El surco que tenía la mujer en la frente se hizo más profundo. Pero lo único que dijo fue:
—Transmitiré sus palabras a mi señora, lord Vorkosigan.
Miles hizo un gesto de despedida, bendiciéndola por haberle evitado una conversación más larga y compleja. Cuando volvió la vista atrás, ella ya se había puesto de pie y se alejaba rápidamente.
Miles aún no había pisado el sagrado recinto de las oficinas de SegImp en la embajada de Barrayar. Por discreción, se había quedado arriba, en la zona destinada al cuerpo diplomático. Como había supuesto, las oficinas estaban en el segundo sótano, el nivel más bajo del edificio. Un cabo uniformado lo rastreó con aparatos de seguridad y lo guió hasta la oficina del coronel Vorreedi.
No era tan austera como Miles había esperado: estaba decorada con pequeñas piezas de arte cetagandano; las esculturas que utilizaban energía estaban apagadas. Tal vez algunas eran recuerdos, pero el resto sugería que el oficial de protocolo como lo llamaban oficialmente era un coleccionista de gusto excelente y medios limitados.
El hombre estaba sentado ante una mesa desnuda y utilitaria. Llevaba las habituales túnicas y la malla que correspondían a un ghemlord de rango medio y preferencias dolorosamente sobrias. En una multitud de ghem, Vorreedi pasaría prácticamente desapercibido, aunque detrás de una comuconsola de SegImp de Barrayar el efecto del conjunto resultaba ligeramente sorprendente.
Miles se humedeció los labios.
—Buenos días, señor. El embajador Vorob'yev me dijo que deseaba usted verme.
—Sí, gracias, lord Vorkosigan. —Vorreedi despidió al cabo con un gesto y el hombre se alejó en silencio. Las puertas se cerraron tras él con un golpe pesado y definitivo—. Por favor, siéntese.
Miles se acomodó en la silla que había ante el escritorio y sonrió; esperaba que la sonrisa hubiera sugerido un gesto de alegre inocencia. Vorreedi lo miraba con atención penetrante, directa, constante. Mala señal. Vorreedi era el segundo a bordo; sólo Vorob'yev lo aventajaba en rango. Como a Vorob'yev, lo habían elegido como jefe en uno de los puestos más conflictivos del cuerpo diplomático de Barrayar. Tal vez se podía contar con que fuera un hombre muy ocupado, pero nunca con que fuera estúpido. Miles se preguntó si las meditaciones del jefe de SegImp habían sido tan intensas como las suyas la noche anterior. Se preparó para un comienzo al estilo Illyan; por ejemplo: ¿En qué diablos está metido usted, Vorkosigan? ¿Está tratando de provocar una jodida guerra usted solo?
En lugar de eso, el coronel Vorreedi lo favoreció con una mirada pensativa, larga, antes de decir en tono tranquilo:
—Teniente lord Vorkosigan. Por nombramiento, usted es correo oficial de SegImp.
—Sí, señor, cuando estoy de servicio.
—Interesante raza de hombres, los correos. De absoluta confianza y lealtad. Van de un lado a otro, llevan lo que les piden sin comentarios ni preguntas. Y sin fracasar jamás, a menos que se les cruce la muerte en el camino.
—Generalmente no es tan dramático, señor. Pasamos mucho tiempo en naves de salto. Tenemos mucho tiempo para leer.
—Mmmm. Y excepto en un caso, estos glorificados correos dependen del comodoro Boothe, jefe de Comunicaciones de SegImp, en Komarr. La excepción es interesante. —La mirada de Vorreedi se intensificó—. Usted aparece en la lista como subordinado de Simon Illyan en persona. Que a su vez depende directamente del emperador Gregor. La única persona que conozco en una cadena de mando tan corta es el jefe de Personal del Servicio Imperial. Una situación reveladora. ¿Cómo la explica usted?
—¿Que cómo la explico yo? —repitió Miles, tratando de ganar tiempo. Pensó en contestar Yo nunca explico nada, pero eso 1) era evidente y 2) claramente no era la respuesta esperada—. Bueno… en ocasiones, el emperador Gregor tiene alguna necesidad que resulta demasiado trivial, o demasiado personal, para confiarla a los militares de carrera. Por ejemplo, digamos que quiere… que le traigan un arbusto ornamental del planeta Pol para el jardín de la Residencia Imperial. Entonces, me mandan a mí.
—Esa es una buena explicación —aceptó Vorreedi sin presionar. Se produjo un corto silencio—. ¿Y podría darme una explicación igualmente satisfactoria para la forma en que ha obtenido usted un trabajo tan agradable?
—Nepotismo, por supuesto. —La sonrisa de Miles se hizo más corta y más amarga—. Como ya habrá descubierto a simple vista, no soy físicamente apto para el servicio habitual. Crearon el puesto especialmente para mí. Tengo parientes…
—Mmmm. —Vorreedi se sentó y se frotó el mentón. —Digamos —añadió en tono intrascendente— que usted es un agente de operaciones secretas y ha venido en una misión diseñada por Dios (es decir, Simon Illyan, Dios para el personal de SegImp), en ese caso, debería haber llegado con una orden del tipo Préstesele toda la asistencia necesaria. Con esa orden, un pobre hombre de la oficina local de SegImp podría saber cuál es su posición con respecto a usted.
Si no controlo a este tipo, me va a encerrar en la embajada por el resto del viaje (podría hacerlo, tiene poder suficiente) y el plan barroco de caos de lord X seguirá adelante sin obstáculos ni problemas.
—Sí, señor. —Miles respiró hondo—. Y todos los que vieran la orden también.
Vorreedi levantó la vista, asustado.
—¿El comando de SegImp sospecha que hay filtraciones en mis comunicaciones?
—No tengo información al respecto, señor. Supongo que no. Pero como correo inferior… no puedo hacer demasiadas preguntas, ¿comprende?
Vorreedi abrió un poco más los ojos. Entendía la broma. Un hombre sutil, sí.
—He sabido que, desde el mismo instante en que puso un pie en Eta Ceta, lord Vorkosigan, no ha dejado usted de hacer preguntas.
—Una debilidad personal, señor.
—Y… ¿tiene alguna prueba que apoye su explicación de sí mismo?
—Claro. —Miles miró al aire, pensativo, como si estuviera sacando las palabras de la parte más leve de la atmósfera—. Piénselo, señor. A todos los demás oficiales de correo se les implanta alergia a la pentarrápida para que no puedan someterlos a interrogatorios y preguntas ilegales. El precio, claro, es fatal. Debido a mi rango y mis relaciones particulares, se decidió que ese procedimiento era demasiado peligroso para mí. Por lo tanto, sólo pueden destinarme a las misiones de seguridad de nivel más bajo. Nepotismo, ya se lo he dicho.
—Muy… muy convincente.
—Si no fuera convincente, no serviría, señor.
—Cierto. —Otra larga pausa—. ¿Hay alguna otra cosa que quiera usted decirme, teniente?
—Cuando vuelva a Barrayar presentaré un informe completo de mi… mi excursión a Simon Illyan. Me temo que deberá dirigir las preguntas a mi superior. Definitivamente, no está dentro de mis atribuciones tratar de adivinar lo que él quiere que yo le diga.
Ahí estaba… listo. Técnicamente hablando, no había mentido. Ni siquiera por implicación. Sí… claro… Tienes que acordarte de lo que has dicho cuando pasen una transcripción de esta conversación en el consejo de guerra. Pero si Vorreedi decidía que Miles era un agente de operaciones secretas que trabajaba en los niveles más altos, no dejaba de ser cierto. El hecho de que la misión fuera autodesignada y no decidida en un nivel superior era… otro aspecto del problema. Una cosa nada tenía que ver con la otra.
—Podría… podría agregar una observación filosófica…
—Por favor, milord.
—Si se contrata a un genio para resolver un problema imposible, sería una tontería limitarlo con reglas o bien ordenarle que se limite a investigar en el corto espacio de dos semanas de tiempo… Lo lógico es dejar que actúe a su antojo. Si lo que hace falta es alguien que siga las reglas, siempre se puede contratar a un idiota. En realidad, el idiota será mucho más capaz de seguir las reglas que un genio.
Vorreedi tamborileó sobre el escritorio de la comuconsola. Miles tuvo la sensación de que tal vez ese hombre había resuelto uno o dos problemas imposibles en su vida. Vorreedi alzó las cejas.
—¿Usted se considera un genio, lord Vorkosigan? —preguntó con suavidad. Para Miles aquel tono de voz resultaba casi doloroso: le recordó muchísimo el que empleaba su padre cuando estaba a punto de soltar una de sus trampas verbales.
—Las evaluaciones de mi inteligencia están en mi expediente, señor.
—Ya las he leído. Por eso estamos conversando, lord Vorkosigan. —Vorreedi parpadeó, despacio, como una lagartija—. Entonces, ¿para usted no hay reglas? ¿Ninguna regla?
—Bueno, en realidad existe una: o tienes éxito, o lo pagas con tu cabeza.
—Usted está en su puesto desde hace tres años. Ya veo, lord Vorkosigan… Su cabeza sigue intacta, ¿no es cierto?
—La última vez que la controlé estaba ahí, señor. —Tal vez siga ahí cinco días más, coronel… Después, ya no sé.
—Eso sugiere que tiene usted una autoridad y una autonomía sorprendentes, señor.
—No tengo autoridad. Sólo responsabilidad.
—Ah, ah. —Vorreedi se mordió los labios, cada vez más pensativo—. Tiene usted mis simpatías entonces, señor Vorkosigan.
—Gracias, señor. Lo necesitaré. —En silencio demasiado meditado que siguió, Miles agregó—: ¿Sabemos si lord Yenaro sobrevivió a la noche?
—Desapareció, así que suponemos que sí. Lo vieron a la salida del Salón del jardín de la Luna con un rollo de alfombra en el hombro. —Vorreedi miró a Miles con aire interrogativo—. No tengo explicación para lo de la alfombra.
Miles ignoró la indirecta.
—¿Está usted tan seguro de que su desaparición significa que ha salido con vida? ¿Y el hombre que lo seguía?
—Mmm… —Vorreedi sonrió—. Cuando lo dejamos, lo interceptó la Policía Civil de Cetaganda. Todavía lo tienen en custodia.
—¿Y lo hicieron por su propia cuenta?
—Digamos que recibieron una llamada anónima. Me pareció que tenía la obligación moral de ponerlos sobre aviso. Pero debo admitir que los de la Civil respondieron con admirable eficiencia. Yo diría que tienen interés… por alguno de sus trabajos anteriores.
—¿Tuvo tiempo de informar a quien lo contrató?
—No.
Bien: esa mañana lord X estaba en medio de una laguna de información. Miles no creía que eso le resultara cómodo. El complot fracasado de la tarde anterior debía haberlo frustrado. Seguramente no sabía qué había salido mal, no sabía si Yenaro se había enterado del destino que le había deparado, aunque la desaparición del ghemlord era una importante pista al respecto. Ahora, Yenaro era un cabo suelto, lo mismo que Miles e Iván. ¿Cuál sería el primero en la lista de lord X? ¿Acaso Yenaro buscaría la protección de alguna autoridad, o el rumor de la traición lo asustaría demasiado?
¿Y qué método elegiría lord X para acabar con los enviados de Barrayar? ¿Qué método podía igualar a Yenaro en barroquismo y perfección? Yenaro era una obra maestra en el arte del asesinato, una obra coreografiada en tres movimientos, una obra que iba en crescendo. Ahora que ese esfuerzo se había perdido, seguramente lord X estaría tan enfurecido por el fracaso de su hermoso plan como por el del complot en sí. Miles estaba seguro de eso. Lord X era el tipo de artista que no puede dejar su obra inacabada y sigue agregando toques inteligentes. El tipo de persona que, como un chiquillo al que entregan su primer huerto, se pone a cavar para comprobar si las semillas ya han echado raíces. Miles sintió algo parecido a una corriente de simpatía por su enemigo. Sí, sí, lord X, el hombre que jugaba por grandes sumas y perdía tiempo e inhibiciones con el curso de los días, estaba en situación de cometer un tremendo error.
¿Por qué no estoy tan seguro de eso como de lo demás?
—¿Tiene algo más que agregar, lord Vorkosigan? —preguntó Vorreedi.
—¿Mmmm? No. Estoy… estoy pensando… —Además, sólo lo pondría nervioso, coronel.
—Como oficial de la embajada responsable de su seguridad personal, le pediría que se abstuviese de relacionarse con un hombre que parece involucrado en una vendetta cetagandana a muerte. Lo digo por usted… y por lord Vorpatril, por supuesto.
—Yenaro ya no me interesa. No le deseo ningún mal. Mi prioridad es identificar al hombre que le proporcionó la escultura.
Las cejas de Vorreedi se elevaron en un gesto de reproche.
—Podría habérmelo dicho antes…
—Siempre se entiende más cuando se contemplan los hechos con cierta perspectiva.
—Eso es cierto —suspiró Vorreedi, con la voz de la experiencia. Se rascó la nariz y volvió a sentarse—. Hay otra razón por la que le pedí que viniera, lord Vorkosigan. El ghemcoronel Benin ha solicitado otra entrevista con usted.
—¿En serio? ¿Igual que la anterior? —Miles mantuvo la firmeza de su voz, lo cual le resultó bastante difícil.
—No del todo. Pidió específicamente la presencia de lord Vorpatril. En estos momentos está en camino. Usted puede negarse, si lo desea.
—No… está… está bien. En realidad, tengo interés en volver a hablar con Benin. ¿Voy a buscar a Iván, señor? —Miles se puso de pie. Mala idea que los dos sospechosos se consultaran antes del interrogatorio, pero claro, el caso no era de Vorreedi, sino de Benin. Miles se preguntó hasta qué punto habría convencido a Vorreedi de que estaba cumpliendo una misión secreta.
—Adelante —dijo Vorreedi con amabilidad—. Aunque tengo que decirle…
Vorreedi hizo una pausa.
—No veo cómo puede estar involucrado lord Vorpatril. No es correo. Y su expediente es tan claro como el agua…
—Mucha gente se confunde con Iván, señor… Pero a veces, hasta un genio necesita a alguien que cumpla órdenes.
Miles contuvo su impaciencia mientras se dirigía a las habitaciones de Iván. El lujo de intimidad que les había proporcionado su rango de funcionarios iba a terminar muy pronto, sospechaba Miles. Si Vorreedi no activaba los micrófonos de las habitaciones es que el hombre tenía un control sobrenatural sobre sí mismo o sufría algún tipo de daño cerebral agudo. El oficial de protocolo era del tipo curioso y voraz: deformación profesional.
Iván abrió la puerta.
—Entra —dijo con voz muy lenta, una voz que la impaciente llamada de Miles no conmovió en absoluto.
Miles descubrió a su primo sentado en la cama, a medio vestir con unos pantalones verdes y camisa color crema, hojeando distraídamente una pila de papeles de colores manuscritos. No parecía especialmente satisfecho.
—Iván. Levántate. Vístete. Vamos a entrevistarnos con el coronel Vorreedi y el ghemcoronel Benin.