirarme otra vez. Se encontró con mi mirada hostil y continuó adelante, dando un paso más en lo que yo esperaba que fuese una larga peregrinación hasta la cárcel.

Subí unas escaleras y entré en la cafetería, de cuyas paredes pendía una bandera por cada estado de la Unión. Encontré a Wesley en un rincón, debajo de Rhode Island.

—Acabo de ver a Loren McComb —le dije mientras depositaba la bandeja en la mesa.

Wesley echó una ojeada al reloj.

—La van a interrogar durante casi todo el día.

—¿Crees que nos dirá algo que pueda sernos de utilidad?

Dentón acercó la sal y la pimienta.

—No. Es demasiado tarde —se limitó a decir.

Tomé clara de huevo revuelta y una tostada sin untar y bebí café solo mientras observaba cómo los agentes nuevos y veteranos de la Academia Nacional engullían tortillas. Algunos se atrevían con bocadillos de beicon y de salchicha y pensé en lo triste que era hacerse vieja.

—Tenemos que irnos. —Recogí la bandeja porque a veces no merecía la pena comer nada.

—Todavía no he terminado, jefa. —Wesley jugueteó con la cuchara.

—Tú estabas tomando cereales y ya has terminado.

—Podría querer más.

—Pero no quieres.

—Estoy pensándomelo —replicó.

—Está bien. —Lo miré, interesada en oír lo que me tuviera que decir.

—¿Tan importante es ese
El libro de Handt
—me preguntó.

—Sí. El problema se inició cuando Danny, por resumir, se quedó con un ejemplar que probablemente entregó a Eddings.

—¿Y por qué crees que es tan importante?

—El experto en esa clase de análisis eres tú —repliqué—. Ya deberías saberlo: porque esas páginas nos dicen cómo se comportará esa gente. El libro hace predecibles sus movimientos.

—Una idea aterradora —murmuró.

A las nueve de la mañana pasamos por los polígonos de tiro en dirección al cuarto de hectárea de césped contiguo al almacén de material que utilizaba el Grupo de Rescate de Rehenes en las maniobras que deberían estar haciendo a esas horas. Pero aquella mañana no se veía a nadie por ninguna parte. Todos se encontraban en Oíd Point, todos excepto nuestro piloto, Whit, un tipo taciturno, en buena forma y con un traje de vuelo negro. Nos esperaba junto a un Bell 222 blanco y azul, un helicóptero de dos motores gemelos y varias plazas, también propiedad del CP&L.

—Whit —saludó Wesley al piloto.

—Buenos días —le dije yo al subir a bordo.

En el interior había cuatro asientos en una zona que parecía la cabina de un pequeño avión. El senador Lord se hallaba completamente enfrascado en su lectura y la fiscal general estaba sentada frente a él, concentrada también en sus papeles. A los dos los habían recogido antes en Washington, y también tenían cara de no haber dormido mucho las últimas noches.

—¿Cómo está, Kay?

El senador no levantó la vista. Iba vestido con un traje oscuro, una camisa blanca de cuello duro, los gemelos del Senado y una corbata granate. En contraste con él, Marcia Gradecki lucía un sencillo traje chaqueta azul claro y unas perlas. Era una mujer formidable con un rostro atractivo por la fuerza y el dinamismo que expresaba. Aunque había empezado su carrera en Virginia, no habíamos coincidido hasta aquel momento.

Wesley se aseguró de que nos conocíamos mientras nos elevábamos en un cielo de un azul perfecto. Sobrevolamos autobuses escolares de un amarillo brillante, vacíos a aquella hora del día, y los edificios dieron paso rápidamente a los pantanos llenos de puestos de caza de patos y a vastas extensiones de bosque. El sol pintaba senderos entre las copas de los árboles y, cuando empezamos a seguir el James, nuestro reflejo voló en silencio detrás de nosotros, rozando el agua.

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