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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (17 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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—Oh... ah... se lo agradezco mucho. Race, muy considerado de su parte.

Pero en aquel instante la puerta se abrió y entró en la habitación miss Patricia Brice Woodworth que se hizo cargo de la situación con la serenidad y el distanciamiento de los muy jóvenes.

—¡Hola!. Son ustedes de Scotland Yard, ¿verdad?. ¿Por lo de anoche?. Estaba deseando que vinieran. ¿Está papá dándoles la lata?. Vamos, papá, no seas así. Ya sabes lo que te dijo el médico de tu presión arterial. No comprendo por qué has de exaltarte de esa manera por cualquier cosa. Me llevaré a los inspectores a mi habitación y te mandaré a Walters con un whisky.

El general experimentó un colérico deseo de expresarse al mismo tiempo de varias maneras, a cual más punzante, pero sólo logró decir:

—Un antiguo amigo mío: el coronel Race.

Al oír esto, Patricia perdió todo interés por Race y miró al inspector Kemp con una sonrisa beatífica.

La joven se llevó al inspector y al coronel a su sala particular, encerrando con firmeza a su padre en el despacho.

—¡Pobre papá! —observó—. Se empeña en armar jaleo. Pero en realidad es muy fácil de manejar.

La conversación continuó entonces en tono amistoso, pero con muy poco resultado.

—Es verdaderamente enloquecedor —aseguró Patricia—. Probablemente la única ocasión en mi vida en que estaba presente al cometerse un asesinato, porque se trata de un asesinato, ¿verdad?. Los periódicos se mostraron muy cautelosos y las noticias eran un poco vagas, pero le dije a Gerry por teléfono que debía tratarse de un asesinato. ¡Imagínese!. ¡Un asesinato cometido ante mis narices y ni siquiera estaba mirando!.

El tono de su voz expresaba la más profunda y sincera pena.

No cabía la menor duda de que —como el inspector había pronosticado con pesimismo— los dos jóvenes, que eran prometidos desde hacía una semana nada más, sólo se habían visto el uno al otro y no habían tenido tiempo para fijarse en los demás.

A pesar de su buena voluntad, Patricia Brice Woodworth no pudo decir más que los nombres de los más conocidos.

—Sandra Farraday estaba muy elegante pero, después de todo, siempre lo está. El vestido que llevaba era un modelo de Schiaparelli.

—¿La conoce usted? —preguntó Race.

Patricia meneó la cabeza.

—Sólo de vista. Él parece bastante aburrido. ¡Tan pomposo...!. Como la mayoría de los políticos.

—¿Conocía usted de vista a alguno de los otros?.

Ella volvió a menear la cabeza.

—No, no había visto a ninguno de ellos antes. No lo creo. Es más, supongo que tampoco me hubiera fijado en Sandra Farraday, de no haber sido por el Schiaparelli.

—Y verá usted —anunció Kemp, sombrío, cuando salían de la casa— cómo le ocurre lo propio a ese Tollington... sólo que no habrá habido un Sahardinelli, suena a sardina, o lo que sea que le llamara la atención.

—Supongo —asintió Race— que el corte del esmoquin de Stephen Farraday no le produjo ninguna punzada de envidia.

—Bueno —dijo el inspector—. Probaremos suerte con Christine Shannon. Así habremos examinado todas las probabilidades.

Miss Shannon era, como había asegurado el inspector Kemp, una rubia escultural. El cabello oxigenado, muy bien cuidado, coronaba un rostro suave, vacuo, infantil. Miss Shannon podría ser, como había afirmado el inspector, tonta, pero recreaba la vista, y cierto destello de perspicacia en sus grandes ojos azules indicaba que su estupidez sólo abarcaba las cosas intelectuales, pero que donde el sentido común y el conocimiento de las finanzas eran necesarios, Christine Shannon era un hacha.

Recibió a los dos hombres con máxima dulzura. Los invitó a beber y, cuando se negaron, les invitó a fumar. Su piso era pequeño y tenía muebles de estilo moderno y barato.

—Me encantaría poder ayudarle, inspector jefe. Pregúnteme lo que quiera, por favor.

Kemp empezó haciendo unas cuantas preguntas convencionales sobre el aspecto y el comportamiento del grupo que ocupaba la mesa central. Inmediatamente Christine se mostró una observadora inusitadamente perspicaz y aguda.

—La fiesta no marchaba bien —declaró—. Eso se veía. No podían estar todos más tensos de lo que estaban. Compadecí de veras al viejo... al que daba la fiesta. ¡Hay que ver los esfuerzos que hacía aquel hombre por animarlos!. Estaba tan nervioso que parecía un flan. Y por más que lo intentaba, no conseguía nada. La mujer alta que tenía a su lado estaba envarada como si se hubiese tragado una espingarda. Y la chica sentada a su izquierda rabiaba porque no la habían sentado junto al muchacho moreno y de buen ver que ocupaba el asiento frente a ella. Eso se veía a la legua medio ojo. En cuanto al hombre alto y rubio sentado al lado de la joven, parecía como si tuviera mal de vientre. Comía como si creyera que cada bocado iba a atragantársele. La mujer que se hallaba a su lado hacía todo lo que podía para animarlo, pero se notaba que no estaba tampoco muy tranquila.

—Parece haberse fijado usted en muchas cosas, miss Shannon —dijo el coronel Race.

—Les voy a descubrir un secreto: tampoco yo me estaba divirtiendo mucho. Había salido con ese amiguito mío tres noches seguidas y empezaba a cansarme de él. Tenía la manía de ver Londres, sobre todo lo que él llamaba los sitios de postín. Una cosa he de decir a su favor: no era tacaño. Champán siempre. Fuimos al Compradour y al Mille Fleurs y, por último, al Luxemburgo, y él sí que se divirtió. Hasta cierto punto resultaba patético. Pero su conversación no era lo que pudiera llamarse interesante. Sólo historias muy largas de los negocios que había hecho en México, y ya me las había contado tres veces. Luego empezó a hablar de todas las mujeres que había conocido y lo locas que habían estado por él. Una se cansa de escuchar siempre lo mismo y reconocerán ustedes que Pedro no es ningún Apolo. Así que me concentré en la comida y dejé que mi vista errara por la sala.

—Lo cual resulta excelente desde nuestro punto de vista, miss Shannon —dijo el inspector—, y confío en que haya podido ver algo que nos sirva de ayuda para resolver nuestro problema.

Christine meneó la rubia cabeza.

—No tengo la menor idea de quién liquidó a ese hombre... ni la menor. Tomó un trago de champán, se puso morado y cayó de bruces.

—¿Recuerda usted cuándo había bebido de la copa antes de eso?.

La muchacha reflexionó.

—Pues... sí. Fue después del espectáculo. Se encendieron las luces, tomó la copa y dijo algo. Los otros le imitaron. Me pareció que se trataba de un brindis.

El inspector asintió.

—Y... ¿luego?.

—Luego empezó a tocar la orquesta y todos se levantaron riendo y salieron a bailar. Parecieron animarse un poco por fin. Es maravilloso lo mucho que anima el champán hasta a la gente más callada.

—¿Se fueron todos a un tiempo... dejando la mesa sola?.

—Sí.

—Y nadie tocó la copa de Mr. Barton.

—Nadie —respondió ella en el acto—. Estoy bien segura.

—Y... nadie... ¿nadie en absoluto se acercó a la mesa durante su ausencia?.

—Nadie... salvo el camarero, claro está.

—¿Un camarero?. ¿Qué camarero?.

—Uno de los auxiliares, con un mandil. Tendría unos dieciséis años. No era el auténtico camarero. No el de aquel sector, quiero decir. El responsable era un hombrecillo muy amable, algo parecido a un mono, italiano creo que era.

El inspector jefe Kemp asintió a esta descripción de Giuseppe Bolsano.

—¿Y qué hizo el auxiliar?. ¿Llenó las copas?.

Christine meneó la cabeza.

—Oh, no. No tocó nada de encima de la mesa. Se limitó a recoger del suelo el bolso de noche que una de las muchachas había dejado caer al levantarse.

—¿De quién era el bolso?.

Christine reflexionó unos instantes.

—Eso es —dijo—. Era el bolso de la jovencita, un bolso verde y oro. Las otras dos mujeres llevaban bolsos negros.

—¿Qué hizo el auxiliar con el bolso?.

Christine puso cara de sorpresa.

—Se limitó a dejarlo encima de la mesa.

—¿Está usted completamente segura de que no toco ninguna de las copas?.

—Completamente. Dejó el bolso muy aprisa y se marchó corriendo porque uno de los camareros le estaba ordenando que fuera a no sé dónde y trajera no sé qué, y no quería que le echaran la culpa de todo.

—¿Y ésa fue la única ocasión en que se acercó alguien a la mesa?.

—Así es.

—Pero quizás alguien se acercó a la mesa sin que usted lo viera.

Christine sacudió la cabeza muy decidida.

—No, estoy completamente segura de que no. Es que, ¿saben? a Pedro le habían llamado al teléfono y no había regresado aún, Así que no tenía yo nada que hacer más que mirar a mi alrededor y aburrirme. Soy bastante observadora y, desde donde yo me hallaba sentada, no se podía ver gran cosa aparte de la mesa vecina.

—¿Quién fue la primera persona en volver a la mesa? —le preguntó Race.

—La muchacha de verde y el viejo. Se sentaron y entonces el rubio y la muchacha de negro regresaron. Tras ellos, la mujer de aspecto altivo y el muchacho moreno de buen ver, muy buen bailarín. Cuando todos estuvieron de regreso y el camarero se apresuraba a calentar un plato en un infiernillo, el viejo se inclinó hacia delante y soltó un discurso. Todos volvieron a coger las copas. Y entonces ocurrió.

Christine hizo una pausa.

—Terrible, ¿verdad? —prosiguió—. Claro está, yo creí que se trataba de un ataque de apoplejía o algo así. Mi tía tuvo uno una vez y cayó exactamente igual. Pedro volvió en aquel momento y le dije: «Mira, Pedro, a ese hombre le ha dado un ataque.» Y lo único que dijo Pedro fue: «Es que no aguanta el vino... que no aguanta el vino. Nada más.» Que era precisamente lo que le estaba ocurriendo a él. Le vigilé estrechamente. No les gusta, en un sitio como el Luxemburgo, que alguien se quede sin conocimiento o dormido de puro borracho. Por eso no me gustan los hombres como Pedro. Cuando beben demasiado, dejan de ser refinados. Una nunca sabe qué cosa desagradable va a tener que aguantar.

Se quedó pensativa unos momentos. Y luego, contemplando la pulsera que llevaba colocada en la muñeca derecha, agregó:

—No obstante, he de confesar que son bastante generosos.

Al verla dispuesta a extenderse sobre las pruebas y compensaciones de la vida de una muchacha, Kemp la desvió del tema y le hizo repetir la historia.

—Con esto ha desaparecido nuestra última probabilidad de obtener alguna ayuda exterior —le dijo Kemp a Race cuando salieron del piso de miss Shannon—. Y hubiera sido una buena probabilidad, de haber salido bien. Ésa muchacha es de las que resultan buenos testigos. Ve lo que ocurre a su alrededor y lo recuerda con exactitud. De haber habido algo más que ver, ella lo hubiese visto. Es increíble. ¡Es un juego de prestidigitación!. George Barton bebe champán y se va a bailar. Vuelve, bebe de la misma copa, que nadie ha tocado, y ¡op! está llena de cianuro. Es absurdo... Le digo a usted que no puede haber ocurrido... sólo que ocurrió.

Hizo una pausa.

—Ese auxiliar... el muchacho. Giuseppe no lo mencionó. Podría investigar eso. Después de todo, ese chico fue la única persona que estuvo cerca de la mesa mientras los demás bailaban. Pudiera
significar
algo eso.

Race meneó la cabeza.

—Si hubiera metido algo en la copa de Barton, esa muchacha lo hubiese visto. Es una observadora nata. Se fija en el más mínimo detalle. No tiene nada en qué pensar, conque usa los ojos. No, Kemp. Tiene que haber una explicación muy sencilla, sólo que hay que encontrarla.

—Hay una: que echara él mismo el cianuro dentro.

—Empiezo a creer que fue eso lo que ocurrió. Es la única cosa que puede haber ocurrido. Pero si así fue, Kemp, estoy convencido de que él no sabía que era cianuro.

—¿Que se lo dio alguien, quiere decir?. ¿Que le dijeron que era para la digestión o para la presión arterial?. ¿Algo así?.

—Podría ser.

—Entonces, ¿quién fue ese alguien?. Ninguno de los dos Farraday. —Parece muy poco probable.

—Y yo diría que es igualmente improbable que lo hiciese Anthony Browne. Lo que nos deja a dos personas: una afectuosa cuñada...

—Y una secretaria fiel.

Kemp miró fijamente al coronel.

—Sí... —dijo—. Ella hubiera podido planear algo así. Discúlpeme, me esperan ahora en Kidderminster House. ¿Y usted?. ¿Va a ir a ver a miss Marle?.

—Me parece que iré a ver a la otra mujer... a la oficina. El pésame de un antiguo amigo. Quizá la invite a comer.

—Así que eso es lo que piensa.

—No pienso nada aún; ando a tientas, buscando una pista.

—Debiera ver a Iris Marle, de todas formas.

—Tengo la intención de ir a verla, pero prefiero ir primero a la casa cuando ella no esté allí. ¿Sabe usted por qué, Kemp?.

—No tengo la menor idea.

—Porque hay alguien allí que gorjea... gorjea como un pajarito... Allá en mi infancia se decía: «Me lo ha dicho un pajarito.» Y es cierto, Kemp, la gente que gorjea puede decirle a uno muchas cosas... si uno la deja gorjear.

Capítulo IV

Los dos hombres se separaron. Race paró un taxi y se hizo conducir a las oficinas de George Barton, en la City. El inspector jefe Kemp, atento a su cuenta de gastos, optó por el autobús que lo dejó a un tiro de piedra de Kidderminster House.

El rostro del inspector tenía una expresión muy seria cuando subió la escalinata y tocó el timbre. Sabía que pisaba terreno difícil. Los Kidderminster tenían inmensa influencia política y sus ramificaciones se extendían, como una red, por todo el país. El inspector jefe tenía una fe absoluta en la imparcialidad de la justicia británica. Si Stephen o Alexandra Farraday habían tenido algo que ver con la muerte de Rosemary o con la de George Barton, no habría influencia capaz de eximirles de pagar las consecuencias. Pero si eran inocentes, o si las pruebas contra ellos eran demasiado débiles para justificar un fallo condenatorio, el inspector tendría que andarse con pies de plomo o sino recibiría una reprimenda. Teniendo todo esto en cuenta, se comprenderá por qué no le hacía ninguna gracia a Kemp esta visita. Se le antojaba muy probable que los Kidderminster se pusieran, como él decía, «chulos».

Kemp no tardó en descubrir, sin embargo, que había sido un poco ingenuo en sus suposiciones. Lord Kidderminster tenía demasiada experiencia como diplomático para recurrir a los malos modos.

Al dar a conocer el objeto de su visita, un mayordomo que parecía un pontífice le condujo inmediatamente a una habitación algo oscura, llena de libros, situada en la parte de atrás de la casa, donde encontró a lord Kidderminster, acompañado de su hija y de su yerno que le esperaban.

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