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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (4 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Me quedé sentada en el Masereti, con el corazón latiendo con fuerza y las luces apagadas.

En cuestión de segundos, el otro coche pasó, y tomó una curva.

Esperé medio minuto y regresé al camino. Conduje sin luces durante algunos minutos, siguiendo la doble línea amarilla del centro de la carretera a la luz de la luna. Luego, cuando llegué a una autopista más transitada, mejor pavimentada, las encendí y seguí mi camino.

Había sido más lista que ellos.

Seguí al norte. Imaginé que ellos suponían que yo había retrocedido, y estaba regresando al sur. No pensarían que continuaba mi viaje en la misma dirección. Me tendrían por más inteligente que eso. Pero yo era mucho más inteligente que ellos, pues eso era justamente lo que iba a hacer.

Eran ya casi las cuatro y diez de la madrugada. Me acerqué a un pequeño motel, un grupo de bungalows, algo apartado del camino. Aparqué el coche detrás de uno de los bungalows para que no pudiera ser visto desde la carretera. Seguro que nadie pensaba que yo pasaría a esa hora. Cerca, en dirección al norte de la autopista, había un bar abierto. No había prácticamente nadie. Las luces de neón rojas del local brillaban en la oscura y calurosa noche. Estaba muerta de hambre. No había comido nada en todo el día. Entré y me senté en uno de los reservados, para evitar ser vista desde la autopista.

—Siéntese en el mostrador —me dijo el muchacho que atendía. Estaba sólo.

Tomé dos bocadillos, de roast beef frío y pan seco, un trozo de tarta que había sobrado y una botella pequeña de batido de chocolate.

En cualquier otra ocasión me hubiera parecido horrendo, pero aquella noche me sentí encantada.

Enseguida alquilé un bungalow para pasar la noche; justo detrás de éste había aparcado el coche.

Puse mis pertenencias en el bungalow y cerré la puerta con llave. Estaba cansada, pero satisfecha interiormente. Me encontraba verdaderamente complacida con lo bien que había hecho las cosas. La cama parecía tentadora, pero yo estaba sudorosa, sucia, y me molestaba particularmente acostarme sin darme una ducha. Además, quería lavarme.

En el cuarto de baño, examiné la señal de mi muslo. Me ponía furiosa. Pero mientras la miraba, llena de rabia, no pude evitar sentirme atraída por su forma cursiva y su graciosa insolencia. Apreté los puños. Arrogancia, ¡eso era lo que habían plasmado en mi cuerpo! ¡La arrogancia, la arrogancia! Me marcaba. Pero de una manera hermosa. Me miré en el espejo. Miré la señal. No cabía la menor duda. Aquella marca, de alguna manera, insolentemente, increíblemente, realzaba mi belleza. Me sentía furiosa.

Al mismo tiempo, y de un modo incomprensible, descubrí que sentía cierta curiosidad por experimentar la caricia de un hombre. Los hombres nunca me habían importado demasiado. Aparté aquel pensamiento de mí. ¡Yo era Elinor Brinton!

Examiné la tira de acero de mi garganta. Por supuesto, no entendí la inscripción que llevaba. Ni siquiera podía reconocer el alfabeto. En realidad, quizás no fuese más que un diseño en forma cursiva. Pero en mi interior algo me decía que no lo era, tal vez por los espacios, y la formación de los caracteres. El cierre era pequeño pero pesado, la anilla se ajustaba perfectamente a mi cuello.

Al mirar al espejo se me ocurrió que también ella, como la marca, era algo atractiva. Acentuaba mi delicadeza. Y no me la podía quitar. Me sentí desvalida por unos instantes; poseída, como una cautiva, propiedad de otros. Tan sólo durante unos segundos afloró a mi mente la fantasía de verme a mí misma, con la anilla, marcada como lo estaba, desnuda en los brazos de un bárbaro. Me estremecí asustada. Nunca antes había sentido algo parecido.

Aparté la mirada del espejo.

A la mañana siguiente me libraría de la anilla de acero.

Me metí en la ducha y al poco rato ya estaba cantando.

Había enrollado una toalla alrededor de mi pelo y, una vez seca y fresca, aunque cansada y muy feliz, emergí del cuarto de baño.

Abrí la cama.

Estaba a salvo.

Al prepararme para la ducha había metido mi reloj de pulsera en el bolso. Miré qué hora era: las cuarenta y cinco. Volví a dejarlo en el bolso.

Alargué la mano para tirar de la frágil cadena que colgaba de la lámpara.

Entonces lo vi. En el espejo, al otro lado de la habitación. En la basa del espejo había un tubo de pintalabios abierto, mío, que alguien había cogido de mi bolso mientras me duchaba. Sobre el espejo, en su superficie, dibujada con carmín, estaba la marca, la misma marca cursiva y grácil, que yo llevaba en el muslo.

Cogí el teléfono, pero no había línea.

La puerta del bungalow estaba sin cerrar del todo. Yo la había cerrado con llave. Pero alguien la había abierto e incluso descorrido el pestillo. Corrí a la puerta, la cerré como había hecho antes, y me apoyé en ella. Me eché a llorar.

Presa del pánico recogí mis ropas y me vestí.

Quizás tuviese tiempo. Tal vez se hubiesen ido, tal vez estuviesen esperando fuera. No lo sabía.

Revolví el bolso buscando las llaves del coche.

Volé hacia la puerta.

Pero, de pronto, muerta de miedo, no me atreví a tocarla. Podían estar esperando justo al otro lado.

Me fui hacia la parte de atrás del bungalow. Apagué la luz y permanecí quieta y aterrorizada en la oscuridad. Descorrí las cortinas de la ventana posterior del bungalow. La ventana estaba cerrada. La abrí. Sin hacer el más mínimo ruido, lo cual me alivió, se deslizó hacia arriba. Miré afuera. No se veía a nadie, pero podían estar allí delante. O tal vez se hubieran marchado, pensando que yo no vería la señal hasta la mañana siguiente. No, no, seguramente estaban allí mismo.

Salí por la ventana.

Dejé la pequeña maleta en el bungalow tenía mi bolso, que era lo importante. Dentro llevaba los quince mil dólares y las joyas. Y lo principal: las llaves del automóvil.

Subí al coche sigilosamente. Tendría que ponerlo en marcha y acelerar antes de que nadie pudiese detenerme. El motor todavía estaba caliente. Se encendería inmediatamente.

Gruñendo y cogiendo impulso, el Maserati volvió a la vida; escupiendo piedras y polvo con sus ruedas traseras dobló la esquina del bungalow a toda velocidad.

Pisé a fondo los frenos a la entrada de la autopista, patiné sobre el cemento y, con un chirrido de neumáticos y el olor a quemado que desprendieron, reemprendí mi marcha. No había visto a nadie. Di las luces del coche. Me crucé con algunos vehículos; otros me adelantaron.

No parecía haber nadie detrás mío.

No podía creer que estuviese a salvo. Pero no me perseguía nadie.

Con una mano luché con los botones de mi blusa negra para abrocharlos. Encontré el reloj en el bolso y lo deslicé hasta mi muñeca. Eran las cinco menos nueve minutos. Todavía estaba oscuro, pero era agosto y no tardaría en amanecer.

De repente, siguiendo un impulso, tomé una pequeña carretera lateral, una de las muchas que salían de la autopista.

No podrían saber cuál había seguido.

Comencé a respirar con más tranquilidad.

Relajé el pie que tenía sobre el acelerador.

Lancé una mirada al espejo retrovisor. Moví la cabeza para ver mejor. No parecía que fuese un coche, pero era indudable que había algo en la carretera detrás de mí.

Por unos instantes no pude ni tragar. Se me secó la boca. Conseguí hacerlo con dificultad.

Estaba a unos doscientos metros detrás de mí y se movía bastante despacio. Daba la impresión de no tener más que una sola luz. Pero parecía que ésta alumbraba la carretera por debajo suyo; era como una balsa amarilla que se desplazaba y desprendía un haz de luz. A medida que se acercaba, yo gritaba más. Se movía en silencio. No había ningún sonido de motor o de algún tipo de propulsión. Era redondo, negro, circular, pequeño, de unos tres metros de diámetro y unos dos de grosor. No se desplazaba por la carretera. Lo hacía por encima de ella.

Apagué las luces del Maserati y giré fuera de la carretera, dirigiéndome a algunos grupos de árboles que había en la distancia. El objeto llegó al punto por el que yo había salido, pareció detenerse, y luego, para mi desesperación, giró suavemente en mi dirección, sin prisa. Vi, a la luz amarilla que desprendía, la hierba del campo, y sobre ella las huellas de mis rodadas.

Me puse a conducir histéricamente por los campos, torciendo y girando, sin dejar de acelerar. Tenía miedo de quedarme atrapada y quemar mis posibilidades de salir de allí.

El objeto, con su luz amarilla, suavemente, y sin tener ninguna prisa, no dejaba de acercarse más de mí.

El Maserati golpeó fuertemente una roca y el motor se paró, intenté ponerlo en marcha por todos los medios, desesperada. Por dos veces creía que lo conseguiría, pero luego sólo se oía el ruido de la llave. Repentinamente me vi bañada en luz amarilla y chillé. Se quedó suspendida en el aire sobre mí. Salté del coche y corrí hacia la oscuridad.

La luz se desplazó un poco, pero ya no volvió a encontrarme.

Llegué a los árboles.

Desde allí vi aterrorizada como la desagradable forma se colocaba sobre el Maserati.

Por un momento pareció como si una luz azulada saliese de aquella cosa.

El coche dio la impresión de encogerse, de vibrar bajo la luz azulada, y luego, para horror mío, desapareció.

Yo estaba de pie con la espalda apoyada en un árbol y una mano puesta sobre la boca.

La luz azul desapareció.

La amarillenta brilló de nuevo.

Aquella cosa giró hacia mí y comenzó a desplazarse lentamente en mi dirección.

Me di cuenta de que estaba abrazada al bolso. Lo había cogido en algún momento, de manera instintiva, al abandonar el coche. Contenía mi dinero, mis joyas, y el cuchillo de cocina que había echado dentro en el momento de abandonar el ático. Me volví y eché a correr, presa del pánico, a través del oscuro bosque. Perdí las sandalias. Tenía los pies llenos de arañazos y cortes. Llevaba la blusa rota. Una rama azotó mi vientre y grité de dolor. Otra se me clavó en la mejilla. Corría tanto como me era posible. La luz parecía muy cercana, pero no me daba alcance. Yo corría para alejarme de ella, abriéndome camino entre los matorrales y los árboles, llena de heridas y arañazos. Una y otra vez parecía que iba a iluminarme; barría los árboles y la maleza sólo a unos metros de mí, pero no me rozaba, y yo lograba apartarme en el último momento para seguir corriendo. Tropezaba con las piedras, las ramas o las raíces del bosque, llevaba los pies ensangrentados y me costaba respirar. Las manos, a pesar de llevar la derecha cogida al bolso, me ayudaban a luchar contra la maleza y las ramas que me golpeaban. No podía correr más. Me desplomé a los pies de un árbol, jadeante y con todos los músculos de mi cuerpo rotos por el esfuerzo. Me temblaban las piernas. Mi corazón latía a toda velocidad.

La luz se dirigió hacia mí de nuevo.

Me puse en pie como pude y corrí para que no me alcanzase.

Entonces vi unas luces bajo los árboles y los matorrales a unos cincuenta metros por delante de mí, en una especie de claro del bosque.

Corrí hacia ellas.

Llegué a toda prisa y con cierta torpeza a aquel claro.

—Buenas noches, señorita Brinton —dijo una voz.

Me detuve atónita.

Al mismo tiempo sentí que las manos de un hombre se cerraban sobre mis brazos por detrás.

Intenté débilmente soltarme, pero no pude.

Cerré los ojos ante el reflejo de la luz amarilla sobre el suelo.

—Éste es el punto P —dijo el hombre. Reconocí su voz. Era la del individuo más corpulento, el que había estado en el ático aquella tarde. Ya no llevaba la máscara puesta. Tenía los ojos y el cabello castaños y era bien parecido—. Nos ha dado usted muchos problemas —dijo. Luego se volvió hacia otro hombre—. Trae el grillete de la señorita Brinton.

4. LA CÁPSULA DE LAS ESCLAVAS

El hombre que me sujetaba me guió desde donde yo me encontraba hasta un lugar en uno de los lados del claro. El otro hombre lo acompañó, y algunos más.

La luz amarilla se extinguió, y la oscura y desagradable forma se posó suavemente sobre la hierba del claro.

Aún no había amanecido, pero no tardaría mucho en hacerlo.

Vi cómo se abría una escotilla en la parte superior del disco. Salió un hombre. Llevaba puesta una túnica negra. Los otros hombres iban vestidos de forma convencional, al menos los que yo veía en aquel momento en el claro.

Otras luces crecieron en intensidad de manera gradual a partir de entonces.

Me costaba respirar.

En el centro del claro había una forma oscura y grande, mucho más grande que la otra, pero no particularmente diferente en cuanto al diseño o al aspecto. Debía medir unos diez metros de diámetro y unos tres de grosor. Descansaba sobre la hierba. Estaba hecha de metal negro. En ella había varios orificios y escotillas. Una puerta permanecía abierta en uno de los lados, frente a mí. Se abría de manera que tocaba la hierba y formaba como una rampa, a través de la cual la nave podía ser cargada.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es esto? —pregunté en voz baja.

—Puedes soltarla —le dijo el hombre al que me sujetaba.

Éste obedeció.

Me encontraba de pie entre ellos.

Vi entonces que había un camión en otro lado del claro.

Estaban descargando cajas de varios tamaños y las colocaban en la nave.

—¿Le gustó el collar? —preguntó el hombre, amablemente.

Sin darme cuenta, me llevé las manos a la garganta.

Dio unos pasos y se colocó detrás de mí; abrió de un tirón el botón superior de mi blusa negra. Noté que ponía una pequeña y pesada llave en el cierre, también pequeño y pesado. El collar que me rodeaba el cuello se abrió al instante.

—Sin duda le darán otro —dijo. Se lo entregó al otro hombre, que se lo llevó.

Me miró.

Yo seguí apretando el bolso contra mí.

—Déjeme marchar —susurré—. Tengo dinero. Aquí. Y joyas. Y mucho más. Es todo suyo. Por favor...

Rebusqué en mi bolso y puse los billetes y las joyas en sus manos.

Le alargó los billetes y las joyas a otro hombre. No los quería.

Los hombres habían comenzado a traer, con más cuidado, algunas de las cajas del camión y las colocaron cerca de la gran escotilla abierta de la nave.

Apreté el bolso con mi mano derecha, medio abierto. Me sentía mal.

El hombre corpulento tomó mi mano izquierda y me quitó el reloj.

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