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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (32 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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—¿Me... me tomarás para ti?

—¿Una pequeña Kajira, sucia y maloliente, con orificios en las orejas y que roba carne de los campesinos? Ni siquiera te pondría con mis mujeres.

Cerré los ojos.

Pensé entonces que un guerrero como aquél habría capturado muchas mujeres, muchísimas bellezas, tanto libres como esclavas, antes que yo, y sin duda después de mí seguiría haciéndolo. Entre semejantes bellezas, yo tenía poca importancia, no era más que otra muchacha y quizás de menos valor. No le interesaba más que un pedazo de carne, que hubiese capturado y atado a su silla.

—Deberías ser vendida a un buhonero —dijo—. O quizás debí dejarte en el pueblo con los campesinos. Ellos saben cómo tratar a las perras que roban.

—Por favor, véndeme en Ar —supliqué—. Soy seda blanca.

Me miró. Pude ver que su boca sonreía. Me estremecí.

—No vales lo suficiente para ser vendida en Ar. Quizás en una ciudad más pequeña, en un pueblo o en un puesto fronterizo.

—Por favor.

—Dispondré de ti como mejor me parezca. No hablemos más de ello.

—¡Soy seda blanca! —grité—. ¡Obtendrás más dinero si me vendes mientras soy seda blanca!

—Te confundes si crees que sólo me interesa el oro.

—¡No! —grité— ¡No!

Se inclinó para cortar las ataduras de mis tobillos.

De pronto, antes de que las hubiese tocado, se dio la vuelta abruptamente en la silla.

Una flecha de ballesta pasó rozándole, como una aguja veloz y silbante en el cielo.

En un instante, mientras yo gritaba, aterrorizada, sintiéndome aprisionada entre mis ataduras, él había sacado su escudo de las cinchas de la silla y conducido el tarn, con un grito de rabia, un extraño grito de guerra, de cara a su enemigo.

Se oyó otro grito de guerra, y repentinamente, a tan sólo unos cuantos metros de altura, encima nuestro, otro tarn pasó rozándonos y oí el sonido metálico del bronce de una lanza al chocar y resbalar sobre el escudo de metal y cuero de mi apresador.

El otro tarn se apartó y su jinete, de pie en los estribos, sujeto a la silla por el amplio cinturón de seguridad, estaba preparando su ballesta, mientras sujetaba otra flecha con los dientes.

Mi apresador atacó antes de que pudiera hacerlo.

Cuando tan sólo nos separaban unos metros, el otro hombre soltó su arco y su flecha y tomó el escudo. Mi apresador, de pie en los estribos, tomó su gran lanza y la arrojó. Chocó con el escudo de su enemigo y lo perforó. Si el otro hombre no hubiera estado asegurado por aquella tira enorme, la fuerza del golpe le habría derribado de la silla. Pero, tal y como se produjeron las cosas, le hizo balancearse y desgarró el escudo que sostenía.

—¡Por Skjern! —gritó.

Los dos tarns giraron de nuevo para otra embestida.

La lanza del otro hombre golpeó de nuevo. Volví a escuchar el terrible estallido del metal de la lanza contra las siete capas de acero recubiertas con piel de bosko. El atacante volvió a la carga dos veces más, y cada vez de nuevo el escudo devolvió el golpe, una de ellas a poca distancia de mi cuerpo.

Mi captor estaba intentando acercarse a él para colocarlo al alcance de su propio acero, su lanza, rápida, y sin adornos.

El otro hombre atacó de nuevo, pero en esta ocasión mi captor atrapó la punta de la lanza en su escudo. Vi la punta a unos centímetros de mi rostro. Grité. Mi apresador giró con intención de alejarse, mientras el otro blandía sus armas, intentando acercarse. Mi apresador quería que se deshiciese de su lanza, pero para hacer esto su propia defensa se veía desprotegida. Haciendo alarde de una fuerza increíble, con la espada colgándole de la correa que rodeaba su muñeca, retiró la lanza del escudo, pero al mismo tiempo el tarn enemigo atacó al nuestro, y su espada, brillando y moviéndose hacia abajo, golpeó el pesado mango de su lanza, astillándolo y medio cortándolo. Lo golpeó otra vez, y el mango de la espada, astillándose por completo, se partió en dos. Mi apresador lanzó su escudo por delante suyo. Oí la espada del otro golpear dos veces, resonando sobre las capas de metal que me protegían. Luego mi defensor volvió a recuperar su espada, pero el otro tarnsman apartó su pájaro hacia arriba, jurando, e hizo que extendiera sus enormes garras hacia abajo, para atraparnos. Oí cómo las garras deshacían el escudo. Mi apresador intentó apartar el pájaro. Finalmente el otro tarn atrapó el escudo, batió sus alas, desgarrando las tiras de sujeción del escudo, con lo que casi medio arrastró a mi apresador de su silla, y se alejó dejando caer el escudo como una moneda, girando, hacia el campo que se extendía más abajo.

—¡Entrégamela! —oí gritar.

—¡Su precio es el acero! —fue la respuesta de mi apresador.

Maniatada, indefensa, no pude por menos de gritar.

Los tarns, alzando el vuelo cara a cara, comenzaron a pelearse, atacándose con los picos y las garras, mientras las espadas brillaban sobre mi cabeza, en un rápido diálogo de acero, luchando por mi posesión.

Los pájaros acabaron enzarzándose en una especie de lucha cuerpo a cuerpo, en la que, con las garras a veces entrecruzadas, comenzaron a girar y caer mientras batían las alas y lanzaban horribles gritos de rabia.

Yo iba dando tumbos en una u otra dirección, sin poder hacer nada por impedirlo. Había momentos, mientras el pájaro viraba, en que me parecía estar de pie, o, al contrario, había otros en que me encontraba cabeza abajo cuando él giraba salvajemente en otra dirección. Cuando se inclinaba hacia atrás para disparar sus garras contra su enemigo, yo quedaba colgando en el vacío, sujeta por las muñecas y los tobillos, viendo llena de espanto la tierra más abajo.

Los hombres lucharon por recuperar el control de sus monturas.

Y volvieron a luchar silla a silla, con lo que los fulgores de sus espadas relucieron sobre mi rostro y mi cuerpo. Mis oídos no podían soportar aquel martilleo incesante. En ocasiones, chispas de las espadas saltaban sobre mi cuerpo.

De pronto, con un grito de rabia y frustración, la espada del otro hombre cayó con toda su fuerza hacia mi rostro. Mi apresador interpuso la suya. Sentí la amplia hoja de su acero a un milímetro de mi rostro y durante un impresionante momento de tensión e inmovilidad, la primera espada, con el filo hacia abajo, se detuvo. De haberme alcanzado, habría dividido mi cara en dos.

Noté que tenía sangre en el rostro, pero no sabía de quién era, no sabía siquiera si era mía.

—¡Eslín! —gritó mi apresador—. Ya he jugado bastante contigo.

Se produjo, una vez más, un enfrentamiento de espadas sobre mi cabeza. Oí un chillido de dolor y, de pronto, el otro tarn se apartó rápidamente virando hacia un lado. Vi al jinete, con la mano sobre el hombro, tambalearse sobre su silla.

Su tarn giró una y otra vez, alocadamente, y luego viró hacia uno de los lados y se alejó.

Mi apresador no le persiguió.

Levanté los ojos hacia él. Me miró y se echó a reír.

Volví la cabeza hacia un lado.

Hizo girar al tarn y proseguimos nuestro camino. Me había dado cuenta de que tenía un corte en el brazo izquierdo, por encima del codo. Había sido su sangre la que cayera sobre mi rostro.

—Ése era tu amigo —me dijo—. Haakon de Skjern.

Le miré.

—¿Cómo es que tienes algo que ver con Haakon de Skjern? —me preguntó.

—Era su esclava favorita —respondí—. Huí.

Más tarde, al cabo de un cuarto de ahn, le pregunté:

—¿Se me permite hablar?

—Sí —contestó.

—Para ser la esclava favorita de un hombre como Haakon de Skjern, que es rico y poderoso, debes darte cuenta de que soy algo muy especial, muy bella y habilidosa.

—Ya lo sé —dijo.

—Por lo tanto, debo ser vendida en Ar. Y, como soy seda blanca, no debo ser usada. Mi precio será más elevado así.

—Supongo que es poco corriente que la esclava favorita de un hombre como Haakon de Skjern sea seda blanca.

Me sonrojé de la cabeza a los pies delante de él.

—Dime el abecedario —ordenó.

Yo no conocía el alfabeto goreano.

—No lo sé —confesé.

—Una esclava analfabeta. Y por el acento se nota que eres extranjera.

—¡Pero he sido entrenada!

—Ya lo sé, en los recintos de Ko-ro-ba.

Le miré sorprendida.

—Además —añadió—, nunca le has pertenecido a Haakon de Skjern.

—¡Oh, sí! ¡Sí le he pertenecido!

Sus ojos adquirieron una expresión dura.

—Haakon de Skjern es mi enemigo —afirmó—. Si verdaderamente eras su esclava favorita es una desgracia para ti el haber caído en mis manos. Pienso divertirme mucho contigo.

—Mentí —susurré—. Mentí.

—Mientes ahora —dijo enfadado—, para salvar tu piel de los hierros candentes y del látigo.

—¡No!

—Por otra parte, si eras su esclava favorita, seguro que sí se pagaría por ti un precio muy elevado en Ar.

Estaba angustiada.

—¿Cuál es el destino de una esclava que miente? —me preguntó.

—El que su amo desee para ella —susurré.

—¿Qué harías tú si una de tus esclavas mintiese?

—Yo... Yo la haría azotar.

—Excelente —dijo. Luego me miró. Su mirada no era muy amable—. ¿Cómo se llama el lugarteniente de Haakon de Skjern?

Tiré de mis ataduras.

—¡No me azotes! —le supliqué—. ¡No me golpees!

Se echó a reír.

—Tú eres El-in-or y has sido esclava de Targo, del Pueblo de Clearus, en la región de Tor. En los recintos todo el mundo sabía que no limpiabas tu jaula y que eras una embustera y una ladrona. Sí, tengo aquí una buena captura. ¿Qué podría haber en ti que yo haya encontrado interesante?

—¿Me has visto antes?

—Sí.

—¿Mi belleza? —le pregunté.

—Hay muchas mujeres hermosas.

—Entonces, ¿tienes intención de ponerme tu collar?

—Sí.

—¿Me has estado observando?

—Sí —respondió. Sonrió—. He estado detrás tuyo durante días.

Volví la cabeza, llena de tristeza. Incluso cuando me creía más libre, después de escapar de Targo y de traicionar a Ute y escapar de la espesura de Ka-la-na, esta bestia, con su risa, su cuerda de cuero y su collar de esclavas, había estado siguiendo mi rastro. Me había elegido para su collar y su placer.

—¿Me viste en los recintos de Ko-ro-ba? —le pregunté.

—Sí.

—¿Quién eres?

—¿No me conoces?

—No —respondí, volviéndome para mirarle.

Con las dos manos se quitó el casco.

—No te conozco —susurré.

Estaba muerta de miedo. No creía que su rostro pudiera ser tan fuerte. Era poderoso. Tenía una cabeza grande. Sus ojos eran ferozmente oscuros y sus cabellos hirsutos y negros.

Él se rió. Sus dientes, contrastando con su rostro bronceado y quemado por el viento, parecían grandes y blancos, también fuertes.

Me puse a temblar.

Pensé qué sensación producirían sobre mi cuerpo.

Gemí apenada, pues comprendí de pronto lo tontas que habían sido mis fantasías en los recintos de Ko-ro-ba y en la caravana de Targo, de que yo podría dominar a un amo y convertirlo en un esclavo necesitado de mis sonrisas y doblegado a mi voluntad. Comprendí con una punzada de desesperación que para semejante hombre yo sólo podía ser la esclava. Vi claramente que él dominaba sobre mí. Y ello no tenía nada que ver con el hecho de que yaciese desnuda y atada de pies y manos frente a él, que fuese su prisionera. Estaba en relación directa con su total masculinidad, y ante la presencia de ese estímulo mi cuerpo sólo me permitía ser totalmente femenina. Hubiese deseado que fuera uno de los débiles hombres de la Tierra, habituado a los valores femeninos, y no un macho goreano.

Sentí un loco impulso de pedirle que me usase.

—¿No me reconoces, pues? —rió.

—No —musité.

Ató su casco a un lado de su silla y extrajo de su bolsa una tira de cuero. Se la colocó en la cabeza, de manera que cubriese su ojo izquierdo. Recordé entonces la alta figura vestida de azul y amarillo y el parche de cuero que le cubría el ojo.

—¡Soron de Ar! —exclamé.

Sonrió, mientras se quitaba la cinta y la guardaba en la bolsa de la silla.

—¡Eres el mercader de esclavos Soron de Ar! —dije.

—Cuando te vi por primera vez decidí que serías para mí. Cuando te arrodillaste ante mí y dijiste
«Cómprame, Amo»
, resolví poseerte. Luego, más tarde, cuando volví a mirarte y volviste la cabeza, enfadada, y miraste a otra parte, supe que no descansaría hasta que fueses mía —sonrió—. Pagarás caro aquel desaire, querida mía.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

Se encogió de hombros.

—Supongo que me quedaré contigo durante un tiempo, para satisfacer mi interés y proporcionarme diversión, y luego, cuando me canse de ti, dispondré de tu persona.

—Podrían darte oro por mí —le dije—. ¡Véndeme en Ar!

—Dispondré de ti como me plazca.

—¿Por qué no me compraste a Targo?

Bajó los ojos para fijarlos en mí.

—Yo no compro mujeres —afirmó.

—¡Pero si eres un mercader de esclavas!

—No.

—Sí. Eres Soron de Ar, el Mercader.

—Soron de Ar no existe —afirmó.

Le miré con horror.

—¿Quién eres tú? —pregunté.

Nunca olvidaré las palabras que pronunció, ni lo mucho que me atemorizaron.

—Yo soy Rask —me dijo—, de la casta de los guerreros, de la ciudad de Treve.

14. TENGO QUE SOMETERME

Llevaba ya dos días en el campamento secreto de Rask de Treve.

Cuando su tarn se posó en el claro que había en medio de las tiendas, rodeadas por una alta empalizada de troncos afilados algunos de los cuales medían unos seis metros de alto, hubo muchos gritos y bienvenidas.

Rask de Treve era popular entre sus hombres.

Vi entre los guerreros esclavas que llevaban collares y breves túnicas. Ellas también parecían complacidas. Les brillaban los ojos. Se agolparon a nuestro alrededor.

Riendo y alzando las manos, Rask de Treve recibió los saludos de las gentes de su campamento.

Olía a bosko asado. Era media tarde.

Soltó mis tobillos atados a la anilla que había a la derecha de la silla. Luego hizo lo mismo con mis muñecas, atadas a la izquierda, pero no soltó mis muñecas. Yo tenía, por tanto, las manos atadas delante de mi cuerpo. Me tomó sin ningún esfuerzo en sus brazos y se deslizó por la parte de atrás del tarn. Me dejó de pie junto a la silla. Ni me echó boca abajo sobre el suelo, ni puso su pie sobre mi nuca, ni me obligó a arrodillarme.

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