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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (22 page)

BOOK: Cianuro espumoso
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—Menos paja y al grano, amigo mío.

Race sonrió.

—La doncella que me abrió la puerta, ¿era Elizabeth Archdale? —preguntó.

—¡Así que a eso vienes!. No me digas que esa muchacha, londinense pura si las hay, es una conocida espía europea. Me negaré rotundamente a creerte.

—No, no. No se trata de eso.

—Ni me digas tampoco que forma parte de nuestro servicio de contraespionaje, porque tampoco lo creeré.

—Y harás muy bien. La muchacha es una doncella y nada más.

—Y, ¿desde cuándo te interesa una simple doncella?. Aunque Elizabeth no tiene nada de simple, en realidad. Yo creo que es la astucia personificada.

—Creo —dijo el coronel Race— que tal vez pueda decirme algo.

—¿Si se lo pidieras con mucha amabilidad...?. No me sorprendería que tuvieses razón. Tiene muy desarrollada la técnica de encontrarse cerca de la puerta siempre que sucede algo interesante. ¿Qué ha de hacer M.?.

—M. tendrá la amabilidad de ofrecerme algo de beber, llamar a Elizabeth y decirle que me lo traiga.

—Y, ¿cuando lo traiga Elizabeth?.

—Para entonces, M. habrá tenido la bondad de marcharse.

—¿Para quedarse detrás de la puerta y escuchar por el ojo de la cerradura?.

—Si quieres...

—Y habiéndolo hecho, ¿quedaré saturada de informes confidenciales sobre la última crisis europea?.

—Me temo que no. Esto no guarda relación alguna con ninguna situación política.

—¡Qué desilusión!. Bueno, te seguiré el juego.

Mrs. Reestalbot, que era una vivaz morena de cuarenta y nueve años, pulsó el timbre y ordenó a su bonita doncella que sirviera al coronel Race un whisky con soda.

Cuando regresó Elizabeth Archdale con una bandeja en la que llevaba lo que le había pedido, Mrs. Reestalbot estaba de pie junto a la puerta que daba a su gabinete particular.

—El coronel Race tiene que hacerle unas preguntas —dijo, y salió de la habitación.

Los ojos provocadores de Elizabeth volvieron su mirada hacia el alto y entrecano militar con cierta expresión de alarma. Él tomó la copa de la bandeja y sonrió.

—¿Ha visto los periódicos de hoy? —preguntó.

Elizabeth lo miró y se puso en guardia.

—Sí, señor.

—¿Leyó usted que Mr. Barton murió anoche en el restaurante Luxemburgo?.

—Oh, sí, señor. —Los ojos de Elizabeth brillaron como si aquel desastre público fuera motivo de regocijo—. Terrible, ¿verdad?.

—Usted había servido en su casa, ¿verdad?.

—Sí, señor. La dejé el invierno pasado, poco después de morirse Mrs. Barton.

—Ella murió en el Luxemburgo también.

Elizabeth asintió en el acto.

—Resulta bastante raro eso, ¿verdad, señor?.

—Veo —dijo Race muy serio— que tiene usted inteligencia. Sabe atar cabos y sacar consecuencias.

Elizabeth entrelazó las manos y olvidó por completo la discreción.

—¿Le liquidaron a él también?. Los periódicos no lo dijeron con claridad.

—¿Por qué dice usted «también»?. Cuando se celebró la encuesta, el jurado falló que Mrs. Barton se había suicidado.

La muchacha le dirigió una rápida mirada de soslayo. «Demasiado viejo —pensó—, pero guapo. Uno de esos hombres callados. Un caballero de verdad. Uno de esos caballeros que le hubiesen dado a una un soberano
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en su juventud. Tiene gracia. ¡Ni siquiera sé cómo es un soberano!. ¿Qué andará buscando?».

—Sí, señor—contestó.

—Pero... ¿tal vez usted nunca creyó que fuera un suicidio?.

—La verdad, no, señor. Yo no creí nunca que se tratara de un suicidio.

—Eso es muy interesante. Muy interesante de verdad. ¿Y por qué no lo creyó?.

Vaciló. Empezó a hacerse pliegues en el delantal.

—Haga el favor de decírmelo. Pudiera ser importante.

¡Lo dijo tan agradablemente! Y tan serio... Le hacia a una sentirse importante... Le entraban a una ganas de ayudarlo. Y, fuera como fuese, sí que había sido lista en cuanto a la muerte de Rosemary Barton se refería. ¡Ella no se había dejado engañar!.

—La mataron, ¿verdad, señor?.

—Cabe la posibilidad de que así fuera. Pero, ¿por qué llegó usted a creerlo?.

—Por algo... —Elizabeth vaciló—... por algo que oí decir un día.

—Sí? —la animó Race.

—La puerta no estaba cerrada ni nada. Quiero decir que a mí nunca se me ocurriría escuchar detrás de una puerta. No me gusta hacer esas cosas. Pero cruzaba el pasillo, hacia el comedor, con los cubiertos en una bandeja, y hablaban en voz muy alta. Estaba diciendo algo. Me refiero a Mrs. Barton, algo de que Anthony Browne no era su nombre. Y entonces se puso furioso de verdad, Mr. Browne quiero decir. Nunca le hubiera creído capaz de eso... con lo guapo y lo bien hablado que era normalmente. Dijo algo de cortarle la cara... ¡Oh!. Y luego dijo que si no hacía lo que él le decía, le daría el paseo. Así, como suena. No oí más, porque miss Iris Marle bajaba la escalera y, claro está, no le di mucha importancia por entonces. Pero, después del jaleo que se armó por haberse suicidado en la fiesta, y cuando supe que él estaba allí también, bueno, me dieron escalofríos y se me pusieron los pelos de punta... ¡De verdad!.

—¿Pero usted no dijo nada?.

La muchacha meneó la cabeza.

—No quería enredos con la policía y, además, no sabía nada... nada en realidad. Quizá, si hubiese dicho algo, me hubiesen liquidado a mí también. O me hubiesen dado el paseo, como dicen.

—Ya.

Race hizo una pequeña pausa. Luego, con su tono más gentil, dijo:

—Así que se limitó a mandarle un anónimo a Mr. Barton, ¿verdad?.

Ella lo miró boquiabierta, pero Race no notó en ella señal alguna de culpabilidad, nada más que de puro asombro.

—¿Yo?. ¿Escribirle a Mr. Barton?. ¡Nunca!.

—Oh, no tenga usted miedo de decírmelo. En realidad fue una idea magnífica. Sirvió para avisarle sin delatarse usted. Dio usted muestras de mucha inteligencia al hacerlo.

—Pero, ¡si no lo hice, señor!. No se me ocurrió hacer semejante cosa. ¿Escribirle a Mr. Barton, quiere decir, para avisarle de que a su mujer la habían liquidado?. ¡Ni loca!.

Tan sincera sonaba su negativa que, a pesar suyo, Race sintió vacilar su convencimiento. Pero, ¡encajaba todo tan bien!. ¡Sería tan fácil explicarlo todo con naturalidad si la muchacha hubiese escrito las cartas...! Ella insistió en su negativa, no con vehemencia ni inquietud, sino serenamente, sin demasiado énfasis. Acabó por creerle, muy a pesar suyo.

Cambió de táctica.

—¿A quién le contó usted eso?.

—A nadie. Le digo a usted, con franqueza, que estaba asustada. Pensé que sería mejor no abrir la boca. Procuré olvidarlo. Sólo lo recordé una vez, cuando le dije a Mrs. Drake que me marchaba. Había sido muy pesada desde el primer momento, mucho más de lo que una muchacha es capaz de soportar... y ahora quería que fuera a enterrarme en el campo, donde ni siquiera había una línea de autobuses. Cuando le dije que me iba, se enfadó y me puso en la recomendación que le pedí que rompía muchas cosas. Yo le dije, con sarcasmo, que por lo menos encontraría un sitio donde a la gente no la liquidaran. Y me asusté en cuanto lo dije, pero ella no pareció darle mucha importancia. Quizá debiera haber hablado por entonces, pero en realidad no estaba segura. La gente dice la mar de disparates en broma y realmente Mr. Browne era muy agradable y muy amigo de bromear, por lo que no podía estar segura. ¿Verdad, señor?.

Race contestó que, en efecto, no podía estar segura. Luego añadió:

—Mrs. Barton dijo que Browne no era su verdadero nombre... ¿Mencionó cuál era el auténtico?.

—Sí, señor. Porque él dijo: «Olvida lo de Tony...» Tony... ¿cómo era?. Tony algo... Lo que sí sé es que me recordó la mermelada de cerezas que preparaba la cocinera.

—¿Tony Cheriton?. ¿Cherable...
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?.

Ella meneó la cabeza.

—Un nombre más raro que eso, empezaba con eme y sonaba como extranjero.

—No se preocupe. Tal vez lo recuerde más tarde. Si así sucediera, avíseme. Aquí tiene mi tarjeta con las señas. Si recuerda el nombre, escríbame a esta dirección.

Le entregó la tarjeta y una propina.

—Lo haré, señor. Gracias, señor.

«Un caballero», pensó al bajar la escalera. Un billete de una libra esterlina, no de media. Debía de resultar muy agradable cuando circulaban los soberanos de oro.

Mary Reestalbot volvió a la habitación.

—¿Qué?. ¿Has tenido éxito?.

—Sí, pero aún queda una dificultad que vencer. ¿Puede ayudarme tu ingenio?. ¿Se te ocurre un nombre que pudiera recordar la mermelada de cereza?.

—¡Qué pregunta más extraordinaria!.

—Piensa, Mary. Yo no soy un hombre casero. Concentra tu atención en la fabricación de mermelada... en la mermelada de cereza especialmente.

—No se hace mermelada de cerezas con frecuencia.

—¿Por qué no?.

—Porque tiene la tendencia de convertirse en demasiado azucarada... a menos que se empleen cerezas para guisar: cerezas de Morella.

Race soltó una exclamación.

—Apuesto a que era esto. Adiós, Mary. No sé cómo agradecértelo. ¿Tienes inconveniente en que toque el timbre para que la muchacha me acompañe a la puerta?.

Mrs. Reestalbot le gritó mientras él salía de la habitación casi corriendo.

—¡Si serás desagradecido!. ¿No vas a decirme de qué se trata?.

—Ya volveré a contarte toda la historia más tarde —contestó él por encima del hombro.

—¡Eso dices tú! —murmuró Mrs. Reestalbot.

Elizabeth le aguardaba con el sombrero y el bastón.

Race le dio las gracias y se detuvo en la puerta.

—A propósito —dijo—, ¿el nombre era Morelli?.

—Exacto, señor. Tony Morelli, ése fue el nombre que él dijo que olvidara. Y dijo que había estado en la cárcel también.

Race bajó los escalones sonriendo.

Desde el teléfono público más cercano llamó a Kemp. Hubo un intercambio de palabras, breve, pero satisfactorio.

—Expediré un telegrama inmediatamente —dijo Kemp—. Debiéramos tener noticias en seguida. Confieso que experimentaré un gran alivio si tiene usted razón.

—Creo que sí la tengo. Todo parece encajar.

Capítulo VIII

El inspector jefe Kemp no estaba de muy buen humor. Durante la última media hora había estado entrevistándose con un adolescente aterrado de dieciséis años de edad, quien, en virtud de la elevada posición de su tío Charles, aspiraba a ser camarero de la clase que se exigía en el Luxemburgo. Entretanto, era uno de los seis ayudantes que corrían de un lado para otro con mandil para distinguirse de los camareros de verdad, y cuya obligación era cargar con la culpa de todo, llevar y traer, servir panecillos y mantequilla, y aguantar continua e incesantemente punzantes denuestos en francés, italiano y de vez en cuando en inglés. Charles, como correspondía a un gran hombre, lejos de demostrar favoritismo alguno por su pariente, le reprendía, insultaba y maldecía aún más que a todos los otros. No obstante, en el fondo de su corazón, Pierre aspiraba a ser algún día nada menos que
maitre
de algún restaurante de lujo en un futuro lejano.

De momento, sin embargo, su carrera había tropezado con un escollo y dedujo que se le creía culpable nada menos que de asesinato.

Kemp le volvió del revés y acabó convenciéndose, con disgusto, de que el muchacho no había hecho ni más ni menos de lo que había dicho: recoger del suelo un bolso de señora y volverlo a dejar junto al plato.

—Ocurrió cuando yo corría con la salsa para monsieur Robert. Él estaba impaciente, y la señorita barrió el bolso de la mesa al irse a bailar; con que yo lo cojo y lo pongo sobre la mesa y luego vuelvo a correr, porque ya monsieur Robert me hace señas frenéticas. Eso es todo, monsieur.

Y eso era todo. Kemp, malhumorado, lo dejó marchar, quedándose con las ganas de agregar a la despedida: «Pero que yo no te pille haciendo una cosa así otra vez.»

El sargento Pollock lo sacó de su ensimismamiento, diciéndole que habían telefoneado para anunciar que una joven preguntaba por él, o mejor dicho, por el oficial encargado del caso del Luxemburgo.

—¿Quién es?.

—Miss Chloe West.

—Que suba —dijo Kemp, con resignación—. Le puedo conceder diez minutos. Tengo una cita con Mr. Farraday. Aunque, bueno, no se perderá nada con hacerle esperar
a él
unos minutos. La espera siempre pone nerviosa a la gente.

Cuando miss Chloe West entró en el despacho, Kemp tuvo la impresión de que ya la conocía. Pero un minuto más tarde rechazó semejante creencia. No, jamás había visto a aquella muchacha hasta aquel instante, estaba seguro de ello. No obstante, la vaga sensación de que no le era desconocida, persistió durante todo el rato.

Miss West tenía unos veinticinco años, era alta, de pelo castaño y muy bonita. Hablaba de una manera que daba la sensación de que tenía mucho cuidado con su dicción y parecía estar decididamente nerviosa.

—Bien, miss West, ¿qué puedo hacer por usted?.

—Leí en el periódico lo del Luxemburgo, lo del hombre que murió allí.

—¿Mr. Barton?. ¿Sí?. ¿Lo conocía usted?.

—¡Verá... no!. No exactamente. Quiero decir que en realidad, no lo conocía.

Kemp la miró y rechazó su primera deducción.

Chloe West tenía un aspecto refinado y virtuoso, exageradamente.

—¿Me querría usted dar primero su nombre y su dirección, por favor —le dijo el inspector—, para que sepamos a qué atenernos?.

—Chloe Elizabeth West, 15 Marryvale Court, Maide Vale. Soy actriz.

Kemp volvió a mirarla de soslayo y decidió que, en efecto, eso es lo que era. De repertorio seguramente. A pesar de su belleza, era de las serias.

—Diga, miss West.

—Cuando leí la noticia de la muerte de Mr. Barton y que la policía estaba investigando, pensé que tal vez debiera venir a decirles algo. Hablé con una amiga del asunto, y ella opinó lo mismo. No supongo que tenga nada que ver con ello, pero...

Chloe West hizo una pausa.

—Ya juzgaremos nosotros si tiene o no que ver —le aseguró Kemp agradablemente—. Cuéntémelo.

—No trabajo actualmente —explicó miss West.

El inspector Kemp por poco dijo: «descansa», para demostrar que conocía los términos teatrales, pero se contuvo.

—Pero estoy inscrita en las agencias y se ha publicado mi fotografía en
Spotlight
. Tengo entendido que fue ahí donde vio mi fotografía Mr. Barton. Se puso en contacto conmigo y me dijo lo que deseaba que hiciese.

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