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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (14 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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George pasó otra hoja del periódico.

—Haz el favor de no preocuparte tanto, Lucilla... —dijo con voz brusca—. Ya te he dicho que atenderé yo el asunto.

—Ya lo sé, querido George. ¡Eres siempre tan bondadoso!. Pero presiento que cualquier retraso puede ser fatal. Todas esas averiguaciones que dices que vas a hacer necesitarán
tiempo
.

—No, no. Las haremos deprisa.

—Dice: «Sin falta para el día tres», y mañana es el día tres. Jamás me lo perdonaría si llegara a sucederle algo a mi querido hijo.

George bebió un trago de café.

—Nada le ocurrirá.

—Todavía me quedan unos bonos...

—Lucilla, por favor, déjalo de mi cuenta.

—No te preocupes, tía Lucilla —intervino Iris—. George podrá arreglarlo. Después de todo, no es la primera vez que ocurre algo así.

—Hace tiempo que no ocurre —dijo George. «Exactamente tres meses», pensó—. Desde que al pobre chico le engañaron esos horribles estafadores amigos suyos del rancho.

George se limpió el bigote con la servilleta, se levantó, dio unas palmadas cariñosas a Lucilla Drake en la espalda y caminó hacia la puerta.

—Anímate, querida. Diré a Ruth que telegrafíe inmediatamente.

Cuando salió al vestíbulo. Iris le siguió.

—George, ¿no te parece que debiéramos aplazar la reunión de esta noche?. ¡Tía Lucilla está tan disgustada!. ¿No será mejor que nos quedemos en casa con ella?.

—¡Claro que no! —El sonrosado rostro de George se tornó morado—. ¿Por qué ha de estropearnos la vida ese maldito estafador?. Se trata de un chantaje... un puro chantaje. Si de mí dependiera, no recibiría ni un penique.

—Tía Lucilla jamás lo consentiría.

—Lucilla es una tonta... siempre lo ha sido. Las mujeres que tienen hijos después de los cuarenta años de edad, nunca parecen tener sentido común. Estropean a los hijos desde la cuna, dándoles todo lo que piden. Si a Víctor, la primera vez le hubieran dicho que saliera él solo de su atolladero, quizá se hubiese hecho un hombre. No discutas, Iris. Inventaré algo antes de la noche para que Lucilla se acueste tranquila. Si es necesario, nos la llevaremos con nosotros.

—Oh, no. Odia los restaurantes, y le entra sueño, pobrecilla. Le molesta el calor y el humo del tabaco le da asma.

—Lo sé. No hablaba en serio. Ve a animarla un poco, Iris. Dile que todo se arreglará.

Dio media vuelta y salió por la puerta principal.

Iris regresó lentamente al comedor. En aquel momento sonó el teléfono y acudió a contestarlo.

—¿Diga? ¿Quién...? —Cambió su rostro. La palidez y el desaliento desaparecieron, y en su lugar apareció una expresión de placer—. ¡Anthony!.

—Anthony en persona. Te telefoneé ayer, pero no pude dar contigo. ¿Has estado trabajándote un poco a George?.

—¿Qué quieres decir?.

—Se mostró tan insistente en que acudiera a la fiesta que da esta noche, tan opuesto a su proceder habitual. Casi siempre me trata con cierto aire de: «¡Cuidado con tocar a mi hermosa pupila...!» Creí que su insistencia sería el resultado de tu labor diplomática.

—No, no... No tiene nada que ver conmigo.

—¿Ha cambiado de sentimientos por propia decisión?.

—No es eso exactamente. Es...

—¡Hola...!. ¿Te has marchado?.

—No, estoy aquí.

—Estabas diciendo algo. ¿Qué ocurre, querida?. Te oigo suspirar. ¿Sucede algo?.

—No, nada. Me encontraré divinamente mañana. Todo estará bien, mañana.

—¡Qué fe más conmovedora!. ¿No dicen siempre que «el mañana nunca llega»?.

—¡Por favor!.

—Iris... ¿Pasa algo?.

—No, nada. No puedo decírtelo. Di mi palabra, ¿comprendes?.

—Dímelo, cariño.

—No. De veras que no puedo, Anthony. ¿Quieres decirme tú una cosa?.

—Si puedo...

—¿Estuviste... enamorado alguna vez de Rosemary?.

Se produzco una pausa momentánea y después sonó una risa.

—¡Así que era eso!. Sí, Iris. Estuve algo enamorado de Rosemary. Era muy hermosa, ¿sabes?. Pero de pronto, un día, cuando estaba hablando con ella, te vi bajar la escalera e inmediatamente todo el enamoramiento desapareció. Para mí ya no había en el mundo otra mujer que tú. Esa es la pura verdad. No te inquietes por una cosa así. Hasta el propio Romeo, como sabes, tuvo su Rosalinda, antes de que le sorbiera el seso Julieta.

—Gracias, Anthony. Me alegro.

—Hasta esta noche. Es tu cumpleaños, ¿verdad?.

—En realidad, no cumplo años hasta dentro de una semana. Pero sí que es una fiesta para celebrar mi cumpleaños.

—No pareces muy entusiasmada.

—No lo estoy.

—Supongo que George sabe lo que hace; pero se me antoja una tontería celebrarlo en el mismo sitio en que...

—Oh, he estado en el Luxemburgo varias veces desde que... desde lo de Rosemary. Quiero decir que es algo inevitable.

—Sí. Y más vale así. Tengo un regalo de cumpleaños para ti, Iris. Espero que te gustará.
Au revoir
.

Colgó el aparato.

Iris volvió al lado de Lucilla Drake para discutir, persuadir y tranquilizar a su tía.

George, en cuanto llegó a la oficina, mandó llamar a Ruth Lessing.

Su gesto de preocupación se amortiguó un poco al entrar ella, serena y sonriente, con su elegante traje chaqueta negro.

—Buenos días.

—Buenos días, Ruth. Otra preocupación. Mire esto.

Ella tomó el telegrama que le ofrecía.

—¡Víctor Drake otra vez!.

—¡Sí, maldita sea su estampa!.

Ella guardó silencio un momento, con el papel en la mano. Un rostro delgado, moreno, las arrugas que se formaban alrededor de la nariz al reírse. Una voz burlona que decía: «La clase de muchacha que debiera casarse con el jefe...» ¡Qué nítidamente lo recordaba todo!.

« Parece que fuera ayer...», pensó.

La voz de George la sacó de su ensimismamiento.

—¿No fue hace cosa de un año cuando lo embarcamos para allá?.

Ella reflexionó.

—Creo que sí... sí. Si no me equivoco, fue el veintisiete de octubre.

—¡Qué muchacha más asombrosa es usted!. ¡Qué memoria!.

Ruth se dijo para sus adentros que tenía motivos mucho mejores para recordarlo de lo que él pensaba. Había escuchado la voz de Rosemary por teléfono, recién influenciada por Víctor Drake, y había decidido que odiaba a la mujer de su jefe.

—Supongo —señaló George— que hemos de considerarnos afortunados de que haya durado tanto allá. Aun cuando nos costara cincuenta libras hace tres meses.

—Parecen demasiadas las trescientas libras que pide ahora.

—Ah, sí. Pero no recibirá tanto. Tendremos que hacer las investigaciones de rigor.

—Más vale que me ponga en comunicación con Mr. Ogilve.

Alexander Ogilve era su agente en Buenos Aires, un escocés sobrio y práctico.

—Sí. Envíale un telegrama inmediatamente. Su madre está histérica como de costumbre. Resulta un engorro teniendo en cuenta que hemos de celebrar la fiesta esta noche.

—¿Quiere que me quede con ella?.

—No —contestó él, con énfasis—. De ninguna manera. Usted es una invitada que no puede faltar. La necesito, Ruth —le tomó una mano entre las suyas—. Es usted demasiado abnegada.

—Se equivoca —manifestó ella con una sonrisa. Luego sugirió—: Valdría la pena intentar ponerse en comunicación telefónica con Mr. Ogilve. Podríamos dejarlo todo arreglado esta noche.

—Es una buena idea. Bien vale el gasto.

—Me encargaré de ello enseguida.

Retiró con dulzura la mano que aún le asía su jefe y se fue.

George atendió varios asuntos que requerían su atención. A las doce y media salió y tomó un taxi hasta el Luxemburgo.

Charles, el notorio y popular maitre, le salió al encuentro, haciendo una reverencia y dándole la bienvenida con una sonrisa.

—Buenos días, Mr. Barton.

—Buenos días, Charles. ¿Está todo listo para esta noche?.

—Creo que quedará usted satisfecho.

—¿La misma mesa?.

—La central del reservado.

—Sí... ¿Y recuerda lo del cubierto de más?.

—Todo está arreglado.

—¿Ha conseguido el romero?
[6]

—Sí, Mr. Barton. Pero me temo que no resultará muy decorativo. ¿No le gustaría que agregáramos algunas bayas rojas o unos cuantos crisantemos?.

—No, no. Sólo el romero.

—Está bien, señor. ¿Quiere ver el menú? ¡Giuseppe!.

Un camarero italiano de edad madura, talla baja y semblante sonriente, acudió a la llamada.

—El menú para Mr. Barton.

Giuseppe le dio el menú.

Ostras, sopa ligera, lenguado Luxemburgo, urogallo, hígado de pollo con tocino y peras Bella Elena.

George le echó una mirada, indiferente.

—Sí, sí, está bien.

Devolvió el menú a Giuseppe y Charles lo acompañó hasta la puerta.

Al despedirse, el
maitre
bajó un poco el tono de su voz y murmuró:

—¿Me permite que le exprese nuestro agradecimiento, Mr. Barton, por su... por su vuelta con nosotros?.

Una sonrisa un tanto siniestra apareció en el rostro de George.

—Tenemos que olvidar —dijo—. No podemos vivir en el pasado. Todo eso se acabó y no ha de resucitar.

—Cierto, muy cierto, Mr. Barton. Ya sabe usted lo mucho que lo lamentamos entonces. Espero que mademoiselle sea muy feliz con su fiesta y que todo esté al gusto de usted.

Charles hizo una reverencia y se retiró, para lanzarse como un ángel vengador sobre un camarero que estaba haciendo algo que no debía en una mesa próxima a la ventana.

George salió con una sonrisa amarga en los labios. No tenía suficiente imaginación para compadecerse del Luxemburgo. Después de todo, no era la culpa del Luxemburgo que Rosemary hubiese decidido suicidarse allí, o que alguien hubiera decidido asesinarla en aquel restaurante. Había sido una verdadera mala suerte para el Luxemburgo. Pero, como la mayoría de la gente que no tiene más que una idea, George pensaba sólo en dicha idea.

Comió en su club y asistió a una reunión de una junta directiva.

Camino de regreso a su oficina, llamó desde un teléfono público a un número de Maide Vale. Salió de la cabina con un suspiro de alivio. Todo marchaba según su plan.

Volvió a la oficina. Ruth le aguardaba impaciente.

—En relación con Víctor Drake...

—¿Sí?.

—Me temo que se trata de un mal asunto. Es posible que lo denuncien. Ha estado haciendo uso de los fondos de la compañía desde hace tiempo.

—¿Lo dijo Ogilve?.

—Sí. Conseguí comunicarme con él esta mañana, le di su mensaje, y hace diez minutos que ha llamado. Dice que Víctor se toma el tema con mucho descaro.

—Me lo figuro.

—Pero insiste en que no lo denunciarán si devuelve el dinero. Mr. Ogilve se entrevistó con el socio principal y obtuvo confirmación de este extremo. La cantidad exacta es de ciento sesenta y cinco libras esterlinas.

—¿Así que el granuja de Víctor pensaba sacar un beneficio de ciento treinta libras en el asunto?.

—Eso me temo.

—Bueno, pues, por lo menos le hemos estropeado la jugada —dijo George, con sombría satisfacción.

—Le dije a Mr. Ogilve que arreglara el asunto. ¿Hice bien?.

—Por mi parte, me encantaría ver a ese chantajista en la cárcel, pero hay que pensar en su madre. Una tonta, pero una buena persona. ¡Así pues Víctor se sale con la suya!.

—¡Qué bueno es usted! —exclamó Ruth.

—¿Yo?.

—Es usted el mejor hombre del mundo.

Él se conmovió. Experimentó contento y embarazo a la vez. Obedeciendo a su impulso, asió la mano de la muchacha y la besó.

—Querida Ruth... Mi más querida y mejor amiga. ¿Qué hubiera hecho sin usted?.

Estaban los dos muy juntos.

«Hubiera podido ser feliz con él —pensó ella—. Le hubiese hecho feliz. Si hubiera...»

«¿Sigo el consejo de Race? —pensó él—. ¿Renuncio a todo?. ¿Acaso no sería eso lo mejor?».

La indecisión revoloteó sobre él y luego pasó.

—A las nueve y media en el Luxemburgo.

Capítulo VI

Todos habían acudido. George exhaló un suspiro de alivio. Hasta el último momento había temido que alguien desertara, pero todos se hallaban allí. Stephen Farraday, alto y erguido, algo pomposo en sus modales. Sandra Farraday con un sobrio vestido de terciopelo negro y esmeraldas al cuello. Aquella mujer era de gran alcurnia, de eso no había la menor duda. Hablaba y se mostraba más amable y cortés que nunca. Ruth, de negro también, sin más adorno que un broche. El pelo negro como ala de cuervo, muy pegado a la cabeza; la garganta y el cuello muy blancos, más blancos que los de las demás mujeres. Ruth era una trabajadora, no disfrutaba de los largos ratos de ocio necesarios para broncearse al sol. Los ojos de George se encontraron con los de ella y, como si la muchacha viera en ellos reflejada la ansiedad, sonrió tranquilizadora. Se animó. ¡Qué leal era Ruth!. A su lado, Iris se mostraba contra su costumbre algo silenciosa. Sólo ella daba muestras de saber que aquélla no era una fiesta corriente. Estaba pálida, pero ello parecía favorecerla, le daba cierta belleza solemne. Llevaba un vestido sencillo verde hoja. Anthony Browne fue el último en presentarse y a George se le antojó que llegaba con el paso rápido y cauteloso de un animal selvático, como una pantera o como un leopardo. Aquel hombre no estaba totalmente civilizado.

Todos estaban allí, todos a buen recaudo en la trampa de George. Ahora empezaría el drama.

Apuraron los cócteles. Se pusieron en pie y pasaron por el arco al restaurante propiamente dicho.

Parejas bailando, música suave, camareros que se movían presurosos de un lado para otro.

Charles les salió al encuentro y, sonriendo, les condujo a su mesa. Estaba en el otro extremo de la sala, un reservado con tres mesas, una grande en el centro y dos pequeñas para dos personas, una a cada lado de la central. Un extranjero de tez cetrina y edad madura, y una rubia muy hermosa, ocupaban una de las dos mesitas. Una pareja muy joven ocupaba la otra. La mesa central estaba reservada para el grupo de Barton.

George les fue señalando jovialmente sus puestos.

—Sandra, ¿quiere sentarse aquí, a mi derecha?. Browne a su lado. Iris querida, la fiesta es tuya. He de tenerte aquí, a mi lado. Y usted a su otro lado, Farraday. Después usted, Ruth...

Hizo una pausa. Entre Ruth y Anthony había un asiento vacante. La mesa se había puesto para siete.

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