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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (11 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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No obstante, George debía de haber sufrido...

Stephen empezó a preguntarse qué habría sentido George al morir Rosemary.

Le había visto muy poco durante los meses que siguieron a la tragedia, sólo al aparecer repentinamente como el vecino de Litlle Priors, y a Stephen le había parecido inmediatamente un hombre cambiado.

Más vivo. Más seguro de sí. Y, decididamente,
extraño
.

Hoy mismo había estado muy raro. La brusca invitación. Una fiesta para celebrar el decimoctavo cumpleaños de Iris. Esperaba que Sandra y Stephen asistieran a ella. Ambos les habían tratado con mucha amabilidad.

Sandra se había apresurado a contestar que sí, que resultaría encantador. Como era natural, Stephen estaría un poco atado cuando regresaran a Londres y ella misma tenía la mar de compromisos; pero confiaba sinceramente que les sería posible acudir.

—Entonces, fijemos un día ahora, ¿quieren?.

El rostro de George animoso, contento, insistente.

—Había pensado en un día dentro de dos semanas... ¿Miércoles o jueves?. El jueves es el dos de noviembre. ¿Les iría bien?. Pero fijaremos el día que les vaya mejor a los dos.

Había sido una de esas invitaciones que molestan precisamente por su falta de
savoirfaire
. Stephen notó que Iris Marle se había puesto colorada y parecía experimentar cierto embarazo. Sandra había estado perfecta. Se había resignado, sonriente, a lo inevitable, y afirmó que el jueves, dos de noviembre, les iría muy bien.

—De todas formas —dijo de pronto Stephen con brusquedad, dando voz a sus pensamientos—, no estamos obligados a ir.

Sandra se volvió hacia él. Estaba muy pensativa.

—¿Tú crees que no?.

—Es fácil encontrar una excusa.

—Entonces insistirá en que vayamos otro día... y que cambie la fecha. Parece muy empeñado en que vayamos.

—No comprendo por qué. Es Iris quien da la fiesta, y no puedo creer que tenga tantas ganas de nuestra compañía.

—No, no... —murmuró Sandra pensativa y añadió—: ¿Sabes dónde se va a celebrar la reunión?.

—No.

—En el Luxemburgo.

La sorpresa casi le privó del habla. Sintió que palidecía. Se rehizo y la miró a los ojos. ¿Era ilusión suya o había algo en la mirada de Sandra?.

—¡Es absurdo! —exclamó con un esfuerzo por ocultar su emoción—. El Luxemburgo, donde... ¡Recordar todo eso!. Ese hombre debe de estar loco.

—Ya había pensado en eso —dijo Sandra.

—En tal caso, nos negaremos a ir, claro está. Todo aquello fue muy desagradable. Recordarás la publicidad que se dio al asunto, las fotografías que publicaron los periódicos.

—Recuerdo lo desagradable que fue.

—¿No se da cuenta de lo desagradable que resultará para nosotros?.

—Tiene un motivo, Stephen. Un motivo que me explicó.

—¿Cuál?.

Stephen agradeció que ella desviara la mirada mientras le respondía.

—Me llamó aparte después de comer. Dijo que quería darme una explicación. Me aseguró que la muchacha, Iris, jamás se había rehecho del todo de los efectos de la muerte de su hermana.

Hizo una pausa, y Stephen dijo de mala gana:

—Es posible que eso sea verdad. No tiene muy buen aspecto. Me di cuenta durante la comida que parecía enferma.

—Sí, yo también me di cuenta, aunque últimamente parecía gozar de buena salud y estar de humor. Pero te estoy contando lo que dijo George Barton. Me aseguró que, desde que ocurrió el suceso, Iris ha evitado ir al Luxemburgo todo lo que ha podido.

—No me extraña.

—Según él, eso es un error. Parece ser que consultó el caso a un especialista en enfermedades nerviosas, a uno de esos médicos modernos, y le dijo que, después de un suceso de tal magnitud, es necesario hacer frente al hecho y no esquivarlo. Deduzco que se trata de algo así como obligar a un aviador a que emprenda un vuelo inmediatamente después de haberse estrellado.

—¿Sugiere el especialista otro suicidio?.

—Sugiere —replicó Sandra serenamente— que debe superar las asociaciones con el restaurante. Después de todo, no es más que eso: un restaurante. Se propone dar allí una fiesta corriente, agradable, con la asistencia de las mismas personas, si es posible.

—¡Delicioso para las personas en cuestión!.

—¿Tanto te importa, Stephen?.

El hombre experimentó una punzada de alarma.

—Claro que no me importa —se apresuró a contestar—. Es que me pareció una idea un poco macabra. A mí, personalmente, me tendría sin cuidado. En realidad, estaba pensando en ti. Si a ti no te importa.

Ella le interrumpió.

—Me importa, y mucho. Pero tal como lo planteó George Barton, resulta muy difícil negarse. Después de todo, he ido con frecuencia al Luxemburgo desde entonces... Y tú también. No te invitan a otra parte.

—Pero no en estas circunstancias.

—No.

—Como dices —señaló Stephen—, es difícil rechazar la invitación. Y si damos largas volverán a invitarnos, pero no existe razón alguna para que tú tengas que soportarlo, Sandra. Yo iré... y tú puedes zafarte del compromiso en el último instante... una jaqueca, un resfriado, cualquier cosa.

Le vio alzar la barbilla.

—Eso sería una cobardía. No, Stephen, si tú vas, yo también. Después de todo —le posó la mano en el brazo—, por muy poco que signifique nuestro matrimonio, debiera por lo menos significar compartir nuestras dificultades.

Él la miró boquiabierto, enmudecido por la punzante frase que se le había escapado con tanta facilidad, como si expresara un hecho conocido desde tiempo y no muy importante.

—¿Por qué dices eso?.
¿Por muy poco que nuestro matrimonio signifique?
.

Ella lo miró fijamente, los ojos muy abiertos y muy sinceros.

—¿No es cierto, acaso?.

—Desde luego que no. Nuestro matrimonio lo significa todo para mí.

Ella sonrió.

—Supongo que sí, en cierto modo. Hacemos buena pareja, Stephen. Vamos tirando juntos con resultados aceptables.

—No quería decir eso. —Se dio cuenta de que empezaba a respirar con dificultad. Cogió la mano de ella, estrechándola con fuerza—. Sandra, ¿no sabes que lo significas todo para mí?.

Y de pronto, ella lo supo. Era increíble, imprevisto. Pero era cierto.

Se encontró en sus brazos y él la estrechaba con emoción, la besaba, tartamudeando palabras incoherentes.

—Sandra... Sandra querida. Te quiero. ¡He tenido tanto miedo de perderte!.

Se oyó a sí misma preguntar:

—¿Por culpa de Rosemary?.

—Sí.

La soltó. Retrocedió. La sorpresa reflejada en su semblante resultaba casi ridícula.

—¿Sabías... lo de Rosemary?.

—Claro que sí... Desde el primer momento.

—Y... ¿lo comprendes?.

Ella negó con la cabeza.

—No, no lo comprendo. No creo que lo pueda comprender jamás. ¿La querías?.

—No. En realidad, era a ti a quien quería.

Le invadió una oleada de amargura.

—¿Desde el primer momento en que me viste al otro lado del salón? —citó ella—. No repitas esa mentira... ¡Porque era mentira!.

Stephen no se sorprendió por el súbito ataque.

—Sí, fue una mentira y sin embargo, ¡cosa rara! no lo fue. Oh, por favor, procura comprender, Sandra. Hay gente que siempre tiene un motivo noble y bueno para justificar sus actos más ruines, gente que tiene que ser «honrada y franca» cuando quiere ser cruel, que cree un deber repetir tal o cual cosa, que es tan hipócrita consigo misma que se pasa la vida convencida de que cada uno de sus ruines y bestiales actos obedece a un espíritu de abnegación. Procura comprender que también existe el reverso de esta gente. Gente tan cínica, que desconfía tanto de sí misma y de la vida, que sólo cree en sus malas intenciones. Tú eras la mujer que yo necesitaba. Eso, por lo menos, es cierto. Y creo sinceramente ahora, al recordarlo, que, de no haber sido cierto, jamás hubiese seguido adelante...

—No estabas enamorado de mí —dijo ella con amargura.

—No. Jamás me había enamorado. Era un ser egoísta y asexuado que me envanecía, sí, es verdad, de la fastidiosa frialdad de mi temperamento. Y de pronto me enamoré desde el otro lado del salón con un amor estúpido, violento, de adolescente. Un amor como una tempestad de verano, breve, irreal, fugaz. Fue de verdad —agregó con amargura—, «una historia contada por un idiota, con mucho aparato, sin que nada signifique»
[5]
. Hizo una pausa.

—Fue aquí, en Fairhaven —agregó—, donde desperté me di cuenta de la verdad.

—¿La verdad?.

—Que lo único que me importaba en la vida eras tú... y el conservar tu amor.

—¡Si yo hubiese sabido...! —murmuró ella. —¿Qué pensaste?.

—Creí que tenías la intención de fugarte con ella. —¿Con Rosemary? —Stephen se rió—. ¡Eso sí que hubiera sido una condena a perpetuidad!.

—¿No quería Rosemary que te fugaras con ella? —Sí.

—¿Qué sucedió?.

Stephen respiró profundamente. Habían vuelto al punto aquel, enfrentados una vez más a la intangible amenaza.

—Sucedió lo del Luxemburgo.

Guardaron silencio, viendo, los dos lo sabían, la misma cosa, el rostro cianótico de una mujer hermosa. Contemplando con fijeza a la mujer muerta, para luego mirarse el uno al otro.

—Olvídalo, Sandra —dijo Stephen—. ¡Por el amor de Dios, olvidémoslo!.

—Es inútil olvidar. No nos dejarán olvidarlo. Hubo una pausa. —¿Qué vamos a hacer? —inquirió Sandra.

—Lo que dijiste hace un momento. Hacer frente a situación... juntos. Asistir a esa horrible fiesta, sea cual fuere su objetivo.

—¿No crees lo que dijo George Barton de Iris?.

—No. ¿Y tú?.

—Podría ser verdad. Pero, aunque así fuera, no es ese el verdadero motivo.

—¿Cual crees tú que es el verdadero motivo?.

—No lo sé, Stephen. Pero tengo miedo.

—¿De George Barton?.

—Sí, creo que él sabe...

—Sabe... ¿qué? —preguntó Stephen vivamente.

Ella volvió lentamente la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los de su marido.

—No debemos tener miedo —susurró—. Es preciso que tengamos valor, todo el valor del mundo. Vas a ser un gran hombre, Stephen, un hombre a quien el mundo necesita. Nada se interpondrá en tu camino. Yo soy tu esposa y te quiero.

—¿Qué crees tú que es esa fiesta, Sandra...?.

—Creo que es una trampa.

—¿Y vamos a meternos en ella? —dijo él muy despacio.

—No podemos permitirnos el lujo de demostrar que sabemos que se trata de una trampa.

—No, eso es cierto.

De pronto, Sandra echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.

—¡Haz lo peor que sepas, Rosemary! —exclamó. ¡No vencerás!.

Stephen la asió del hombro.

—Calla, Sandra. Rosemary está muerta.

—¿Lo está?. A veces da la sensación de estar más viva que nunca...

Capítulo III

Cuando cruzaban el parque, Iris se detuvo al llegar a mitad del recorrido. —¿Te importa si no vuelvo contigo, George?. Tengo ganas de dar un paseo. Había pensado subir a la colina del Fraile y bajar cruzando el bosque. Llevo todo ti día con dolor de cabeza.

—¡Pobre chica!. Ve. No iré contigo. Espero una visita esta tarde y no estoy muy seguro de la hora a la que se presentará. —Bien. Hasta la hora del té. Torció bruscamente, dirigiéndose en ángulo recto hacia donde una faja de alerces se alzaba sobre la ladera de la colina.

Cuando llegó a la cima, respiró profundamente. Era uno de esos días húmedos, pesados, típicos de octubre. La humedad cubría las hojas de los árboles y los nubarrones que se cernían sobre su cabeza prometían más lluvia para dentro de poco. En realidad, no había mucho más aire aquí arriba que en el valle, pero a Iris le parecía, no obstante, que podía respirar mejor.

Se sentó en un tronco caído y fijó la mirada en el valle hacia donde Little Priors parecía anidar entre la arboleda de la hondonada. Más a la izquierda asomaba la mancha rosa sobre ladrillo de Fairhaven Manor.

Iris contempló sombría el paisaje, con la barbilla apoyada en la palma de la mano.

El leve rumor que se oyó a sus espaldas apenas fue mayor que el producido por las hojas al gotear; pero Iris volvió la cabeza vivamente cuando se apartaron las ramas y apareció Anthony Browne.

Se sobresaltó.

—¡Tony!. ¿Por qué has de llegar siempre así... —gritó medio enfadada—... como el diablo en un guiño?.

Anthony se dejó caer en el suelo junto a ella. Sacó la pitillera, se la ofreció y, al mover ella negativamente la cabeza, sacó un cigarrillo para sí y lo encendió. Luego, inhalando el humo, replicó:

—Porque soy lo que los periódicos llaman un «hombre misterioso». Me gusta aparecer como caído del cielo.

—¿Cómo supiste dónde estaba?.

—Gracias a unos excelentes prismáticos. Me enteré de que comías con los Farraday y te vigilé desde la ladera cuando saliste.

—¿Por qué no te acercas a casa como una persona normal?.

—Yo no soy una persona normal —contestó Anthony con voz escandalizada—. Soy un ser extraordinario.

—Sí, creo que lo eres.

La miró vivamente.

—¿Sucede algo?.

—No, claro que no. Por lo menos...

Hizo una pausa.

—¿Por lo menos...? —insistió Anthony.

Iris respiró profundamente.

—Estoy harta de estar aquí. Lo odio. Quiero volver a Londres.

—¿Os marcharéis pronto?.

—La semana que viene.

—Así que la fiesta en casa de los Farraday... ¿fue una despedida?.

—No fue una fiesta. Sólo estaban ellos y una prima anciana.

—¿Te gustan los Farraday, Iris?.

—No lo sé. No creo que me gusten mucho aunque, en realidad, no debiera decir eso, porque han sido muy amables con nosotros.

—¿Crees que les resultas simpática?.

—No. Yo creo que nos odian.

—Muy interesante.

—¿Lo crees así?.

—Oh, no me refiero a lo del odio, si es que en efecto existe. Lo decía por tu empleo del «nos». Mi pregunta se refería a ti personalmente.

—Ah. Yo creo que a mí me encuentran muy simpática, de una forma negativa. Se me antoja que lo que no les gusta es tenernos a nosotros, como familia, por vecinos.

No teníamos gran amistad con ellos. En realidad eran amigos de Rosemary.

—Sí —asintió Anthony—, como dices, eran amigos de Rosemary, aunque supongo que Sandra Farraday y Rosemary nunca fueron amigas íntimas, ¿eh?.

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