—Paul, siempre he pensado que no era buena idea salir con el hermano del jefe.
—Dejas de trabajar aquí el viernes. Y mañana no trabajas.
—Y desde el sábado estaré en Seattle, y tú te irás pronto a Nueva York. Ni a propósito podríamos estar más lejos. Además, es verdad que tengo una cita esta noche.
—¿Con José?
—No.
—¿Con quién?
—Paul… —Suspiro desesperada. No va a darse por vencido—. Con Christian Grey.
No puedo evitar el tono de fastidio. Pero funciona. Paul se queda boquiabierto y mudo. Vaya, hasta su nombre deja a la gente sin palabras.
—¿Has quedado con Christian Grey? —me pregunta cuando se ha recuperado de la impresión.
Su tono de incredulidad es evidente.
—Sí.
—Ya veo.
Paul se queda alicaído, incluso aturdido, y a una pequeña parte de mí le molesta que le haya sorprendido tanto. A la diosa que llevo dentro también. Dedica a Paul un gesto muy feo y vulgar con los dedos.
Al final me deja tranquila, y a las cinco en punto salgo corriendo de la tienda.
Kate me ha prestado dos vestidos y dos pares de zapatos para esta noche y para el acto de mañana. Ojalá me entusiasmara más la ropa y pudiera hacer un esfuerzo extra, pero la verdad es que la ropa no es lo mío. ¿Qué es lo tuyo, Anastasia? La pregunta a media voz de Christian me persigue. Intento acallar mis nervios y elijo el vestido color ciruela para esta noche. Es discreto y parece adecuado para una cita de negocios. Después de todo, voy a negociar un contrato.
Me ducho, me depilo las piernas y las axilas, me lavo el pelo y luego me paso una buena media hora secándomelo para que caiga ondulado sobre mis pechos y mi espalda. Me sujeto el cabello con un peine de púas para mantenerlo retirado de la cara y me aplico rímel y brillo de labios. Casi nunca me maquillo. Me intimida. Ninguna de mis heroínas literarias tiene que maquillarse. Quizá sabría algo más del tema si lo hicieran. Me pongo los zapatos de tacón a juego con el vestido, y hacia las seis y media estoy lista.
—¿Cómo estoy? —le pregunto a Kate.
Se ríe.
—Vas a arrasar, Ana. —Asiente satisfecha—. Estás de escándalo.
—¡De escándalo! Pretendo ir discreta y parecer una mujer de negocios.
—También, pero sobre todo estás de escándalo. Este vestido le va muy bien a tu tono de piel. Y se te marca todo —me dice con una sonrisita.
—¡Kate! —la riño.
—Las cosas como son, Ana. La impresión general es… muy buena. Con vestido, lo tendrás comiendo en tu mano.
Aprieto los labios. Ay, no entiendes nada.
—Deséame suerte.
—¿Necesitas suerte para quedar con él? —me pregunta frunciendo el ceño, confundida.
—Sí, Kate.
—Bueno, pues entonces suerte.
Me abraza y salgo de casa.
Tengo que quitarme los zapatos para conducir. Wanda, mi Escarabajo azul marino, no fue diseñado para que lo condujeran mujeres con tacones. Aparco frente al Heathman a las siete menos dos minutos exactamente y le doy las llaves al aparcacoches. Mira con mala cara mi Escarabajo, pero no le hago caso. Respiro hondo, me preparo mentalmente para la batalla y me dirijo al hotel.
Christian está inclinado sobre la barra, bebiendo un vaso de vino blanco. Va vestido con su habitual camisa blanca de lino, vaqueros negros, corbata negra y americana negra. Lleva el pelo tan alborotado como siempre. Suspiro. Me quedo unos segundos parada en la entrada del bar, observándolo, admirando la vista. Él lanza una mirada, creo que nerviosa, hacia la puerta y al verme se queda inmóvil. Pestañea un par de veces y después esboza lentamente una sonrisa indolente y sexy que me deja sin palabras y me derrite por dentro. Avanzo hacia él haciendo un enorme esfuerzo para no morderme el labio, consciente de que yo, Anastasia Steele de Patosilandia, llevo tacones. Se levanta y viene hacia mí.
—Estás impresionante —murmura inclinándose para besarme rápidamente en la mejilla—. Un vestido, señorita Steele. Me parece muy bien.
Me coge de la mano, me lleva a un reservado y hace un gesto al camarero.
—¿Qué quieres tomar?
Esbozo una ligera sonrisa mientras me siento en el reservado. Bueno, al menos me pregunta.
—Tomaré lo mismo que tú, gracias.
¿Lo ves? Sé hacer mi papel y comportarme. Divertido, pide otro vaso de Sancerre y se sienta frente a mí.
—Tienen una bodega excelente —me dice.
Apoya los codos en la mesa y junta los dedos de ambas manos a la altura de la boca. En sus ojos brilla una incomprensible emoción. Y ahí está… esa habitual descarga eléctrica que conecta con lo más profundo de mí. Me remuevo incómoda ante su mirada escrutadora, con el corazón latiéndome a toda prisa. Tengo que mantener la calma.
—¿Estás nerviosa? —me pregunta amablemente.
—Sí.
Se inclina hacia delante.
—Yo también —susurra con complicidad.
Clavo mis ojos en los suyos. ¿Él? ¿Nervioso? Nunca. Pestañeo y me dedica su preciosa sonrisa de medio lado. Llega el camarero con mi vino, un platito con frutos secos y otro con aceitunas.
—¿Cómo lo hacemos? —le pregunto—. ¿Revisamos mis puntos uno a uno?
—Siempre tan impaciente, señorita Steele.
—Bueno, puedo preguntarte por el tiempo.
Sonríe y coge una aceituna con sus largos dedos. Se la mete en la boca, y mis ojos se demoran en ella, en esa boca que ha estado sobre la mía… en todo mi cuerpo. Me ruborizo.
—Creo que el tiempo hoy no ha tenido nada de especial —me dice riéndose.
—¿Está riéndose de mí, señor Grey?
—Sí, señorita Steele.
—Sabes que ese contrato no tiene ningún valor legal.
—Soy perfectamente consciente, señorita Steele.
—¿Pensabas decírmelo en algún momento?
Frunce el ceño.
—¿Crees que estoy coaccionándote para que hagas algo que no quieres hacer, y que además pretendo tener algún derecho legal sobre ti?
—Bueno… sí.
—No tienes muy buen concepto de mí, ¿verdad?
—No has contestado a mi pregunta.
—Anastasia, no importa si es legal o no. Es un acuerdo al que me gustaría llegar contigo… lo que me gustaría conseguir de ti y lo que tú puedes esperar de mí. Si no te gusta, no lo firmes. Si lo firmas y después decides que no te gusta, hay suficientes cláusulas que te permitirán dejarlo. Aun cuando fuera legalmente vinculante, ¿crees que te llevaría a juicio si decides marcharte?
Doy un largo trago de vino. Mi subconsciente me da un golpecito en el hombro. Tienes que estar atenta. No bebas demasiado.
—Las relaciones de este tipo se basan en la sinceridad y en la confianza —sigue diciéndome—. Si no confías en mí… Tienes que confiar en mí para que sepa en qué medida te estoy afectando, hasta dónde puedo llegar contigo, hasta dónde puedo llevarte… Si no puedes ser sincera conmigo, entonces es imposible.
Vaya, directamente al grano. Hasta dónde puede llevarme. Dios mío. ¿Qué quiere decir?
—Es muy sencillo, Anastasia. ¿Confías en mí o no? —me pregunta con ojos ardientes.
—¿Has mantenido este tipo de conversación con… bueno, con las quince?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque ya eran sumisas. Sabían lo que querían de la relación conmigo, y en general lo que yo esperaba. Con ellas fue una simple cuestión de afinar los límites tolerables, ese tipo de detalles.
—¿Vas a buscarlas a alguna tienda? ¿Sumisas ’R’ Us?
Se ríe.
—No exactamente.
—Pues ¿cómo?
—¿De eso quieres que hablemos? ¿O pasamos al meollo de la cuestión? A las objeciones, como tú dices.
Trago saliva. ¿Confío en él? ¿A eso se reduce todo, a la confianza? Sin duda debería ser cosa de dos. Recuerdo su mosqueo cuando llamé a José.
—¿Tienes hambre? —me pregunta, y me distrae de mis pensamientos.
Oh, no… la comida.
—No.
—¿Has comido hoy?
Lo miro. Sinceramente… Maldita sea, no va a gustarle mi respuesta.
—No —le contesto en voz baja.
Me mira con expresión muy seria.
—Tienes que comer, Anastasia. Podemos cenar aquí o en mi suite. ¿Qué prefieres?
—Creo que mejor nos quedamos en terreno neutral.
Sonríe con aire burlón.
—¿Crees que eso me detendría? —me pregunta en voz baja, como una sensual advertencia.
Abro los ojos como platos y vuelvo a tragar saliva.
—Eso espero.
—Vamos, he reservado un comedor privado.
Me sonríe enigmáticamente y sale del reservado tendiéndome una mano.
—Tráete el vino —murmura.
Le cojo de la mano, salgo y me paro a su lado. Me suelta la mano, me toma del brazo, cruzamos el bar y subimos una gran escalera hasta un entresuelo. Un chico con uniforme del Heathman se acerca a nosotros.
—Señor Grey, por aquí, por favor.
Lo seguimos por una lujosa zona de sofás hasta un comedor privado, con una sola mesa. Es pequeño, pero suntuoso. Bajo una lámpara de araña encendida, la mesa está cubierta por lino almidonado, copas de cristal, cubertería de plata y un ramo de rosas blancas. Un encanto antiguo y sofisticado impregna la sala, forrada con paneles de madera. El camarero me retira la silla y me siento. Me coloca la servilleta en las rodillas. Christian se sienta frente a mí. Lo miro.
—No te muerdas el labio —susurra.
Frunzo el ceño. Maldita sea. Ni siquiera me he dado cuenta de que estaba haciéndolo.
—Ya he pedido la comida. Espero que no te importe.
La verdad es que me parece un alivio. No estoy segura de que pueda tomar más decisiones.
—No, está bien —le contesto.
—Me gusta saber que puedes ser dócil. Bueno, ¿dónde estábamos?
—En el meollo de la cuestión.
Doy otro largo trago de vino. Está buenísimo. A Christian Grey se le dan bien los vinos. Recuerdo el último trago que me ofreció, en mi cama. El inoportuno pensamiento hace que me ruborice.
—Sí, tus objeciones.
Se mete la mano en el bolsillo interior de la americana y saca una hoja de papel. Mi e-mail.
—Cláusula 2. De acuerdo. Es en beneficio de los dos. Volveré a redactarlo.
Pestañeo. Dios mío… vamos a ir punto por punto. No me siento tan valiente estando con él. Parece tomárselo muy en serio. Me armo de valor con otro trago de vino. Christian sigue.
—Mi salud sexual. Bueno, todas mis compañeras anteriores se hicieron análisis de sangre, y yo me hago pruebas cada seis meses de todos estos riesgos que comentas. Mis últimas pruebas han salido perfectas. Nunca he tomado drogas. De hecho, estoy totalmente en contra de las drogas, y mi empresa lleva una política antidrogas muy estricta. Insisto en que se hagan pruebas aleatorias y por sorpresa a mis empleados para detectar cualquier posible consumo de drogas.
Uau… La obsesión controladora llega a la locura. Lo miro perpleja.
—Nunca me han hecho una transfusión. ¿Contesta eso a tu pregunta?
Asiento, impasible.
—El siguiente punto ya lo he comentado antes. Puedes dejarlo en cualquier momento, Anastasia. No voy a detenerte. Pero si te vas… se acabó. Que lo sepas.
—De acuerdo —le contesto en voz baja.
Si me voy, se acabó. La idea me resulta inesperadamente dolorosa.
El camarero llega con el primer plato. ¿Cómo voy a comer? Madre mía… ha pedido ostras sobre hielo.
—Espero que te gusten las ostras —me dice Christian en tono amable.
—Nunca las he probado.
Nunca.
—¿En serio? Bueno. —Coge una—. Lo único que tienes que hacer es metértelas en la boca y tragártelas. Creo que lo conseguirás.
Me mira y sé a qué está aludiendo. Me pongo roja como un tomate. Me sonríe, exprime zumo de limón en su ostra y se la mete en la boca.
—Mmm, riquísima. Sabe a mar —me dice sonriendo—. Vamos —me anima.
—¿No tengo que masticarla?
—No, Anastasia.
Sus ojos brillan divertidos. Parece muy joven.
Me muerdo el labio, y su expresión cambia instantáneamente. Me mira muy serio. Estiro el brazo y cojo mi primera ostra. Vale… esto no va a salir bien. Le echo zumo de limón y me la meto en la boca. Se desliza por mi garganta, toda ella mar, sal, la fuerte acidez del limón y su textura carnosa… Oooh. Me chupo los labios. Christian me mira fijamente, con ojos impenetrables.
—¿Y bien?
—Me comeré otra —me limito a contestarle.
—Buena chica —me dice orgulloso.
—¿Has pedido ostras a propósito? ¿No dicen que son afrodisiacas?
—No, son el primer plato del menú. No necesito afrodisiacos contigo. Creo que lo sabes, y creo que a ti te pasa lo mismo conmigo —me dice tranquilamente—. ¿Dónde estábamos?
Echa un vistazo a mi e-mail mientras cojo otra ostra.
A él le pasa lo mismo. Lo altero… Uau.
—Obedecerme en todo. Sí, quiero que lo hagas. Necesito que lo hagas. Considéralo un papel, Anastasia.
—Pero me preocupa que me hagas daño.
—Que te haga daño ¿cómo?
—Daño físico.
Y emocional.
—¿De verdad crees que te haría daño? ¿Que traspasaría un límite que no pudieras aguantar?
—Me dijiste que habías hecho daño a alguien.
—Sí, pero fue hace mucho tiempo.
—¿Qué pasó?
—La colgué del techo del cuarto de juegos. Es uno de los puntos que preguntabas, la suspensión. Para eso son los mosquetones. Con cuerdas. Y apreté demasiado una cuerda.
Levanto una mano suplicándole que se calle.
—No necesito saber más. Entonces no vas a colgarme…
—No, si de verdad no quieres. Puedes pasarlo a la lista de los límites infranqueables.
—De acuerdo.
—Bueno, ¿crees que podrás obedecerme?
Me lanza una mirada intensa. Pasan los segundos.
—Podría intentarlo —susurro.
—Bien —me dice sonriendo—. Ahora la vigencia. Un mes no es nada, especialmente si quieres un fin de semana libre cada mes. No creo que pueda aguantar lejos de ti tanto tiempo. Apenas lo consigo ahora.
Se calla.
¿No puede aguantar lejos de mí? ¿Qué?
—¿Qué te parece un día de un fin de semana al mes para ti? Pero te quedas conmigo una noche entre semana.
—De acuerdo.
—Y, por favor, intentémoslo tres meses. Si no te gusta, puedes marcharte en cualquier momento.
—¿Tres meses?
Me siento presionada. Doy otro largo trago de vino y me concedo el gusto de otra ostra. Podría aprender a que me gustaran.