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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (4 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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—Es verdad. Creo que fue Stephen Farraday quien despertó su interés por la política. Acostumbraba a dejarle folletos y cosas así.

—¿Qué opinaba Sandra Farraday de ello? —apremió George.

—¿De qué?.

—De que su marido le prestara folletos a Rosemary.

—No lo sé —respondió Iris con desasosiego.

—Sandra Farraday es una mujer reservada. Parece fría como el hielo. Pero dicen que está loca por su marido. Es la clase de mujer que podría sentir grandes celos si su esposo tuviera amistad con otra mujer.

—Tal vez.

—¿Cómo se llevaban Rosemary y ella?.

—No creo que se llevaran muy bien —contestó Iris lentamente—. Rosemary se reía de Sandra. Decía que era una de esas señoras gordas como un caballo de peluche. No sé si te habrás dado cuenta; pero sí que se parece a un caballo. Rosemary solía decir: «Si la pincharas empezaría a salir aserrín.».

George soltó un gruñido.

—¿Sigues viendo mucho a Anthony Browne?.

—Bastante. En algunas fiestas, bailes, exposiciones... —respondió Iris con frialdad.

Pero George no aceptó sus evasivas. Por el contrario, dio muestras de interés.

—Ha corrido mucho, ¿verdad?. Debe de haber tenido una vida muy interesante. ¿Te habla alguna vez de eso?.

—No gran cosa. Ha viajado mucho, claro está.

—Por negocios, supongo.

—Supongo que sí.

—¿Qué negocios tiene?.

—No lo sé.

—Es algo relacionado con armamento, ¿verdad?.

—Nunca me lo ha dicho.

—Bueno, pues no es necesario que le digas que te lo he preguntado. Me interesaba. Se le vio mucho el otoño pasado en compañía de Dewsbury, presidente de Armas Unidas. Rosemary veía con frecuencia a Anthony Browne, ¿verdad?.

—Sí... sí que le veía.

—Pero no le conocía desde hacía mucho; era, como quien dice, un conocido casual. La solía llevar a bailes, ¿no es cierto?.

—Sí.

—Me sorprendió bastante que ella quisiera invitarle a su fiesta de cumpleaños. No me había dado cuenta de que le conociese tanto.

—Baila muy bien... —manifestó Iris.

—Sí... sí, claro...

Sin querer, Iris dejó que cruzara en su mente el recuerdo de aquella noche.

La mesa redonda en el Luxemburgo, las luces amortiguadas, las flores. La orquesta con su ritmo insistente.

Las siete personas sentadas a la mesa: ella, Anthony Browne, Rosemary, Stephen Farraday, Ruth Lessing, George y, a la derecha de éste, la mujer de Stephen Farraday, lady Alexandra Farraday, con su cabello claro y liso, las fosas nasales levemente arqueadas, y la voz clara y arrogante. ¡Había sido una fiesta alegre!. ¿Lo había sido en realidad?.

Y en plena fiesta, Rosemary... No, no; más valía no pensar en eso. Mejor sería recordar tan sólo el hecho de que ella había estado sentada junto a Tony, que era aquélla la primera vez que le había visto en realidad. Hasta entonces sólo había sido un hombre, una sombra en el vestíbulo, una espalda que bajaba los escalones de la entrada, acompañando a Rosemary hasta el taxi que aguardaba.

Tony...

Volvió a la realidad con sobresalto. George estaba repitiendo la pregunta:

—Es raro que se largara tan pronto después. ¿Adonde se fue?. ¿Lo sabes?.

Ella contestó con vaguedad:

—Oh... a Ceilán, creo, o a la India.

—No dijo una palabra de eso aquella noche.

—¿Por qué había de decirlo? —replicó Iris tajante—. ¿Es preciso que hablemos... de aquella noche?.

Él se puso muy colorado.

—No, no. Claro que no. Perdona, querida. A propósito. Invita a Browne una noche a cenar. Me gustaría volver a verle.

Iris quedó encantada. George empezaba a ablandarse. Fue transmitida la invitación y aceptada; pero, en el último instante, Anthony tuvo que salir apresuradamente para el norte por cuestión de negocios y no pudo asistir.

Un día de fines de julio George sorprendió a Lucilla y a Iris con la noticia de que había comprado una casa en el campo.

—¿Que has comprado una casa? —exclamó Iris con incredulidad—. Pero, ¡si yo creía que íbamos a alquilar esa casa de Goring por dos meses!.

—Resulta mucho más agradable tener casa propia ¿verdad?. Podemos ir a pasar los fines de semana durante todo el año.

—¿Dónde está?. ¿A orillas del río?.

—No del todo. Mejor dicho, ni siquiera cerca. En Sussex. Marlingham. Se llama Little Priors. Cinco hectáreas. Una casita estilo georgiano.

—¿Es posible que la hayas comprado sin haberla visto nosotras siquiera?.

—Fue cuestión de oportunidad. Acababan de ponerla en venta. Aproveché la ocasión.

—Supongo que habrá que hacer muchas reformas y llamar a un decorador —dijo Mrs. Drake.

—Oh, Ruth se ha encargado de todo eso ya —contestó George, sin darle mucho importancia.

Le oyeron pronunciar el nombre de Ruth Lessing, la eficiente secretaria de George, con respetuoso silencio. Ruth era una institución, una de la familia, como quien dice. Bien parecida, con sus severos vestidos negros y blancos, era la eficiencia personificada combinada con la diplomacia.

En vida de Rosemary era corriente oírle decir:

«Encarguemos eso a Ruth. Es maravillosa. Dejemos que Ruth se cuide de eso.»

La hábil miss Lessing siempre podía resolver las dificultades. Sonriente, agradable, distante, vencía todos los obstáculos. Dirigía el despacho de George y se sospechaba que al propio George también. Él le tenía mucho afecto, se apoyaba en ella y seguía su criterio en todo. Ruth no parecía tener necesidades ni deseos propios.

No obstante, Lucilla Drake se molestó en esta ocasión.

—Mi querido George, a pesar de la capacidad de Ruth, la verdad... ¡a las mujeres de la familia les gusta escoger el decorado de su propia casa!. Deberías haber consultado a Iris. No digo nada de mí. Yo no soy nadie. Pero es violento para Iris.

George pareció contrariado ante la angustia de Lucilla.

—¡Quería que fuese una sorpresa! —exclamó.

Lucilla tuvo que sonreír.

—¡Eres un crío, George!.

—No me importa la decoración —manifestó Iris—. Estoy segura de que Ruth lo habrá hecho perfectamente. ¡Es tan hábil!. ¿Qué haremos allí?. Supongo que habrá una pista de tenis.

—Sí, y un campo de golf a seis millas de distancia. Y sólo dista del mar unas catorce millas. Además, tendremos vecinos. Siempre es prudente, en mi opinión, habitar un lugar en el que se conozca a alguien.

—¿Qué vecinos? —preguntó Iris con brusquedad.

George esquivó su mirada.

—Los Farraday —contestó—. Viven a cosa de milla y media de distancia, al otro lado del parque.

Iris lo miró con sorpresa. Adquirió inmediatamente el convencimiento de que la compra de la finca y su decoración se habían llevado a cabo con un solo objetivo: el de poner a George en íntima relación con Stephen y Sandra Farraday. Siendo vecinos en el campo, con fincas colindantes, las dos familias habrían de relacionarse íntimamente a la fuerza. O eso, o mostrarse deliberadamente frías.

Pero, ¿por qué?. ¿A qué se debía aquella insistencia en la cuestión de los Farraday?. ¿Por qué tan costoso método para alcanzar un fin incomprensible?.

¿Sospechaba George que Rosemary y Stephen Farraday habían sido algo más que amigos?. ¿Era aquélla una extraña manifestación de celos póstumos?. No, no era posible. Sería llevar las cosas demasiado lejos.

Pero, ¿qué querría George de los Farraday?. ¿Qué significaban las extrañas preguntas que le dirigía continuamente a ella?. ¿No le pasaba algo muy raro a George últimamente?. ¡La expresión de aturdimiento que tenía por las noches!. Lucilla lo atribuía a una copa de oporto más de la cuenta. Una opinión típica de Lucilla.

No, algo raro había en George últimamente. Parecía hallarse bajo la influencia de una excitación en la que se intercalaban momentos de apatía durante los cuales parecía sumirse en un estado de inconsciencia.

Pasaron la mayor parte de agosto en el campo, en Little Priors. ¡Horrible casa!. Iris se estremeció. La odiaba. Una casa de airosa silueta, bien amueblada y decorada con gusto. ¡Ruth Lessing siempre hacía las cosas bien!. Y, curiosamente, una casa
vacía
. No vivían allí. La ocupaban. De igual manera que ocupan los soldados un puesto avanzado.

Lo que la hacía horrible era la vida veraniega normal, que parecía una capa superpuesta. Invitados de fin de semana, partidos de tenis, comidas informales con los Farraday. Sandra Farraday se había mostrado encantadora, dispensándoles la acogida perfecta que se da a vecinos que ya son amigos. Les presentó a toda la comarca, aconsejó a George e Iris en la cuestión de caballos y dio muestras de deferencia ante Lucilla por ser una mujer mayor.

Y nadie era capaz de saber lo que pensaba tras la máscara de su pálido y sonriente rostro. Una mujer como una esfinge.

A Stephen le habían visto menos. Estaba muy ocupado y se ausentaba con frecuencia por asuntos políticos. A Iris se le antojaba evidente que evitaba encontrarse con el grupo de Little Priors todo lo posible.

Pasó agosto y septiembre, y se decidió que en octubre volverían a Londres.

Iris había exhalado un suspiro de alivio. Tal vez cuando ya estuviera de regreso, George volvería a normalizarse.

Y de pronto, la noche anterior, la despertó una llamada a su puerta. Encendió la luz y consultó el reloj. La una nada más. Se había acostado a las diez y media y le había parecido que era mucho más tarde.

Se puso una bata y se acercó a la puerta. Sin saber por qué, aquello le parecía más natural que decir: «¡Adelante!».

George aguardaba fuera. No se había acostado y aún iba vestido de etiqueta. Respiraba agitado y su rostro tenía un extraño color azul.

—Baja al despacho, Iris —dijo—. Tengo que hablar contigo. Tengo que hablar con alguien.

Ella obedeció extrañada, medio aturdida aún por el sueño.

Una vez en el despacho, cerró la puerta y la invitó a que se sentara ante la mesa, frente a él. Empujó hacia ella la caja de cigarrillos, después de haber sacado uno para él y encenderlo con mano temblorosa tras un par de intentos.

—¿Sucede algo, George? —le preguntó.

Ahora estaba verdaderamente alarmada. El aspecto de él era terrible y hablaba jadeando, como si hubiese estado corriendo.

—No puedo continuar así. No puedo callarlo por más tiempo. Es preciso que me digas lo que opinas... si crees que es verdad...
si es posible...

—¿De qué me hablas, George?.

—Tienes que haber notado o visto algo. ¿Algo diría
ella
, no?. Debe haber alguna
razón
...

Ella le miró boquiabierta.

George se pasó la mano por la frente.

—No comprendes de qué estoy hablando. Ya lo veo. No pongas esa cara de asustada, muchacha. Tienes que ayudarme. Es preciso que recuerdes todos los detalles que puedas. Vamos, vamos, ya sé que hablo con cierta incoherencia, pero lo comprenderás todo dentro de un instante... cuando te haya enseñado las cartas.

Abrió uno de los cajones de la mesa y sacó dos hojas de papel.

Eran de un color azul desvaído, con unas cuantas palabras escritas en letra pequeña y de imprenta.

—Lee esto —dijo George.

Iris miró el papel. Lo que decía era claro y conciso.

USTED CREE QUE SU MUJER SE SUICIDÓ. NO HIZO TAL COSA. LA MATARON.

La segunda hoja decía:

SU ESPOSA, ROSEMARY, NO SE SUICIDÓ. LA MATARON.

Mientras Iris seguía contemplando boquiabierta aquellas palabras, George prosiguió:

—Llegaron hace cosa de tres meses. Al principio creí que se trataba de una broma... una broma de mal gusto... cruel. Luego me puse a pensar.
¿Por qué
había de haberse suicidado Rosemary?.

—Por la depresión que le dejó la gripe —contestó Iris maquinalmente.

—Sí, pero cuando uno se para a pensar eso, resulta una tontería, ¿no te parece?. Mucha gente coge una gripe y se siente deprimida después, ¿verdad?.

—Tal vez se sintiera... ¿desgraciada? —dijo Iris, haciendo un esfuerzo.

—Es posible. —George reflexionó sobre el particular con toda tranquilidad—. No obstante, no concibo que Rosemary cometiera suicidio nada más que porque se sintiese desgraciada. Podría amenazar con hacerlo; pero no creo que se decidiera cuando llegase el momento.

—¡
Tiene
que haberlo hecho, George!. ¿Qué otra explicación hay?. ¡Si hasta encontraron el veneno en su bolso!.

—Lo sé. Todo parece confirmar esa teoría. Pero desde que llegó esto —señaló los anónimos—, he estado dándole vueltas al asunto. Y cuanto más he pensado en ello, más me he convencido de que hay algún fundamento en la acusación. Por eso te he hecho todas esas preguntas sobre si Rosemary tenía enemigos. O si había dicho alguna vez algo que pareciera indicar que temiese a alguien. Quienquiera que la matase, había de tener un motivo.

—Pero, George, tú estás loco...

—A veces creo estarlo. Otras, sé que voy por buen camino. Pero
es preciso
que sepa más. Es preciso que lo averigüe. Tienes que ayudarme, Iris. Tienes que
pensar
. Tienes que recordar. Eso es: recordar. Pasa revista a aquella noche, una y otra vez. Llegarás a la conclusión de que si la mataron,
tuvo que hacerlo alguna de las personas que estuvieron sentadas a la mesa aquella noche
. Eso sí que lo comprendes, ¿verdad?.

Sí, eso lo había comprendido. No había manera de desterrar de su imaginación aquella escena por más tiempo. Necesitaba recordarlo todo. La música, el redoble de tambores, las luces amortiguadas, el cabaret, las luces que brillaban de nuevo con toda su potencia, y Rosemary, echada hacia delante sobre la mesa con el rostro azulado y convulso.

Iris se estremeció. Estaba asustada ahora, terriblemente asustada.

Era preciso que pensara, que evocase el pasado, que recordara.

Rosemary es el símbolo del recuerdo
.

No debía olvidarlo.

Capítulo II
-
Ruth Lessing

Ruth Lessing, en un momento de calma de su diario ajetreo, estaba recordando a la esposa de su jefe, Rosemary.

Rosemary Barton le había sido muy antipática. Jamás se había dado cuenta de qué manera, hasta aquella mañana de noviembre en que había hablado por primera vez con Víctor Drake.

La entrevista con Víctor Drake había sido el punto de partida de todo, lo que había puesto en marcha el motor de sus pensamientos. Hasta entonces, las cosas que había sentido y pensado habían estado tan sumergidas en su subconsciente que, en realidad, no se había apercibido de ellas.

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