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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (6 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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Evocó deliberadamente aquellos días de noviembre.

Sentada ante el teléfono, sintiendo cómo surgía el odio en su corazón...

Le había dado a George el mensaje de Rosemary, con su voz agradable de siempre. Había sugerido que se le permitiese a ella no asistir, para que sólo hubiese parejas. George se había opuesto
a eso
inmediatamente.

Llegó el momento de comunicarle, a la mañana siguiente, la partida del
San Cristóbal
. El alivio y el agradecimiento de George fue manifiesto.

—Así pues... ¿se marchó en ese barco?. ¿De veras?.

—Sí. Le entregué el dinero un instante antes de que fuera retirada la pasarela. —Vaciló un momento y dijo—: Agitó la mano al desatracar el barco y gritó :«¡Besos y abrazos a George!. ¡Dígale que beberé a su salud esta noche!».

—¡Qué impertinencia! —exclamó él. Luego le preguntó con curiosidad—: ¿Qué opina usted de él, Ruth?.

—Oh, era lo que yo me esperaba —contestó la muchacha con voz átona—. Un hombre sin voluntad.

Y George no se dio cuenta de nada. A Ruth le entraron unas ganas enormes de gritar: «¿Por qué me mandó a mí?. ¿No intuyó lo que podía hacerme?. ¿No ve acaso que no soy la misma persona de ayer?. ¿No se da cuenta de que además de vulnerable soy
peligrosa
?. ¿De que cualquiera sabe de lo que soy capaz de hacer?».

Pero en lugar de eso volvió a su tono de voz y eficiencia habituales.

—Esa carta de Sao Paulo...

Volvía a ser la secretaria competente...

Cinco días más tarde.

El cumpleaños de Rosemary.

Un día tranquilo en la oficina. Una visita al peluquero; un vestido negro nuevo; un rostro reflejado en el espejo, un rostro que no era del todo suyo. Un rostro pálido, decidido, amargo.

Era cierto lo que había dicho Víctor Drake. En ella no había piedad.

Más tarde, cuando desde el otro lado de la mesa contemplaba el azulado y convulso semblante de Rosemary Barton, seguía sin experimentar piedad alguna.

Ahora, once meses más tarde, al pensar en Rosemary Barton, le sobrecogió el temor.

Capítulo III
-
George Barton

Anthony Browne, con el ceño fruncido y la mirada fija en la lejanía, pensaba en Rosemary Barton. ¡Qué imbécil había sido al liarse con ella!. Aunque bien podía excusársele una cosa así a un hombre. El aspecto de ella era como para que se recreara cualquiera la vista. Aquella noche, en el hotel Dorchester, le había sido imposible mirar a ninguna otra. Hermosa como una hurí. ¡Y, a buen seguro, tan falta de inteligencia!.

No obstante, se había enamorado como un tonto y hecho las mil y una para encontrar a alguien que pudiera presentársela. Una cosa imperdonable, en realidad, puesto que debía de haberse preocupado exclusivamente del negocio. Después de todo, no se había alojado en el hotel Claridge para divertirse.

Rosemary, sin embargo, era lo bastante bella para que fuese perdonable un olvido momentáneo del deber. ¡De muy poco le servía ahora colmarse de improperios y preguntarse por qué había sido tan idiota!. Afortunadamente, no había nada que lamentar. Casi en el mismo instante en que le había hablado, su hechizo se había desvanecido un poco. Las cosas habían vuelto a recobrar sus proporciones normales. Aquello no era amor, ni pasajero siquiera. Era una ocasión para que ellos dos lo pasaran agradablemente, ni más ni menos.

Bueno, él había disfrutado y Rosemary también. Ella bailaba como un ángel y, dondequiera que la llevaba, los hombres se volvían para mirarla. Era un encanto, eso sí, siempre y cuando no abriera la boca. Bendijo a su buena estrella por no estar casado con Rosemary. Una vez que uno se acostumbrara a toda aquella perfección de rostro y cuerpo, ¿qué haría, si ni siquiera sabía escuchar inteligentemente?. Una de esas muchachas que esperan que se les diga todas las mañanas a la hora de desayunar que uno está locamente enamorado de ellas.

Sin embargo, a buenas horas pensaba semejantes cosas. Se había enamorado de ella, ¿no?.

Había sido su esclavo. La había llamado por teléfono, salido con ella, bailado con ella. La había besado en el taxi. Había estado a punto de hacer el idiota hasta aquel día sorprendente, increíble.

Recordaba perfectamente su aspecto. El cabello castaño que se había soltado por encima de una oreja; las pestañas caídas; el brillo de sus ojos azul oscuro a través de ellas; el mohín de los rojos y suaves labios.

—Anthony Browne. ¡Qué nombre tan bonito!.

—Un nombre respetable y de rancio abolengo —contestó él de buen humor—. Enrique VIII tuvo un chambelán que se llamaba Anthony Browne.

—¿Un antepasado tuyo, supongo?.

—No me atrevería a asegurarlo.

—¡Más te vale!.

Él enarcó las cejas.

—Pertenezco a la rama colonial de la familia.

—¿No a la rama italiana?.

—¡Ah! —rió él—. ¿Por mi tez morena?. Mi madre era española.

—Así se explica.

—Se explica, ¿qué?.

—Oh, muchas cosas, Anthony Browne.

—Parece que te gusta mucho mi nombre.

—Ya te lo dije. Es un nombre muy bonito.

Y luego, de pronto, como una bomba:

—Más bonito que Tony Morelli.

Durante un instante, él apenas pudo dar crédito a sus oídos. ¡Era increíble!. ¡Imposible!.

La asió del brazo. La dureza de su mano hizo que ella se sobrecogiera.

—¡Oh!. ¡Me estás haciendo daño!.

—¿De dónde sacaste ese nombre?.

El tono era áspero, amenazador.

Ella rió encantada por la impresión causada. ¡La muy estúpida!.

—¿Quién te lo dijo?.

—Alguien que te reconoció.

—¿Quién fue?. Es muy grave, Rosemary. Es preciso que yo lo sepa.

Ella lo miró de soslayo.

—Un primo mío muy poco recomendable. Se llama Víctor Drake.

—Jamás he conocido a nadie de ese nombre.

—Me imagino que no usaría ese nombre cuando tú lo conociste. Querría ahorrarle esa vergüenza a la familia.

—Comprendo... —dijo Anthony muy despacio—. Fue... ¿en la cárcel?.

—Sí. Le estaba echando un sermón a Víctor, diciéndole que nos deshonraba a todos. No me hizo el menor caso, claro está. De pronto sonrió y dijo: «No eres tú la más indicada para criticarme, querida. Te vi bailar la otra noche con un ex presidiario, uno de tus mejores amigos, por cierto. Tengo entendido que usa el nombre de Anthony Browne, pero en la cárcel llevaba el de Tony Morelli.»

Anthony comentó con un tono despreocupado:

—He de renovar la amistad de ese amigo de mi juventud. Nosotros, los ex presidiarios, tenemos que seguir muy unidos.

Rosemary meneó la cabeza.

—Demasiado tarde. Lo han embarcado para América del Sur. Salió ayer.

—Ya... —Anthony respiró profundamente—. Así que... ¿tú eres la única persona que conoce mi secreto?.

Ella asintió.

——No te descubriré.

—Más vale que no. —Su voz se tornó severa—. Escucha, Rosemary, esto es peligroso. Supongo que no querrás que te señalen esa cara tan bonita que tienes, ¿verdad?. Hay gente que no se conforma con eso y son capaces de liquidarte. No es algo que ocurra sólo en novelas y en el cine, se dan casos también en la vida cotidiana.

—¿Me estás amenazando, Tony?.

—Te aviso.

¿Escucharía el aviso?. ¿Se daba cuenta de que hablaba muy en serio?. ¡La muy estúpida!. No había ni pizca de seso en aquella linda cabecita hueca. No podía uno confiar en que guardase silencio. No obstante, tendría que intentar hacerle comprender.

—Olvida que has oído el nombre de Tony Morelli alguna vez. ¿Comprendes?.

—Pero, ¡si no me importa, Tony!. No soy mojigata. El conocer a un criminal es para mí una emoción agradable. No tienes por qué avergonzarte de ello.

¡Qué mujer más absurda!. La miró con frialdad. Se preguntó en aquel instante cómo podría haberse imaginado que la quería. Jamás había podido soportar a los imbéciles, ni siquiera a las imbéciles de cara bonita.

—Olvida lo de Tony Morelli —le dijo con dureza—. Hablo en serio. No vuelvas a mencionar ese nombre.

Tendría que marcharse. Era lo único que podía hacer. No podía confiar en el silencio de la muchacha. Hablaría cuando le entraran ganas.

Le estaba sonriendo con una sonrisa hechicera, una sonrisa que no le hizo efecto.

—No seas tan feroz. Llévame al baile de los Jarrow la semana que viene.

—No estaré aquí. Me marcho.

—¿No pretenderás marcharte antes de la comida que daré para mi cumpleaños?. No puedes fallarme. Cuento contigo. No digas que no. He estado muy enferma con esa horrible gripe y aún me siento terriblemente mal. No hay que llevarme la contraria. Tienes que asistir.

Anthony hubiera podido mostrarse firme. Hubiese podido abandonarlo todo. Marcharse inmediatamente.

Pero por una puerta entreabierta vio a Iris bajar la escalera. Iris, erguida y delgada, de semblante pálido, cabello negro y ojos grises. Iris, mucho menos bella que Rosemary, pero con una personalidad que Rosemary no tendría jamás.

En aquel momento se odió a sí mismo por haber sucumbido, por poco que fuera, al encanto de Rosemary. Experimentó la misma sensación que sintiera Romeo al recordar a Rosalinda cuando vio a Julieta por vez primera.

Anthony Browne cambió de parecer.

En un segundo, sus intenciones cambiaron por completo de rumbo.

Capítulo IV
-
Stephen Farraday

Stephen Farraday pensaba en Rosemary. Lo hacía con el asombro y la incredulidad que su imagen siempre despertaba en él. Por regla general desterraba de su mente todo pensamiento de aquella mujer tan aprisa como se presentaba. Pero había veces en que, tan persistente en la muerte como lo fuera en la vida, se negaba a ser desterrada tan arbitrariamente.

Su primera reacción era siempre la misma: un rápido estremecimiento de irresponsabilidad al recordar la escena del restaurante. Por lo menos, no tenía necesidad de pensar en
eso
. Trasladó sus pensamientos hacia el tiempo en que Rosemary había estado viva, en que la había visto sonriente, respirando, mirándole a los ojos.

¡Qué imbécil!. ¡Cuan increíblemente imbécil había sido!.

Le había poseído el asombro, un asombro total. ¿Cómo había sucedido?. No lograba comprenderlo. Era como si su vida estuviese dividida en dos partes: una, la más extensa, una progresión ordenada, juiciosa, bien equilibrada; la otra, una locura breve que no le era característica. No había manera de hacer encajar las dos partes.

Porque, a pesar de toda su habilidad y de la perspicacia de su intelecto, Stephen carecía de la percepción interna necesaria para darse cuenta de que, en realidad, encajaban demasiado bien.

A veces pasaba revista a su vida, examinándola fríamente, sin indebida emoción, pero con cierta mojigata satisfacción. Desde muy temprana edad había tenido la voluntad de triunfar en la vida y, a pesar de las dificultades y de ciertas desventajas iniciales, sí que había triunfado.

Siempre había profesado un credo muy sencillo. Creía en la Voluntad. Lo que un hombre quería hacer, eso hacía.

El pequeño Stephen Farraday había cultivado asiduamente la voluntad. No podía contar con mucha ayuda en la vida, salvo la que obtuviera gracias a sus propios esfuerzos. A los siete años de edad era un niño pequeño y pálido, de frente despejada y mandíbula que expresaba determinación, y ya tenía el propósito de elevarse, y de subir muy alto. Sabía ya que sus padres de nada le servirían. Su madre se había casado con un hombre de escala social inferior a ella, y lo había lamentado. El padre, un contratista de obras de poca importancia, perspicaz, astuto y tacaño, había merecido siempre el desprecio de su mujer y también el de su hijo.

A su madre, aturdida, despistada, propensa a bruscos cambios de humor, Stephen la había mirado siempre con cierto desconcierto e incomprensión, hasta el día en que la sorprendiera echada sobre un rincón de la mesa, con una botella de colonia vacía, que se le había caído de la mano. Jamás se le había ocurrido pensar que la bebida pudiera tener nada que ver con los humores de su madre. Nunca bebía cerveza ni licores, y en ninguna ocasión se le había ocurrido pensar que la manía que tenía por el agua de colonia pudiera tener otro origen que la confusa explicación que ella daba acerca de sus dolores de cabeza.

En aquel instante se dio cuenta de que profesaba muy poco afecto a sus padres. Sospechó, perspicaz, que ellos tampoco le profesaban mucho amor. Era pequeño para su edad, callado, y propenso al tartamudeo. Su padre le creía afeminado. Un niño de muy buenos modales, que daba muy poco quehacer en casa. A su padre le hubiera gustado que hubiese sido más revoltoso. «
Yo
siempre andaba haciendo alguna trastada a su edad», solía decir. A veces, al mirar a Stephen, se daba cuenta, con desasosiego, de la situación de inferioridad social en que se hallaba en relación a su esposa. Stephen había salido a la familia de la madre.

Sin bulla, pero con creciente determinación, Stephen trazó su plan de vida. Iba a triunfar. Como primera prueba de su voluntad, se dedicó a vencer su tartamudez. Ensayó, hablando muy despacio, con una leve pausa entre palabra y palabra. Y, con el tiempo, vio sus esfuerzos coronados por el éxito. Ya no tartamudeaba. En el colegio, se concentró en los estudios. Estaba decidido a adquirir cultura. La cultura le abriría camino. No tardaron sus maestros en interesarse por él, en animarle. Ganó una beca. Los educadores abordaron a los padres. El muchacho prometía. Mr. Farraday, que estaba obteniendo buenos beneficios en un bloque de casas baratas, se dejó convencer y gastó dinero en educar a su hijo.

A los veintidós años, Stephen salió de Oxford con un título, con fama de saber hablar bien y con ingenio, y facilidad para escribir artículos. Había hecho muy buenas amistades, por añadidura. Lo que a él le atraía era la política. Había aprendido a dominar su innata timidez y a cultivar unos modales admirables: modesto, amistoso, y con ese destello de inteligencia que hace decir a la gente: «Ese muchacho llegará muy lejos.» Aunque sentía una manifiesta predilección por el liberalismo, Stephen se dio cuenta de que, de momento, el partido liberal estaba muerto. E ingresó en las filas del partido laborista. No tardó en sonar su nombre como el de un joven de porvenir. Pero el partido laborista no le satisfizo. Lo encontró menos abierto a ideas nuevas, mucho más atado por la tradición que su grande y potente rival. Los conservadores, por su parte, andaban a la busca de jóvenes de talento.

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