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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (11 page)

BOOK: Cita con Rama
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La normalidad sólo se conservaba en la línea directamente al frente, paralela al eje de Rama. Sólo en esa dirección se establecía concordancia entre la visión y la lógica. Allí, por lo menos durante los próximos kilómetros —no muchos— Rama aparecía plano, y era plano. Y allá afuera, detrás de sus sombras distorsionadas y los límites extremos del rayo de luz, yacía la isla que dominaba el Mar Cilíndrico.

—Control del Cubo —transmitió la doctora Ernst—, por favor, dirijan el reflector a Nueva York.

La noche de Rama cayó súbitamente sobre ellos mientras el óvalo de luz se alejaba deslizándose sobre la superficie del mar. Conscientes de la ahora invisible escarpa a sus pies, todo el grupo retrocedió unos cuantos metros. Luego, como por efecto de algún mágico cambio de escenario, las torres de Nueva York surgieron a la vista.

El parecido al antiguo Manhattan era sólo superficial; este eco del pasado de la Tierra nacido en las estrellas, poseía su propia y única identidad. Cuanto más la observaba, tanto más se convencía la doctora Ernst de que no era en absoluto una ciudad.

La verdadera Nueva York, como todas las ciudades del hombre, nunca había sido terminada, y aun menos proyectada de antemano. Este lugar, en cambio, poseía una perfecta simetría y diseño, aunque tan complejos que escapaban a la mente. Había sido concebido y diseñado por alguna inteligencia directriz, para luego ser completado, como una máquina ideada para algún propósito específico. Después, ya no había posibilidad de ampliación o cambio.

El rayo de luz del reflector recorrió lentamente esas torres distantes, cúpulas, esferas entrelazadas y cubos entrecruzados. En ocasiones había un reflejo brillante cuando alguna superficie plana les devolvía la luz. La primera vez que sucedió, les cogió de sorpresa. Era exactamente como si, desde aquella extraña isla, alguien les estuviera haciendo señales.

Pero nada había aquí para ver que no hubiera sido visto ya con detalle en las fotografías tomadas desde el cubo. Al cabo de unos minutos llamaron a Control para que volviera a enfocarles la luz, y echaron a andar en dirección este, por el borde de la escarpa. Una teoría plausible era que en alguna parte debía haber un tramo de escaleras o una rampa para descender hasta el mar. Y un miembro de la tripulación, que tenía gran experiencia como marino, expuso una interesante conjetura.

—Donde hay un mar —predijo la sargento Ruby Barnes—, tiene que haber muelles, puertos... y barcos. Se puede averiguar todo sobre una cultura estudiando la forma en que construía sus barcos.

Sus colegas opinaban que era un punto de vista restringido, pero al menos resultaba estimulante.

La doctora Ernst había renunciado ya a la búsqueda y se preparaba para descender por medio de una soga, cuando Rodrigo descubrió la estrecha escalera. Fácilmente pudo haber sido pasada por alto, en la oscuridad, bajo el borde del risco, porque no tenía pasamanos ni otra señal de su existencia. Y parecía no conducir a ninguna parte; descendía los cincuenta metros de pared vertical en un ángulo pronunciado, y desaparecía debajo de la superficie del mar.

Examinaron el tramo de escaleras con los focos de sus cascos; no vieron nada que pudiera constituir un riesgo, y la doctora Ernst recibió el permiso del comandante Norton para descender. Un minuto más tarde, ponía a prueba cautelosamente la firmeza de la superficie del mar.

Su pie se deslizó casi sin fricción de un lado al otro. El material daba la sensación exacta de hielo. Era hielo.

Cuando lo golpeó con un martillo, un familiar dibujo de grietas irradió desde el lugar del impacto y no tuvo dificultad en reunir los pedazos que quiso. Algunos ya se habían derretido cuando levantó el portamuestras a la luz. El líquido parecía ser agua ligeramente turbia, y la olió con cautela.

—¿Le parece eso prudente? —exclamó Rodrigo desde arriba, con alguna ansiedad.

—Créeme, Boris —replicó Laura—, si por estos alrededores hay agentes patógenos que han escapado a mis detectores, nuestras pólizas de seguro de vida vencieron hace una semana.

Pero Rodrigo tenía razón. A pesar de las pruebas realizadas, existía una ligera posibilidad de que esa sustancia fuera venenosa, o transmitiera alguna enfermedad desconocida.

En circunstancias normales, Laura Ernst no hubiera corrido siquiera ese riesgo minúsculo. Ahora, empero, el tiempo apremiaba, y lo que estaba en juego era de una tremenda importancia. Aun cuando se hiciera necesario poner el
Endeavour
en cuarentena, sería un precio bajo por esa carga de conocimiento.

—Es agua, aunque no me gustaría nada tener que beberla; huele a un cultivo de algas que se hubiera echado a perder. Apenas puedo esperar para examinarla en el laboratorio.

—¿Se puede caminar con seguridad sobre ese hielo?

—Sí. Es sólido como la roca.

—Entonces podemos ir hasta Nueva York.

—¿Le parece, Pieter? ¿Ha intentado alguna vez caminar a través de cuatro kilómetros de hielo?

—¡Ah, ya entiendo qué quiere decir, doctora! Imagine lo que dirían en suministros si pidiésemos un par de patines. Claro que no todos sabríamos usarlos, aunque los hubiera a bordo.

—Y hay otro problema —puntualizó Rodrigo—. ¿Se da cuenta de que la temperatura está ya sobre 0º? Dentro de poco el hielo comenzará a derretirse. ¿Cuántos astronautas son capaces de nadar cuatro kilómetros? Les aseguro que éste no.

La doctora Ernst se reunió con sus compañeros en el borde de la escarpa, y levantó triunfal la botellita con la muestra de agua.

—Es un largo camino por unos pocos centímetros cúbicos de agua sucia, pero es posible que esta agua nos enseñe más sobre Rama que cualquier cosa descubierta hasta el momento. Volvamos a casita.

Se volvieron hacia las luces distantes del cubo, desplazándose con las largas zancadas que habían probado ser el modo más confortable de caminar en esa gravedad reducida. Miraban a menudo hacia atrás, atraídos por el enigma de esa isla allá, en el centro del mar helado.

Y sólo una vez la doctora Ernst creyó sentir la leve caricia de una suave brisa en la mejilla.

La impresión no se repitió, y rápidamente quedó olvidada.

La bahía de Kealakekua


C
omo sabe usted muy bien, doctor Perera —dijo el embajador Bose en un tono de paciente resignación—, pocos de nosotros pueden preciarse de poseer sus conocimientos sobre meteorología matemática. Así, pues, le ruego que se compadezca de nuestra ignorancia.

—Con mucho gusto —respondió el exobiólogo, sin la menor cortedad y sin molestarse en refutar la última frase—. Puedo explicarlo mejor diciéndoles qué ocurrirá en el interior de Rama... muy pronto.

»En los actuales momentos la temperatura está a punto de aumentar mientras la vibración del calor solar penetra a través de la corteza. De acuerdo con la última información recibida, ya está por encima del punto de congelación. El Mar Cilíndrico empezará a descongelarse, y a diferencia de los cuerpos de agua en la Tierra, se derretirá desde el fondo hacia arriba. Esto producirá algunos efectos extraños; pero a mí me preocupa mucho más la atmósfera.

»En tanto la atmósfera se calienta, el aire en el interior de Rama se expandirá, y tratará de levantarse hacia el eje central. Y ése es el problema. A nivel del suelo, aunque aparentemente estacionario, comparte en realidad la rotación de Rama, más de ochocientos kilómetros por hora. Mientras se eleva hacia el eje, tratará de conservar esa velocidad. Y, por supuesto, no lo logrará. El resultado es que se originarán violentas ráfagas de viento y turbulencia. Estimo velocidades de doscientos a trescientos kilómetros por hora.

»Incidentalmente, algo similar ocurre en la Tierra. El aire caliente del Ecuador, que comparte la rotación de mil seiscientos kilómetros por hora de la Tierra, encuentra el mismo problema cuando se levanta y sopla hacia el norte y el sur.

—¡Ah, sí, los vientos alisios! Lo recuerdo de mis lecciones de geografía.

—Exactamente, Sir Robert. Rama tendrá vientos alisios de suma violencia. Creo que durarán unas pocas horas, y que luego se restablecerá alguna especie de equilibrio. Entretanto, yo aconsejaría al comandante Norton que evacue el lugar, lo más pronto posible. Este es el mensaje que propongo enviar.

Con un poco de imaginación, pensó Norton, podía hacerse la ilusión de estar en un improvisado campamento nocturno al pie de las montañas en alguna remota región de Asia o América. La confusión de sacos de dormir, mesas y sillas plegables, equipo liviano, y sanitario, una central de energía portátil. y una mezcolanza de aparatos científicos, no habría estado fuera de lugar en la Tierra, sobre todo porque aquí hombres y mujeres trabajaban sin los sistemas de supervivencia.

Establecer el Campamento Alfa significó una tarea ardua porque toda la carga debía ser pasada a mano a través de la cadena de entradas automáticas, deslizada por medio de trineos desde el cubo, y luego retirada y desempaquetada. A veces, cuando los paracaídas de freno fallaban, una carga iba a parar fuera de la meseta, a un kilómetro o más de distancia. A pesar de esto, varios miembros de la tripulación solicitaron permiso para hacer el viaje. Norton lo prohibió firmemente, aunque tal vez estuviera dispuesto a retirar la prohibición en caso de emergencia.

Casi todo el equipo quedaría allí, porque el trabajo de devolverlo a la nave espacial era inconcebible; de hecho, imposible. Había veces en que Norton experimentaba un irracional sentimiento de vergüenza ante la idea de dejar tanto desecho humano en ese lugar extrañamente inmaculado.

Cuando finalmente lo abandonaran, estaba dispuesto a sacrificar algo de su precioso tiempo para dejarlo todo en orden. Aunque parecía improbable, tal vez dentro de millones de años, cuando Rama cruzara otro sistema estelar, tendría nuevamente visitantes. Y a él le gustaría darles una buena impresión de la Tierra.

Entretanto, tenía un problema más inmediato. Durante las últimas veinticuatro horas había recibido mensajes casi idénticos de Marte y la Tierra. Parecía una coincidencia extraña; tal vez sus dos esposas habían estado compadeciéndose mutuamente, como eran propensas a hacer las esposas que vivían seguras en planetas distintos cuando existía suficiente provocación. Un tanto mordazmente, ambas le recordaban que si bien era ahora un gran héroe, seguía teniendo responsabilidades familiares.

El comandante tomó una silla plegable y salió del círculo de luz internándose en la oscuridad que rodeaba el campamento. Era la única forma de asegurarse cierto aislamiento. Volviendo la espalda deliberadamente a la organizada confusión, comenzó a hablar en el grabador colgado de su cuello.

—Original para el archivo personal; copias iguales para Marte y la Tierra. Hola, querida. Sí, ya sé que he sido un pésimo corresponsal, pero es que he estado ausente de la nave una semana. Aparte de una dotación reducida, estamos todos acampando en el interior de Rama, al pie de la escalera que hemos bautizado Alfa.

»Tengo en estos momentos a tres grupos explorando la planicie, pero el progreso es lento porque sólo se puede ir a pie. Ojalá contásemos con algún medio de transporte. Me daría por muy feliz si tuviera algunas bicicletas eléctricas; serían perfectas para este trabajo.

»Ya conoces a mi oficial médico, la Comandante Médico Ernst...— Hizo una pausa, indeciso. Laura conocía a una de sus esposas, pero, ¿a cuál de las dos? Mejor omitir esa última parte.

Borrando la última frase, prosiguió:

—Mi oficial médico, la Comandante Laura Ernst, ha encabezado el primer grupo hasta el Mar Cilíndrico, a quince kilómetros de aquí. Ha descubierto que es agua helada, tal como suponíamos, pero ten por seguro que no te gustaría beberla. La doctora Ernst, dice que es sopa orgánica diluida, y que contiene vestigios de casi todos los compuestos de carbono que se te ocurra mencionar, además de fosfatos, nitratos y docenas de sales metálicas. No hay la más mínima señal de vida, ni siquiera microorganismos muertos. De modo que todavía no sabemos nada acerca de la bioquímica de los ramanes, aunque probablemente no era muy distinta de la nuestra.

Algo había rozado ligeramente sus cabellos. Había estado demasiado ocupado para pensar en cortárselo, y tendría que hacer algo al respecto antes de volver a ponerse un casco espacial.

—Ya habrás visto las diapositivas de París y las otras ciudades que hemos explorado de este lado del mar: Londres, Roma, Moscú. Es imposible creer que hayan sido construidas para que unos seres las habitaran. París parece un gigantesco depósito. Londres es una colección de cilindros unidos por cañerías que conectan con lo que evidentemente son centros de bombeo. El todo forma una unidad sellada, y no hay manera de saber qué contienen sin explosivos o el rayo Láser. Pero no recurriremos a esos medios extremos a menos que no quede otra alternativa.

»En cuanto a Roma y Moscú...

—Perdón, jefe. Prioridad, comunicación de la Tierra.

«¿Qué pasa ahora? —se preguntó Norton—. ¿Es que uno no puede disponer de unos minutos para hablar a sus familias?».

Tomó el mensaje de manos del sargento y lo recorrió rápidamente con la mirada, tanto como para satisfacerse a sí mismo con la comprobación de que no era urgente. Luego volvió a leerlo, con más lentitud.

¿Qué diablos era el Comité Rama? ¿Y por qué él nunca se había enterado de su existencia? No ignoraba que toda clase de asociaciones, sociedades y grupos profesionales —algunos serios y responsables, otros no tanto— habían estado tratando de ponerse en comunicación con él. El Control de la Misión realizó un buen trabajo de protección, y no habría enviado ese mensaje a menos que lo considerara importante.

«Vientos de doscientos kilómetros... probablemente se desatarán de golpe... » Bueno, eso era algo para reflexionar. Pero resultaba difícil tomarlo demasiado en serio en esta noche tan serena; y sería ridículo echar a correr como ratas asustadas cuando estaban al comienzo de una exploración efectiva.

Norton levantó una mano para apartar el cabello que había vuelto a taparle los ojos. Luego se quedó repentinamente inmóvil, el ademán incompleto.

Había sentido una ligera brisa varias veces en la última hora. Tan leve era que la ignoró por completo; era comandante de un vehículo espacial, no de un barco. Hasta este momento, el movimiento del aire no le había traído ninguna preocupación profesional. ¿Qué hubiera hecho el capitán del primitivo
Endeavour
, muerto tantos años antes, en una situación semejante?

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