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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (8 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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Aún en plena exaltación bendijo a la suerte que le había dotado de un comportamiento natural imperturbable. Nadie debía adivinar, nadie debía saber lo que sentía, salvo la propia Rosemary.

Los Barton se marcharon una semana antes que los Farraday. Stephen le dijo a Sandra que Saint Moritz no era muy divertido. ¿No sería mejor que acortaran su estancia y regresaran a Londres?. Ella asintió con sumo agrado. Dos semanas después de su regreso, se convirtió en amante de Rosemary.

Un período extraño, agotador, de éxtasis, febril, irreal. Duró... ¿Cuánto duró?. Seis meses a lo sumo. Seis meses durante los cuales Stephen siguió haciendo su trabajo como de costumbre. Visitó su distrito; hizo interpelaciones en la Cámara, habló en varios mítines, discutió de política con Sandra, y no tuvo más que un único pensamiento: Rosemary.

Sus entrevistas secretas en el apartamento, su belleza, el apasionado cariño que por ella derrochó, los apasionados abrazos que ella le prodigaba. Un sueño, loco, sensual...

Y tras el sueño, el despertar.

Pareció ocurrir de pronto.

Como salir de un túnel a la luz del sol.

Un día, el absorto amante; al siguiente, Stephen Farraday de nuevo. Stephen Farraday, que se preguntaba si no sería mejor que no viese a Rosemary con tanta frecuencia. ¡Qué idiotez!. Habían estado corriendo riesgos terribles. ¡Si Sandra llegara a sospechar!. Le echó una mirada de soslayo cuando desayunaban. Menos mal que no desconfiaba. No tenía la menor idea. Y, sin embargo, algunas de las excusas que le había dado últimamente para justificar su ausencia habían sido bastante pueriles. Otras mujeres se hubieran puesto sobre aviso. Por fortuna, Sandra no era una mujer desconfiada.

Respiró profundamente. En verdad que Rosemary y él habían sido bastante temerarios. Era una maravilla que su esposo no se hubiese enterado. Uno de esos hombres tontos, confiados, muchos años más viejo que ella.

¡Qué hermosa era!. Pensó de pronto en los campos de golf. Aire fresco barriendo las dunas de arena, recorrer el campo con los palos a cuestas, un golpe limpio de salida, un golpe corto de aproximación al hoyo. Hoyo tras hoyo... Hombres...hombres con bombachos fumando en pipa. Y... prohibida la entrada a las mujeres.

De improviso le dijo a Sandra:

—¿No podríamos ir a Fairhaven?.

Ella alzó la cabeza, sorprendida.

—¿Quieres hacerlo?. ¿Dispones de tiempo?.

—Podría aprovechar los días de entre semana. Me gustaría jugar unos partidos de golf. Me siento agotado.

—Podríamos irnos mañana si quieres. Pero tendremos que dar excusas a los Astley, y será necesario que aplace la reunión del martes. Pero, ¿y los Lovat?.

—Oh, aplacemos eso también. Podemos inventar una excusa. Quiero marcharme.

Había sido apacible la vida en Fairhaven, con Sandra y los perros en la terraza y en el jardín cercado por el viejo muro. Golf en Sandley Heath. Vuelta a pie a la granja al anochecer, seguido de MacTavish.

La sensación experimentada había sido la del hombre que se recupera de una enfermedad.

Había fruncido el entrecejo al ver la escritura de Rosemary. Le había dicho que no escribiese. Era demasiado peligroso. Y no era que Sandra le preguntara de quién eran las cartas que recibía. No obstante, resultaba poco prudente. No siempre se podía uno fiar de la servidumbre.

Algo molesto rasgó el sobre una vez solo en su despacho. Páginas a montones.

Al leer, se sintió de nuevo dominado por el encanto de antaño. Ella le adoraba. Le amaba más que nunca. No podía soportar la idea de estar sin verlo cinco días completos. ¿Le pasaba a él lo mismo?. ¿Echaba de menos el
leopardo
a su
etíope
?.

Medio sonrió, medio suspiró. Aquella broma absurda, nacida al comprarle él un batín masculino con lunares por el que ella había mostrado admiración, y lo del cambio de manchas del leopardo
[4]
. Y él había contestado: «Pero no debes cambiar de piel, querida.» Y, después de eso, ella le había llamado siempre «Mi leopardo» y él a ella «Mi belleza negra».

Estúpido a más no poder. Sí, estupidísimo. Muy amable al escribirle tantísimas páginas. Pero no debía haberlo hecho. ¡Qué rayos!. ¡Tenían que andar con cuidado. Sandra no era mujer para aguantar una cosa así. Si llegase a tener la menor sospecha. Era peligroso escribir cartas. Se lo había advertido a Rosemary. ¿Por qué no podía esperar a que regresara él a la ciudad?. ¡Maldita sea!. La vería dentro de un par o tres de días.

Encontró otra carta en la mesa del desayuno a la mañana siguiente. Esta vez Stephen masculló mentalmente una maldición. Le pareció que la mirada de Sandra se fijaba en ella durante un par de segundos. Pero no dijo nada. Menos mal que no era una de esas mujeres que hacen preguntas acerca de la correspondencia del marido.

Después del desayuno, marchó con el coche a la población vecina, a ocho millas de distancia. Hubiera sido imprudente pedir una conferencia desde el pueblo. Rosemary se puso al teléfono.

—¡Hola...!. ¿Eres tú, Rosemary...?. No me escribas más cartas.

—¡Stephen!. ¡Querido!. ¡Qué adorable es escuchar tu voz!.

—Ten cuidado. ¿No te puede oír nadie?.

—¡Claro que no!. ¡Oh, ángel mío, cuánto te he echado de menos!. ¿Me has echado de menos tú a mí?.

—Claro que sí. Pero no me escribas. Es demasiado arriesgado, ¿comprendes?.

—¿Te gustó mi carta?. ¿Te hizo sentir que estaba a tu lado?. Querido, quiero estar contigo en todo instante. ¿Te pasa a ti lo mismo?.

—Sí... pero no por teléfono.

—¡Eres tan absurdamente cauteloso...!. ¿Qué importa?.

—Estoy pensando en ti también, Rosemary. No podría soportar la idea de que pudiera sucederte nada malo por mi culpa.

—Me tiene sin cuidado lo que ocurra. Eso ya lo sabes.

—Pues a mí sí que me importa, encanto.

—¿Cuándo volverás?.

—El martes.

—Y nos veremos en el apartamento el miércoles.

—¡Sí, sí!.

—Querido, apenas puedo soportar la espera. ¿No puedes inventar una excusa y venir hoy?. ¡Oh, Stephen!. ¡Sí que podrías!. La política o cualquier estupidez así.

—Lo siento, pero no puedo.

—No creo que me eches de menos tanto como yo te encuentro a faltar a ti.

—Estás muy equivocada.

Cuando colgó el teléfono se sentía cansado. ¿Por qué se empeñarían las mujeres en ser tan temerarias?. Rosemary y él tendrían que andar con más cuidado en adelante. Tendrían que verse con menos frecuencia.

Después de aquello, las cosas se pusieron algo difíciles. Estaba ocupado, muy ocupado. Era completamente imposible dedicarle tiempo a Rosemary y, lo peor del caso era que ella no parecía ser capaz de comprenderlo. Él se lo explicaba, pero Rosemary se negaba sencillamente a escucharle.

—¡Bah!. ¡Tú y tus estúpidos políticos!. ¡Como si
fueran
importantes!.

—¡Claro que lo son!.

No quería comprender. No le importaba. No tenía el menor interés por su trabajo, sus ambiciones, su carrera. Lo único que deseaba era oírle repetir que la amaba.

«¿Tanto como siempre?. Dime otra vez que me amas
de verdad

¡Eso ya se podía dar por sentado a estas alturas!. Era una mujer bellísima, encantadora. Lo malo era que no se podía
hablar
con ella.

Indiscutiblemente, se habían estado viendo con demasiada frecuencia. No es posible sostener una relación pasional prolongada. Tendrían que verse con menos frecuencia, y aún distanciarse un poco.

Pero esto despertaba en ella un resentimiento, un resentimiento enorme.

Ahora le colmaba de reproches.

«Tú no me quieres como antes.»

Entonces él tenía que consolarla, jurarle que su amor era el mismo. Y ella se
empeñaba
en recordarle todo cuanto él le había dicho.

«¿Te acuerdas de cuando dijiste que sería muy hermoso morir juntos?. Dormirse para siempre estrechamente abrazados. ¿Recuerdas cuando dijiste que formaríamos una caravana y nos internaríamos en el desierto?. Los dos solos... Sin más testigos que las estrellas y los camellos... olvidando al mundo para siempre.»

¡Qué sandeces se dicen cuando se está enamorado!. No habían parecido tan fatuas en el momento de decirlas; pero, ¡recordárselas a uno así, a sangre fría!. ¿Por qué no podían las mujeres dejar en paz el pasado?. A un hombre no le hacía ninguna gracia que le estuviesen recordando siempre el ridículo que había hecho.

Le planteaba de pronto exigencias irrazonables. ¿No podría marcharse él al extranjero, al sur de Francia, y ella reunirse con él allí?. O ir a Sicilia o Córcega, o a uno de aquellos lugares en los que nunca se encontraba a gente conocida. Stephen contestó con hosquedad que no existía semejante paraje en el mundo. Siempre se encontraba, en el sitio más improbable, algún antiguo amigo de colegio que hacía años que no se tropezaba.

Y entonces ella dijo algo que lo asustó.

—Bueno, pero... no importaría gran cosa en realidad, verdad?.

Se puso alerta, en guardia, sintiendo de pronto un frío interior.

—¿Qué quieres decir con eso?.

Ella le sonreía, con aquella misma sonrisa encantadora que en otros tiempos le embrujara y despertara en él un anhelo doloroso por lo intenso. Ahora sólo sirvió para impacientarlo.

—Mi leopardo querido, he pensado a veces que es una estupidez andar con estos tapujos. Resulta indigno en mi opinión. Marchémonos juntos. Dejemos de fingir. George me concederá el divorcio y a ti te lo concederá tu mujer, y entonces podremos casarnos.

¡Así como sonaba!. ¡Desastre!. ¡Ruina!. ¡Y ella no lo comprendía!.

—No te permitiría que hicieses semejante cosa.

—Pero, querido, ¡si a mí me da igual!. No tengo nada de convencional en realidad.

«Pero yo sí, yo sí», pensó Stephen.

—Yo creo que el amor es la cosa más importante del mundo. Lo que la gente piense de nosotros es lo de menos.

—Para mí no sería lo de menos, querida. Un escándalo así pondría fin a mi carrera.

—Pero, ¿importaría eso en realidad?. Hay otras mil cosas que podrías hacer.

—No seas tonta.

—Y, después de todo, ¿qué necesidad tienes de hacer nada?. Yo tengo mucho dinero. Mío, quiero decir, no de George. Podríamos vagar por el mundo, ir a los lugares más apartados y encantadores, lugares en los que quizá nadie ha estado jamás. A alguna isla del Pacífico... imagínatela... el sol tórrido, el mar azul, los arrecifes de coral.

Sí que se lo imaginaba. ¡Una isla en los mares del Sur!. ¿Habríase visto idiotez mayor?. ¿Por quién lo habría tomado?. ¿Por un vagabundo?.

La miró con ojos de los que había caído ya por completo la venda. ¡Una encantadora criatura con sesos de mosquito!. Había estado loco, completamente loco. Pero había recobrado la cordura. Y tenía que salir de aquel atolladero. A menos que anduviera con cuidado, le arruinaría la vida.

Dijo todas las cosas que un sinfín de hombres habían dicho antes que él. Tendrían que acabar de una vez, le había escrito. Sería injusto con ella si hiciera otra cosa. No podía correr el riesgo de ser la causa de su desgracia. Ella no comprendía, y así sucesivamente.

«Se ha acabado». Era preciso que le hiciera comprender eso.

Pero era precisamente lo que ella se negaba a comprender. No sería tan fácil como creía. Ella le adoraba, ella le quería más que nunca, ¡no podía vivir sin él!. Lo único honesto era que ella se lo dijera a su esposo y que Stephen le dijese a su mujer la verdad. Recordó el frío interior que sintió al leer la carta. ¡La muy imbécil!. ¡La muy estúpida!. Iría a contárselo todo a George Barton y entonces George accedería a divorciarse y le citaría ante los tribunales como parte. Y Sandra tendría que divorciarse también de él, por fuerza. No tenía la menor duda de ello. Sandra, hablando una vez de una amiga, había dicho: «Naturalmente, cuando averiguó que se entendía con otra mujer, ¿qué recurso le quedaba más que divorciarse de él?». Lo mismo opinaría Sandra en su caso. Era orgullosa. Jamás se conformaría con compartir un hombre con otra.

Y entonces ¡adiós su porvenir!. Le retirarían el poderoso apoyo de los Kidderminster. Jamás lograría que se echase en olvido un escándalo de esa clase, aun cuando la opinión pública se había hecho más tolerable que antaño. ¡Pero no en un caso flagrante como éste!. ¡Adiós a sus sueños, a sus ambiciones!. Todo destrozado, perdido, por haberse encaprichado estúpidamente de una mujer veleidosa. Un amor de adolescente en el momento equivocado de su vida.

Perdería todo aquello por lo que tanto había luchado. ¡Fracaso!. ¡Ignominia!.

Perdería a Sandra...

Y de pronto, con una sacudida de sorpresa, se dio cuenta de que era eso lo que más le importaría:
perderá Sandra
. Sandra, de frente blanca y cuadrada y ojos de color de avellana, Sandra, su querida amiga y compañera; su orgullosa, arrogante y leal Sandra. No, no podía perder a Sandra. ¡Ah!. No podía... Cualquier cosa menos eso.

Gruesas gotas de sudor perlaron su frente.

Tenía
que salir de aquel trance de una manera u otra.

Tendría que hacer entrar en razón a Rosemary. Pero... ¿querría escucharle?. Rosemary y el sentido común estaban reñidos. ¿Y si le dijera que, después de todo, estaba enamorado de su mujer?. No. Se negaría rotundamente a creerlo. ¡Era una mujer tan estúpida!. De cabeza hueca, posesiva, empalagosa... Y ella le amaba aún; ahí estaba el inconveniente.

Sintió una furia ciega. ¿Cómo diablos podría arreglárselas para calmarla?. ¿Cómo sellarle los labios?. «Sólo una dosis de veneno sería capaz de conseguirlo», pensó con amargura.

Una avispa zumbaba cerca de él. La miró distraído. Se había metido en un tarro de mermelada e intentaba escapar de nuevo.

«Como yo —pensó—, se ha dejado tentar por la dulzura y ahora no puede escapar, ¡pobre bicho!»

Pero él, Stephen Farraday, pensaba escapar de una manera o de otra. Era preciso ganar tiempo.

Por entonces, Rosemary guardaba cama aquejada de gripe. Había preguntado por su estado de una forma convencional. Y le había enviado un ramo de flores. Aquello le daba un momento de respiro. Tiempo para pensar. A la semana siguiente Sandra y él fueron a comer con los Barton, una fiesta de cumpleaños para Rosemary. Ella le había dicho: «No haré nada hasta después de mi cumpleaños... Sería demasiado cruel para George.

¡Está preparándolo todo con tanta ilusión!. Pasada esa fecha, llegaremos a un acuerdo.»

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