Authors: Javier Chiabrando
Tags: #Chiabrando, #policial, #cacería, #célula, #nazis, #argentina, #interior, #crimen
Almorzaba un bife o una pechuga de pollo a la plancha con un tomate, una ensalada de lechuga o remolacha. Bebía soda de sifón. De postre, una fruta, la que estaba más barata esa semana. Esa era la vida que Pierino podía mostrarle a cualquiera, y a la que nadie se habría asomado de aburrida que era. Oficialmente era un comerciante menor, sin demasiada ambición ni luces. Era verdad. Pierino era eso. Había acumulado una pequeña fortuna, pero de eso tampoco hablaba; de eso no se habla a menos que sea estrictamente necesario. Quedaba algo más, no lo más importante ni lo más fotogénico, pero ahí estaba: una herida, siempre sangrante, nacida en las contradicciones de la historia, que en Pierino se manifestaba en ansias de justicia que ni él ni nadie podría diferenciar fácilmente de la venganza. Pierino Baldacci era un cazador de nazis; es un decir.
Existe la posibilidad de que Pierino no se llamara Pierino Baldacci. Poco importa; sus enemigos, liebres o leones, siempre usaban nombres falsos. Hubo quienes ni siquiera lo creían italiano; lo era, piamontés, para más datos, turinés. Tenía, eso sí, una sospechosa nariz de judío, pero nariz de judío tienen muchos italianos y narices más grandes también. ¿Serán, todos los narigones italianos, judíos haciéndose los distraídos? ¿No somos en el fondo todos un poco griegos? Bueno, los judíos no. ¿Y qué, no tienen narices los griegos? Sea como sea, Pierino iba por la vida como un italiano argentinizado de los tantos que andan por ahí, aunque su trabajo se pareciera más al de cualquier judío de los tantos que andan por ahí, sobre todo en Once, donde merodeaban él y sus socios de cacería. ¿Acaso no venden ropa los italianos? Italiano, judío o chino, Pierino aclaraba poco, y si en el Montecarlo hablaba, hablaba de ropa y de viajes.
El día siguiente a ese día importante que entró al Montecarlo y llamó a Cosme para decirle que el cargamento de toallas estaba en el puerto, Pierino se hizo el difícil, sobre todo con Cosme, al que cruzárselo en la calle era de lo más común. No contestó el teléfono, no visitó a Elio ni a Gerard, ni siquiera fue hasta su propio depósito, y se apareció en el negocio de Saúl recién media hora antes del cierre. Y si visitó a Saúl era porque estaba enfermo, y Pierino no era de fallarle a los amigos; a lo sumo no les atendía el teléfono.
–Ni te aparezcas por la casa de Cosme –le dijo Saúl apenas lo vio entrar.
–Hace dos años que no voy, así que no veo por qué iría ahora.
–Dice que sus contactos están furiosos y que quieren quitarnos el apoyo.
–No pueden quitarnos lo que no nos dieron. Mucho peor sería que nosotros les quitemos el apoyo a ellos.
–Sí, pero dice Cosme…
–Es un perro, Saúl, y vos lo sabés bien…
–¿Y a mí qué me decís? Claro que sé que es un perro.
–¿En mi lugar qué habrías hecho?
Saúl se quedó pensando pero sus manos siguieron doblando y apilando repasadores.
–Lo que hice –dijo con el último repasador en su lugar.
La conversación se interrumpió cuando una mujer entró al local. Estamos frente a otro de los momentos importantes de esta historia, el momento en que una mujer llamada Sara Laja, pequeña de estatura, con aspecto inconfundible de mujer hogareña en su única visita anual a una gran ciudad, batón floreado y pañuelo de lunares en la cabeza, entra a un local del Once y por motivos más que azarosos nombra a un tal Víctor cuando en realidad estaba comprando sábanas para el casamiento de su hija y ambas cosas no podían estar relacionadas de ninguna manera.
–Sábanas –le dijo Sara a Saúl–. De dos plazas, que se casa mi hija.
Saúl le mostró uno, dos, tres juegos, siempre alabando algo, la tela, el color, el precio.
–Estas son buenas, las mejores que se consiguen ahora –le decía Saúl con ese acento tan suyo, lo que desató la pasión de Sara Laja por las analogías.
–En Los Algarrobos había un hombre que hablaba igual que usted. Que tenía igual acento. Igualito, igualito –dijo como si no bastara.
Saúl era un judío alemán. Es decir un alemán. De Berlín.
–¿Es usted holandés? –le preguntó la mujer a Saúl–. Porque Víctor era holandés. ¿Dónde queda Holanda?
Sin decir nada más, Saúl se fue al fondo del salón a acomodar toallas. Había recibido un enorme cargamento de importadas. Las había amarillas, negras, verdes, blancas, con dibujos, sin dibujos, para chicos, para grandes, para amantes del deporte y para amantes simplemente. Pierino las vendía muy bien cada vez que viajaba al interior.
Pierino reemplazó a Saúl detrás del mostrador. De entre el montón de sábanas eligió unas rojas.
–Estas son las que le conviene a su hija. Son las más duraderas y las que menos plancha necesitan.
–Pero son las más caras.
–Eso depende del tiempo que duren.
–Y, son jóvenes, ¿sabe?
Sara Laja miró las sábanas de un lado y del otro.
–Parecen buenas, pero son muy caras y me quería llevar varios juegos. No traje tanto dinero.
–¿Cuándo se casa su hija?
–Dentro de un mes.
–Yo puedo llevarle estas sábanas la semana que viene, y usted me las paga en cuotas.
–¿Y por qué haría usted eso?
–A eso me dedico.
Sara simula que lo piensa; cómo negarse a un ofrecimiento semejante. Pierino sabía que aceptaría. Excepto a una mujer que busca que la contengan, Pierino comprendía con bastante precisión al resto, claro que no las llamaba mujeres sino clientas.
–Lo espero, entonces. ¿Cuándo?
–El lunes de la semana que viene estoy por allá. ¿Y qué fue de ese hombre?
Al oír la palabra hombre, Sara Laja actuó como si su corazón pegara un salto hacia cualquier lugar buscando protección; hombres solo podían significar problemas.
–¿Qué hombre?
–El que hablaba igual que Saúl –dijo Pierino y lo señaló en el fondo revolviendo toallas.
–Ah, Víctor. Murió hace poco, pobre. Todavía tengo sus cosas en mi casa. Vivía en una piecita del fondo que yo le alquilaba. Por ahí podría usarla usted si se piensa quedar varios días por la zona. Claro que tendría que tirar las cosas de Víctor.
Pierino no preguntó el apellido; qué sentido tenía, nunca lo habría considerado el verdadero. Y si lo era, igual Pierino iría a comprobar si era berlinés, otro tano perejil o tenía una foto abrazado a Hitler.
–No tire nada. Yo se la alquilo así –dijo Pierino y le dio el único billete que tenía.
Sara Laja lo rechazó.
–Eso lo arreglamos después. Y con respecto a la habitación, mire que ese hombre juntaba porquerías. Revistas, libros, trofeos. Apenas entra la cama.
–Me basta la cama. No tire nada, que me gusta leer revistas viejas.
–¿Lee en holandés?
–Me las rebusco.
Y Sara, que no sabía dónde quedaba Holanda, creyó que Pierino se estaba burlando amistosamente de ella; y le gustó.
La primera vez que Pierino vio a Di Salvo le pareció un estúpido, lo que la tradición popular llamaría un idiota útil. Pero un idiota útil, un imbécil como Di Salvo, que ni siquiera había tenido la viveza de quemar la foto que compartía con Mussolini, se había cobrado la vida de muchísima gente. Así de frágil es la vida; lugar común de los más odiosos. Claro que de no haber existido Di Salvo la orden la habría dado otro y los muertos muertos estarían. Para Pierino no había confusión posible: el que había dado la orden de subirlos a ese tren y de llevarlos al infierno había sido Di Salvo. Entonces: era culpable.
Pierino había caminado los doscientos metros azotado por el sol y el polvo de aquel pueblo de mierda, y había entrado a la bicicletería de Di Salvo haciéndose el boludo, boludo cosmopolita pero boludo al fin, mirando las bicicletas desarmadas como si fueran de colección, los almanaques de las paredes que ni siquiera eran del año, para detenerse en el anuncio de una carrera de bicicletas para veteranos que se haría en Merlo dos semanas más tarde. El anuncio estaba al lado de una foto de Di Salvo vestido de pechera con número y aire concentrado de ciclista profesional.
Di Salvo apareció en persona. A Pierino le pareció un verdadero estúpido y un real idiota útil, y por eso peligroso. Le ofreció sábanas, toallas, pantalones, medias y ropa interior de hombre y mujer, para recibir negativas sin una pizca de énfasis. Di Salvo se desentendía de todo lo que no fuera su foto con Mussolini y su linaje de ciclista, con higiénicas y esporádicas atenciones al cuerpo acrobático de Luciana. Eso lo sabía bien Pierino por el relato de ella, a la que no se le escapaban los detalles como buena psicóloga vocacional que era. De cosas así dependía su trabajo y su futuro. De percepciones así dependían las ventas y las cacerías de Pierino.
Di Salvo sólo negaba. Negó hasta que Pierino le dijo que en su juventud había sido ciclista, que había corrido algunas carreras en Torino y que en el sótano de su casa había una bicicleta que describió como de las mejores sin agregar nada más para no delatarse. Imposible saber si Di Salvo sintió interés por el relato o si creyó que podía hacerse un pequeño negocio comprando una buena bicicleta a precio de pueblo perdido en medio de la nada. Los dos hombres pasan a comunicarse en italiano. Pierino le dijo que esperaba que su esposa no la hubiera vendido aprovechando uno de sus viajes, que la bicicleta estaba desarmada, y que no era mala idea aprovechar la carrera de veteranos en Merlo para despuntar el vicio, más aún luego de haber conocido a alguien capaz de volver a poner la bicicleta en forma. Pierino era implacable como vendedor y como cazador. Aquí está la prueba: logró que el imbécil de Di Salvo se entusiasmara sin la mediación de ninguna orden ni guerra que justificara lo peor que cada hombre tiene a flor de piel y que sale a pasear al primer tañido de campana.
Quedaron en que Pierino volvería la semana siguiente, que Di Salvo pondría su bicicleta en forma y que correrían la carrera codo a codo, a la manera del equipo Cinzano. Claro que Pierino no volvería sólo por la carrera, eso hubiera sido sospechoso. Volvería porque en Merlo se celebraban tres bodas el mismo mes.
–Tres bodas son tres bodas –dijo Pierino–. Tres vestidos de novia, ropa de fiesta, sábanas. Los vestidos de novia no fallan. Hubo un caso en que le vendí un vestido de novia a una chica que ni novio tenía. Lo compró por las dudas.
–¿Dónde consigue la mercadería? –preguntó Di Salvo casi de compromiso.
–Colegas, amigos. Lo que a veces cuesta conseguir son los vestidos de novia. Una vez tuve que traer uno francamente feo. Entro a la casa de la novia con el vestido en la valija. Sale la madre, me presento. Sale la tía. Me presento. Sale la novia. La hubiera visto…
–¿Linda?
–La más fea del barrio, del pueblo y de la provincia. Feísima, pobre… Yo me dije: vestido feo para novia fea. Si el novio se enamoró de esta mujer no va a distinguir la diferencia entre un vestido feo y otro lindo. Metí la mano en la valija y lo saqué. Hice como cuando un mago saca el conejo de la galera. De un sacudón le puse el vestido frente a los ojos. Hubiera visto la felicidad de esa chica. Hasta parecía linda. Después supe que sería fea pero no tonta. Se casaba con un tipo que tenía quinientas hectáreas de campo.
Por si necesitaba entusiasmo extra de Di Salvo, Pierino sugirió que quizá luego de la carrera había llegado el momento de vender la bicicleta, que su mujer ya no sabía donde ponerla y que su rodilla no era la de otros tiempos. Ya lo dijimos: Pierino era implacable.
Volvió a Buenos Aires con la información que Cosme le pidió. Los datos que Pierino sabía entonces de Di Salvo eran: “Antonio Mastrángelo, edad aproximada 55 años, italiano, ciclista vocacional, acento milanés (con certeza), tiene en su poder una foto donde están él y Mussolini”. El resto eran descripciones físicas detalladas: forma de la cabeza, orejas, nariz, cejas. Pierino había aprendido a diferenciar las partes del cuerpo según el origen étnico leyendo un libro mimeografiado que había encontrado en plena calle en Berlín dos días después de la caída, y que entregó a sus superiores pensando que podía ser útil. Resultó ser un estudio de Mengele.
–¿Es todo? –le preguntó Cosme.
–Está en una foto con el Duce.
–¿Y?
–¿Te parece poco?
–¿No fuiste al cine últimamente?
–¿Eso qué tiene que ver?
–El otro día vi una película donde aparecía Hitler saludando a una plaza llena de soldados.
–¿Y?
–¿Vale la pena perseguir a cada uno de esos soldados, que también están en una foto con Hitler? ¿No sería una pérdida de tiempo?
–¿Eso lo pensaste solito o es una idea de tus famosos contactos?
–Es una idea mía, pero mis contactos piensan lo mismo.
–Mirá vos…
Le dieron vueltas al asunto una y otra vez hasta que Cosme aceptó trasmitir los datos de Mastrángelo a sus contactos, que dos días después contestaron que posiblemente se tratara de Antonio Di Salvo, al que se suponía en el país desde hacía tiempo. Junto a la respuesta había una copia del legajo militar y una foto de Di Salvo joven y de rasgos algo idiotas acentuados con el tiempo; hacía buena yunta con Mussolini, aunque Di Salvo no era petiso. Por mucho tiempo que hubiera pasado, Pierino no tuvo ninguna duda: Antonio Mastrángelo era Antonio Di Salvo, ayer asesino, hoy bicicletero.
Cosme se lo confirmó a sus contactos. La respuesta demoró tres días que a Pierino le parecieron años, y bisiestos. Ni encerrarse en su depósito y hacer inventario lo calmaba. Mientras la respuesta se demoraba se dedicó a conseguir una buena bicicleta, y para eso fue a cortarse el pelo a lo de Julio el gallego, donde se cortaban Cosme, Saúl, Elio, Gerard y todos los muchachos del café excepto dos que eran calvos. Entró a la peluquería a media tarde, cuando estuvo seguro de que había al menos cinco personas antes que él. El gallego se ofreció a guardarle el turno, a lo que Pierino se negó para luego sentarse a leer la colección de El Gráfico que Julio ponía a disposición de los clientes. Recién al hojear la revista número veinte se topó con una nota relacionada con ciclismo pero no con una marca de bicicletas, que encontró en la veintiuno. Bicicletas Fausto Coppi, igual que el héroe del ciclismo; piamontés tenía que ser. Memorizó el nombre justo cuando le tocaba el turno.
–Cortame corto –le dijo Pierino a Julio–. En el último viaje me cociné de calor.
–Con el pelo corto te vas a quemar la cabeza.
–Bueno, entonces cortame como siempre.
Conversación que habían sostenido otras veces, calcadas en sus palabras y pausas. Posiblemente Julio no supiera hacer otro corte, y utilizaba esos argumentos para no delatarse: con el pelo corto te asás, no te hagás el pibe, a vos no te queda bien porque tenés mentón cuadrado. Julio imponía en el barrio la moda del corte de pelo como Pierino la de la ropa que debía usarse país adentro.