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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

Centuria (7 page)

BOOK: Centuria
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TREINTA Y SIETE

La mujer que él esperaba no ha acudido a la cita. No obstante, él —el hombre vestido de una manera más juvenil de lo que parecería conveniente— no se siente ofendido; más aún, no experimenta ningún dolor. De estar más atento, tendría que confesar que experimenta un pequeño, pero indudable placer. Puede formular varias hipótesis sobre los motivos por los cuales la mujer no ha acudido puntualmente al encuentro. Mientras sondea las hipótesis, no se aleja del punto señalado para la cita, sólo se aparta un poco de él, como si fuera un agujero en el cual algo de ella, o ella por entero, se agazapa. Tal vez se ha olvidado. Como le gusta pensar en sí mismo como en una persona inconsistente, se complace con tales hipótesis, que significarían que también ella le ha identificado como exiguo, casual, hasta el punto de que la única manera de recordarle es olvidarle. Puede haberlo decidido en un momento de extravagancia, tal vez de cólera, ya que es una mujer impetuosa: y entonces le hubiera reconocido su función de estorbo, una minúscula desgracia, no evidentemente una congoja del corazón, pero sí algo que ella no puede alejar de su propia vida, o al menos durante algunos días. Puede haber confundido la hora de la cita, y en ese momento se da cuenta de que, tampoco él, tiene claro a qué hora era. Pero no se preocupa, ya que le parece natural que la hora sea imprecisa, puesto que él se considera perpetuamente citado con la mujer que no ha llegado. ¿No podría tratarse de un error de lugar? Sonríe. ¿Tal vez significa que ella se oculta, se refugia en algún lugar secreto, y que la ausencia es en tal caso miedo, fuga, o quizás juego, reclamo? ¿O que la cita era en todas partes, por lo que nadie, en realidad, ha podido fallar al otro, ni respecto al lugar ni respecto a la hora? Así que él debiera aceptar que, en realidad, la cita no sólo ha sido respetada, sino obedecida con absoluta precisión, más aún, que ha sido interpretada, comprendida y consumada. El leve placer se está convirtiendo en un comienzo de alegría. Decide incluso que la cita ha sido vivida hasta tal punto que ahora ya no puede dar de sí nada más elevado y total. Bruscamente, da la espalda al lugar del encuentro, y susurra tiernamente «Adiós» a la mujer que está dispuesto a encontrar.

TREINTA Y OCHO

No hay duda de que está pensativo, situación no excepcional, ya que es hombre al que le gusta pensar metódica, lúcida y finamente, diferenciando los conceptos que maneja con competencia profesional. En cierto modo, hoy está pensativo sobre el hecho de estar pensativo, ya que su reflexión ha rozado un tema que, en su conjunto, no le parece adecuado o, más exactamente, le parece contaminado por una fundamental repugnancia a las ideas claras y precisas, y eso le infunde un vago malestar, o tal vez sea mejor dejarlo en molestia. El tema es el amor. Siente un vivo e indudable interés por una joven, la cual, en opinión de algunos expertos, muestra manifiestos indicios de enamoramiento. Ahora bien, él está totalmente convencido de que su vivo e indudable interés corresponde a una variante de la amistad, de la participación, de la colaboración afectiva —es un término que le parece muy satisfactorio— pero es totalmente ajeno al amor. Sin embargo, tiene la impresión de que la joven, a la que no niega unas considerables cualidades tanto físicas como mentales, tiende a proponer una interpretación poco clara, poco razonadamente precisa de sus relaciones. La cosa le molesta, ya que no hay duda de que aprecia la presencia de la joven en su vida con sincero fervor. Por otra parte, no puede, por el respeto que debe a su propia probidad mental, aceptar ni la joven, tal vez un poco precipitada, crea estar prácticamente en puertas de una relación, ni que se le atribuyan a él pensamientos poco claros, que por ejemplo, no se establezca una sólida aduana léxica entre «violento afecto» y «amor». Él es absolutamente consciente de que en él no hay amor, no hay predisposición a una relación privada, y que en ningún futuro imaginable puede suponerse nada parecido. Su posición le parece clara, honesta y explícita. No entiende por qué a la joven le cuesta esfuerzo entender proposiciones tan lúcidas, y permanezca cerrada a su propuesta de una relación no relacional, sin amor pero afectuosa, cálida pero distanciada, que, en su opinión, combinaría la claridad y la utilidad. Por otra parte, él no niega que el enamoramiento de la joven le halaga enormemente, y si la joven se desenamorara, la cosa le parecería muestra de inconstancia; y le resultaría difícil ser amigo de un ser inconstante y poco claro. Al llegar aquí, se queda pensativo. Tiene la impresión de haber caído en la trampa de lo «no claro» y experimenta un ligero ataque de angustia que sólo finalizará cuando haya escapado total e irreparablemente de ella.

TREINTA Y NUEVE

Una sombra veloz corre entre las alambradas, las trincheras, las siluetas nocturnas de las armas; el correo tiene prisa, le empuja una furia feliz, una impaciencia sin tregua. Lleva un pliego en la mano, y debe entregarlo al oficial que manda aquel reducto, escenario de muchas muertes, de muchos fragores y lamentos e imprecaciones. El ágil correo pasa entre los grandes meatos de la prolongada guerra. Ya está, ha llegado ante el comandante: un hombre taciturno, atento a los rumores nocturnos, a los estruendos lejanos, a los rápidos fuegos inaferrables. El correo saluda, el comandante —un hombre que ya no es joven, con el rostro arrugado— despega el pliego, lo abre, lee. Con la mirada atenta, relee. «¿Qué significa?» pregunta extrañamente al correo, ya que el mensaje no está en clave, y claras y habituales son las palabras con que está escrito. «La guerra ha terminado, comandante» confirma el correo. Consulta su reloj de pulsera: «Ha terminado hace tres minutos.» El comandante alza el rostro; y con infinito estupor el correo descubre en aquel rostro algo incomprensible: un principio de horror, de espanto, de furor. El comandante tiembla, tiembla de ira, de rencor de desesperación. «Vete, carroña», ordena al correo: este no entiende, y el comandante se levanta y le abofetea. «Largo o te mato.» El correo huye, con los ojos llenos de lágrimas, de angustia, casi como si se le hubiese contagiado el espanto del comandante. Así que, piensa el comandante, ha terminado la guerra. Se vuelve a la muerte natural. Se encenderán las luces. Oye voces procedentes de la posición enemiga: alguien grita, llora, canta. Alguien enciende una linterna. La guerra ha terminado en todas partes, ya no queda ninguna huella de guerra, tanto las armas relucientes como las herrumbrosas son definitivamente inútiles. ¿Cuántas veces han apuntado para matarle aquellos hombres que cantan? ¿Cuántos hombres ha matado y ha hecho matar, en la legitimidad de la guerra? Porque la guerra legitima la muerte violenta. ¿Y ahora? El comandante tiene el rostro bañado de lágrimas. No es verdad: hay que dar a entender inmediatamente, de una vez para siempre, que la guerra no puede terminar. Lenta y fatigosamente, empuña el arma y apunta a aquellos hombres que cantan, ríen, se abrazan, enemigos en paz. Sin vacilar, comienza a disparar.

CUARENTA

Entre el final del domingo y la madrugada del lunes, comienza a preparar la semana, tramando un sutil y arduo cálculo de encuentros. En general, dedica el lunes, día obtuso, a una de sus cinco amigas fáciles: llama fáciles a las amigas que no plantean problemas afectivos, sexuales, intelectuales; que, de un día a otro, podría decidir dejar de ver, aquellas con las cuales jamás ha tenido ni la más inocua debilidad. Las amigas fáciles son cinco: dos padecen crisis depresivas, una es una angustiada, la cuarta absolutamente tonta, pero dispuesta a reírle las gracias, la quinta relativamente equilibrada pero demasiado culta. Las depresivas, cuando no están deprimidas, son: una amable y delicada como un sucedáneo de madre, la segunda bruscamente comunicativa y sincera, algo amanerada; excelente la angustiada, cuando ha salido de la angustia, prudente, ligera, inexistente, sumisa. Supongamos que elija la angustiada y la encuentre disponible. No puede excluir una tardía crisis de angustia, y para el día siguiente fijará dos citas —con un amigo extravagante y generoso, y con una mujer apacible y un poco trivial, que desconoce las crisis—. Decidirá después. El miércoles le gustaría ver una mujer a la que desea, aunque no ama, pero no se atreve a hablarle antes de haber comprometido el jueves con una mujer extremadamente consoladora, tal vez enamorada, a la que podrá confiar las inevitables angustias de la cita anterior, cualquiera que haya sido su resultado. El viernes es masculino: tiene tres amigos, ninguno de ellos calificado, uno algo demasiado inteligente para él, otro desgraciado y por tanto propenso a la gratitud, un tercero aburrido porque está enamorado, precisamente no correspondido. El sábado deberá juntarse a un grupo amplio, que en general le acoge sin hacerle caso, pero sin animadversión. Es el día anónimo y a él le basta con que no le obliguen a bailar. Así que elige grupos de mediana edad. Raras veces bebe en exceso; no hace nuevas amistades; no regresa tarde. Le espera el domingo, el terrible día del Señor, ojalá no hubiese muerto, de la familia, del sexo. En vistas a la jornada vacía ha estudiado el itinerario de la semana; con el único y cuidadoso objetivo de demorar la revelación y el suicidio, como lleva haciendo, pacientemente, desde el día de su nacimiento.

CUARENTA Y UNO

El fantasma está aburrido; es difícil, para un fantasma, no experimentar durante gran parte del tiempo una profunda y lenta sensación de aburrimiento. Habita naturalmente en un castillo, en condiciones menos que mediocres, y desolado. Hay ratas, lechuzas, murciélagos. El castillo sólo tiene un modesto valor artístico —un par de balcones de un falso gótico florido, un fresco ilegible con el santo habitual— y por consiguiente no atrae el interés de nadie: ni autoridades, ni estudiosos, ni turistas. Ni siquiera enamorados clandestinos: el camino para llegar a él es largo, tortuoso, e incluye un puente que amenaza con derrumbarse. Es más que probable que el castillo esté destinado a una decadencia continuada, hasta su descomposición total. Es probable que en los periódicos de la provincia, en la cual jamás sucede nada, aparezcan de vez en cuando artículos pintorescos sobre aquel castillo: nunca han llegado a sus manos, le gustaría saber si hablan de él, aunque sólo fuera como objeto de superstición; no es un fantasma ambicioso. Un fantasma puede meditar, leer, pasear, y si es lo bastante estúpido o está muy aburrido, hacer ruido y mover las cortinas; esto, naturalmente, siempre que haya alguien a quien asustar. Un fantasma puede abandonar el castillo que le ha sido asignado durante una sola semana el primer siglo, dos pasado el segundo, y así sucesivamente: una historia bastante burocrática. En teoría, dado la rápida capacidad de desplazamiento típica de los fantasmas, podría ir a visitar a otro fantasma. Pero no sabe, y nadie se lo dirá nunca dónde están alojados esos fantasmas. Faltan, además, veintiocho años para la primera semana, y realmente es un poco pronto para hacer planes. Sabe que también hay fantasmas en la ciudad, pero la idea de dirigirse allí, después de un siglo de soledad, le horroriza. En teoría, un fantasma podría visitarle a él: pero ¿de qué manera y quién puede advertirle de que en aquel castillo vive un fantasma hospitalario? ¿Hospitalario? Honestamente, el fantasma se pregunta si él es realmente hospitalario. ¿Desea encontrar durante unos cuantos días, unas cuantas horas, a otro fantasma? Se pregunta de qué hablarían; con lo formales que son los fantasmas, tendrían que pasar la mayor parte de su tiempo ocupados en presentaciones. Concluidas las presentaciones, podrían comenzar las ceremonias de despedida. Pero es más que probable que en aquella semana no reciba visitas, y tampoco intentará hacerlas. Será simplemente una semana muy nerviosa, llena de sobresaltos, supuestas llamadas a la puerta, en espera del segundo siglo.

CUARENTA Y DOS

Un hombre está intentando olvidar a una mujer; no es una situación excepcional, a no ser por el hecho de que no ama a esa mujer. Una mujer intenta olvidar a un hombre, también a un hombre al que no ama. No han mantenido ninguna relación amorosa, ni siquiera por error, no se han hecho declaraciones, pero tal vez han formulado hipótesis y proyectos para el futuro. Las hipótesis tenían siempre en cuenta el hecho de que el hombre y la mujer no se amaban, y, sin embargo, eran hipótesis que concernían a la mujer y al hombre. Han hablado de muchas cosas indiferentes, y de algunas cosas importantes pero extremadamente genéricas. No, abstractas sería tal vez la palabra más adecuada. De modo que ambos se han enredado en un juego inconsistente de abstracciones, afectivamente desiertas, pero cuya fuerza mental es intensa. ¿Intentan olvidar las abstracciones? Ambos saben que no es así. Su desazón obedece a haber hablado de estas cosas entre ellos, en una condición de absoluto desamor, realizando un gesto en cierto modo ilícito, y que, sin embargo, ahora les afecta. Se han confesado, riendo, que se sentían cómplices casuales de un delito que, en el fondo, era ajeno a ambos: pero en realidad aquel delito ajeno les interesaba enormemente. En efecto, ahora su vida se ve molestada por el paso de figuras abstractas, de hipótesis inaferrables que no consiguen disolver ni fortalecer: cada uno de los dos ha traspasado al otro las propias abstracciones y por una extravagancia no excepcional pero sí excepcionalmente elaborada, con tanta minuciosidad las abstracciones han creado un sistema, se han fundido en una trama que les liga, aunque se sientan, a cualquier otro nivel, absolutamente extraños. Pero su misma extrañeza forma parte, es incluso uno de los centros, o tal vez simplemente el centro, de esa máquina de abstracciones, por la cual se ven ambos arrastrados. Ellos dos, que no son pasionales, han tenido la extraña fortuna de verse empujados hacia una experiencia pasional que no se refiere al cuerpo, ni a las palabras, ni al futuro, ni al pasado. Lentamente, oponiendo abstracción a abstracción, erosionan la imagen del otro; pero temen que, borrada la imagen, expulsada de la propia vida la figura del otro, permanecerá aquella trama de la pasión abstracta, aquella extravagancia del destino, que, por carecer de rostro, es imposible olvidar.

CUARENTA Y TRES

El animal lirio no es, exactamente, un animal; es más bien apacible, e incluso blando; el animal lirio no corre, sino que, para ser precisos, puede permanecer años en la más absoluta y tenaz inmovilidad; el animal lirio no se alimenta de carne de seres vivos, y se comporta, sin embargo, como si ya los hubiese comido; posee, se dice, una especie de memoria del gusto, en la cual está colocada una muestra de la carne del animal muerto y devorado cuando, en realidad, por carecer de boca y de dientes, debido a sus blanduras, el animal lirio en absoluto podría comer carne de seres muertos. Pese a sus características, el animal lirio es estudiado y clasificado como feroz, veloz, carnívoro. Aseguran los técnicos que ningún otro modo de describirlo es adecuado, pese a que reconozcan que el animal lirio no muestra ninguno de los comportamientos típicos de los animales feroces, veloces, carnívoros. La verdad es que todos, los estudiosos que investigan el animal lirio en las silenciosas diapositivas, o, de oídas, en las atemorizadas y golosas charlas de café, y los indígenas saben, que el animal lirio es y debe ser matado porque, precisamente, es blando, estático, austero. Todas sus cualidades que en teoría podrían hacer de él un animal doméstico inocuo y sociable, le confieren una fuerza temible en tanto que insinuante, aunque resulte difícil decir de qué manera se insinúa este animal. En suma, es feroz no pese a ser blando sino precisamente porque lo es, y cualquiera que cuide su blandura morirá. Así que parece cierto que el animal lirio es paradójicamente feroz, y de ahí viene que sea preciso matarlo. Pero precisamente esto es lo difícil. No parece tener corazón que traspasar ni cabeza que degollar, ni sangre que derramar. Quien quiera que haya intentado matarlo con flechas, aún convertidas en más temibles con fuegos resinosos —darle es fácil porque, como se ha dicho, está inmóvil—, le ha atravesado sin hacerle ningún daño; acercársele para recortar su cuerpo —pero ¿tiene cuerpo?— es muy peligroso ya que de cerca el animal lirio puede poner en juego sus terribles blanduras. En realidad, no se conoce a ciencia cierta una manera eficaz de matarle: pero los indígenas sugieren estos procedimientos: lanzar flechas apuntando a la parte opuesta; reclutar cien jóvenes que, sucesivamente, sonrían, inmóviles, al animal lirio; finalmente, y la mejor manera que se conoce, es matarle en sueños, de este modo: se toma el sueño en que está el animal lirio, se enrolla y finalmente se desgarra, sin gestos de ira; pero el animal lirio rara vez se deja soñar.

BOOK: Centuria
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