Cita con Rama (18 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cita con Rama
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—Ahora escúcheme con atención, Jimmy —pidió Laura Ernst—. Es muy importante que no abuse de sus fuerzas. Recuerde, el nivel de oxígeno aquí, en el eje, es todavía muy bajo. Si en cualquier momento siente que le falta el aire, deténgase y haga profundas aspiraciones durante treinta segundos; no más.

Jimmy asintió distraídamente mientras probaba los mandos. Todo el conjunto del timón-elevador, que formaba una sola unidad sobre una saliente cinco metros detrás de la rudimentaria casilla del piloto, comenzó a girar; luego, los alerones en forma de faldón, en mitad del ala, se movieron alternativamente arriba y abajo.

—¿Quieres que haga girar la hélice? —preguntó Joe Calvert, incapaz de reprimir recuerdos de películas de guerra de dos siglos antes—. ¡Encendido! ¡Contacto!

Probablemente nadie, excepto Jimmy, sabía de qué estaba hablando; pero de todos modos sus exclamaciones contribuyeron a aliviar la tensión.

Con mucha lentitud, Jimmy empezó a mover los pedales. El endeble, ancho abanico de la hélice —como el ala, un delicado esqueleto cubierto de una película rielante— empezó a girar. Cuando hubo ejecutado unas cuantas revoluciones, desapareció por completo. Y
Libélula
estaba en camino.

Se levantó en línea recta hacia arriba —o hacia afuera— desde el cubo, desplazándose lentamente a lo largo del eje de Rama. Cuando hubo viajado unos cuantos metros, Jimmy dejó de pedalear. Era extraño ver un vehículo obviamente aerodinámico suspendido e inmóvil en mitad del aire. Esta debía ser la primera vez que sucedía tal cosa, excepto quizá en una escala limitada en el interior de una de las estaciones espaciales más grandes.

—¿Cómo marcha? —preguntó Norton.

—La respuesta es buena, la estabilidad pobre. Pero ya sé cuál es el problema; la falta de gravedad. Andaremos mejor un kilómetro más abajo.

—¡Espera un minuto!... ¿Es seguro eso?

Al perder altitud, Jimmy sacrificaría su principal ventaja. Mientras permaneciera justo en el eje, la
Libélula
y él carecerían por completo de peso. Podría permanecer suspendido o rondar por el lugar, y hasta quedarse dormido si lo deseaba. Pero apenas se alejara de la línea central alrededor de la cual giraba Rama, reaparecería el seudopeso de la fuerza centrífuga.

Por ende, a menos que pudiera mantenerse en esa altitud, continuaría perdiendo peso y, al mismo tiempo, ganando peso. Se da un proceso de aceleración que podía terminar en una catástrofe. La gravedad allá abajo, en la planicie de Rama, era dos veces aquella en la cual la
Libélula
podía operar, para lo cual había sido diseñado. Cabía en lo posible que Jimmy hiciera un buen descenso, pero ciertamente jamás lograría volver a despegar.

Sin embargo él ya lo había considerado todo, y respondió con la suficiente confianza en su aparato y en él mismo:

—Puedo manejarme con una décima de «g» sin ningún problema. Y la
Libélula
me responderá mejor en un aire más denso.

Trazando una lenta, perezosa espiral, el pequeño aparato flotó a través del cielo, siguiendo más o menos la línea de la Escalera Alfa hacia abajo, hacia la planicie. Desde algunos ángulos era casi invisible; Jimmy parecía estar sentado en el aire mientras pedaleaba furiosamente. A veces se movía por trechos a una velocidad de treinta kilómetros por hora; luego se dejaba deslizar hasta detenerse, maniobraba los controles antes de acelerar nuevamente. Siempre tenía buen cuidado de mantenerse a prudente distancia de la cara curvada de Rama.

Muy pronto se hizo obvio que la
Libélula
funcionaba mejor en altitudes menores; ya no giraba a cualquier ángulo, y se estabilizó de manera tal que sus alas quedaron paralelas con la planicie, siete kilómetros más abajo. Jimmy completó varias órbitas anchas, y luego empezó nuevamente a subir. Por fin se detuvo unos pocos metros por encima de sus expectantes colegas y comprendió, acaso un poco tarde, que no estaba muy seguro de cómo posar en el suelo su tela de araña voladora.

—¿Le arrojamos una soga? —propuso Norton, mitad en serio, mitad en broma.

—No, jefe, gracias. Tengo que resolver este problema yo solo. No tendré ayuda de nadie al otro lado.

Jimmy permaneció quieto un momento, reflexionando, y luego comenzó a impeler a
Libélula
hacia el cubo mediante cortos «empujones» de energía. Entre uno y otro empujón, el pequeño aparato fue perdiendo impulso, en tanto el aire le oponía resistencia al avance deteniéndolo. Jimmy lo abandonó cuando estaba sólo a cinco metros de distancia y apenas se movía. Se dejó flotar hasta la línea de seguridad más próxima de la red en el cubo, se prendió de ella, y luego se volvió a tiempo para apresar el aparato que se acercaba. La maniobra fue tan limpiamente ejecutada que arrancó aplausos a los testigos.

—Para mi próximo acto... —empezó Joe Calvert. Jimmy le interrumpió, rápido en rechazar todo crédito por lo que terminaba de hacer.

—Esto ha sido un lío —dijo—; pero ahora sé cómo hacerlo. Llevaré una bomba adhesiva con una cuerda de veinte metros. En esa forma podré montar en mi bicicleta aérea cuando quiera.

—Déme su muñeca, Jimmy —ordenó la doctora Ernst—, y sople dentro de esta bolsa. También quiero una muestra de su sangre. ¿Ha tenido dificultad para respirar?

—Sólo en esta altitud. ¡Eh! ¿Para qué quiere la muestra de sangre?

—Nivel de azúcar; para calcular cuánta energía ha empleado. Tenemos que asegurarnos de que lleva suficiente combustible para esa misión. A propósito, ¿cuál es el récord de permanencia en el aire con uno de estos aparatos?

—Dos horas, veinticinco minutos, seis segundos. En la Luna, por supuesto; un circuito de dos kilómetros en el Estadio Olímpico.

—¿Y cree usted que podrá mantenerse en el aire durante seis horas, Jimmy?

—Sin duda, doctora, y sin inconvenientes, ya que podré detenerme a descansar en cualquier momento. El ciclismo aéreo es dos veces más difícil de practicar en la Luna que aquí.

—Está bien, Jimmy. Volvamos al laboratorio. Le daré el visto bueno, o no, después de haber analizado estas muestras. No quisiera darle falsas esperanzas, pero me parece que podrá hacerlo.

Una ancha sonrisa de satisfacción se extendió sobre el rostro marfileño de Jimmy. Mientras seguía a la Comandante Médico gritó a sus compañeros:

—¡Las manos quietas, por favor! No quiero que nadie atraviese las alas de mi
Libélula
con sus puños.

—Yo cuidaré de que no ocurra, Jimmy —prometió el comandante Norton—. La
Libélula
está prohibida para todo el mundo, incluido yo mismo.

La voz de Rama

L
a real magnitud de su aventura no impresionó a Jimmy Pak hasta que alcanzó la costa del Mar Cilíndrico. Hasta ese momento había volado sobre territorio conocido, a no ser por un catastrófico fallo de la estructura, siempre podía descender y llegar caminando a la base en unas pocas horas.

Pero esa opción ya no existía. Si caía en el mar, probablemente se ahogaría, en forma harto desagradable, en sus aguas envenenadas. Y aun cuando descendiera sano y salvo en el continente sur, tal vez fuera imposible rescatarlo de su difícil situación antes de que el
Endeavour
tuviera que apartarse de la órbita de Rama.

También se sentía plenamente consciente de que los desastres previsibles eran los menos probables. La región totalmente desconocida sobre la cual volaba podía deparar cualquier cantidad de sorpresas. ¿Y si había allí criaturas voladoras y veían mal su intrusión? No le haría nada feliz enfrentarse en una pelea con cualquier cosa mayor que una paloma. Unos cuantos picotazos en lugares estratégicos podrían destruir la aerodinámica de su
Libélula
.

Y sin embargo, si no había riesgos no habría logro, ni sensación de aventura. Millones de hombres se habrían cambiado alegremente por él en esos momentos. No sólo se dirigía a lugares donde nadie había estado nunca antes, sino donde nadie volvería a estar jamás. En toda la historia sería el único ser humano que visitó las regiones australes de Rama. En cuanto sintiera asomar el temor en su mente, recordaría eso.

Ya se iba acostumbrando a estar sentado en el aire, envuelto con el mundo a su alrededor. A causa de haberse dejado caer dos kilómetros abajo del eje central, poseía ahora un sentido definitivo de «arriba» y «abajo». El suelo quedaba sólo a seis kilómetros por debajo de él, pero el arco del cielo estaba a diez kilómetros sobre él. La «ciudad» de Londres colgaba allá arriba, cerca del cenit; al otro lado, Nueva York aparecía normalmente situada, delante de él.


Libélula
—informó el Control en el cubo—, está descendiendo demasiado. Dos mil doscientos metros desde el eje.

—Gracias —respondió—. Subiré un poco. Informe cuando esté otra vez en dos mil.

Eso era algo que tendría que vigilar. Existía una tendencia natural a perder altura, y no contaba con instrumentos para indicarle con exactitud dónde estaba. Si se alejaba demasiado de la gravedad cero del eje, tal vez ya no pudiera volver a ella. Por fortuna quedaba un margen bastante amplio para el error, y siempre había alguien vigilando su desplazamiento a través de un telescopio, en el cubo.

Se encontraba ahora encima del mar, pedaleando a un ritmo de veinte kilómetros por hora. Dentro de cinco minutos estaría sobre Nueva York; ya la isla se le aparecía como un barco, navegando para siempre alrededor del Mar Cilíndrico.

Cuando alcanzó Nueva York voló en círculo sobre la isla, haciendo varios altos para que su pequeña cámara de T.V. pudiera enviar imágenes firmes, libres de vibración. El panorama de edificios, torres, plantas industriales, estaciones de fuerza motriz —o lo que fuesen— resultaba fascinante, aunque esencialmente desprovisto de sentido. Por más tiempo que dedicara a contemplar su tremenda complejidad, no era probable que sacase nada en limpio. La cámara de T.V. registraría más detalles de lo que él jamás era capaz de asimilar; y un día, tal vez dentro de varios años, algún estudiante hallaría en ellos la clave de los secretos de Rama.

Después de dejar atrás Nueva York, cruzó la otra mitad del mar en sólo quince minutos. Aunque sin conciencia de ello, había volado a gran velocidad sobre el agua, pero tan pronto alcanzó la costa sur se relajó, también inconscientemente, y su velocidad disminuyó en varios kilómetros por hora. Cierto que se encontraba en un territorio desconocido, pero al menos tenía una superficie firme debajo.

Tan pronto hubo cruzado la gran escarpa que formaba el límite austral del mar, dio a la cámara de televisión un movimiento panorámico alrededor del círculo del mundo.

—¡Hermoso!—comentaron desde Control—. Eso mantendrá felices a los cartógrafos. ¿Cómo se siente, Jimmy?

—Estoy bien. Sólo un poco fatigado, pero no más de lo previsible. ¿A qué distancia del polo me suponen?

—Punto Quince, seis kilómetros.

—Díganme cuando esté en diez; entonces me tomaré un descanso. Y asegúrense de que no vuelvo a descender. Comenzaré a subir cuando falten cinco.

Veinte minutos después el mundo se cerraba sobre él. Había llegado al final de la sección cilíndrica y penetraba en la cúpula sur.

La había estudiado durante horas a través de los telescopios en el otro extremo de Rama, y conocía su geografía de memoria. Aun así, nada de eso le preparó del todo para el espectáculo a su alrededor.

Casi en todos los sentidos imaginables, los extremos austral y septentrional de Rama diferían entre sí. Aquí no había tríadas de escaleras, ni series de mesetas estrechas y concéntricas, ni curva espirada desde el cubo a la planicie. En cambio había una inmensa varilla central de más de cinco kilómetros de extensión, tendida a lo largo del eje. Seis varillas más cortas estaban colocadas a espacios iguales a su alrededor; el conjunto se asemejaba a un grupo de estalactitas notablemente simétricas suspendidas del techo de una cueva o, invirtiendo el punto de vista, a las agujas de algún templo de Camboya levantándose desde el fondo de un cráter.

Uniendo esas finas y ahusadas torres, y descendiendo de ellas en una curva que se perdía finalmente en la planicie cilíndrica, había contrafuertes de apariencia tan sólida como para obligar a pensar que hubieran podido soportar el peso de un mundo. Y quizás ésa era su función, si eran en realidad los elementos de alguna exótica unidad de propulsión, como se había sugerido.

Jimmy se aproximó a la varilla o aguja central con mucha precaución, y dejó de pedalear mientras se hallaba todavía a cien metros de distancia, permitiendo que la
Libélula
siguiera su propio impulso hasta detenerse. Verificó el nivel de radiación y sólo encontró el muy bajo de Rama. Tal vez estuvieran actuando aquí fuerzas que ningún instrumento humano podía detectar, pero ése era otro riesgo ineludible.

—¿Qué puede ver? —preguntaron ansiosamente desde Control.

—Sólo el gran cuerno. Es liso por completo, sin marcas, y la punta es tan aguda que se podría usar como aguja de coser. Casi tengo miedo de aproximarme.

No bromeaba sino a medias. Parecía mentira que un objeto tan macizo pudiera haber sido rematado en una punta tan aguda y geométricamente perfecta. Jimmy había visto colecciones de insectos sujetos con alfileres, y no tenía deseo alguno de que su
Libélula
hallara un destino similar.

Siguió pedaleando con lentitud hacia adelante hasta que la varilla alcanzó varios metros de diámetro delante de su vista, y entonces volvió a hacer alto. Abrió un pequeño envase y extrajo de su interior una esfera del tamaño de una pelota de baseball, que arrojó hacia la varilla. Al alejarse, fue desplegando tras de sí un hilo apenas visible.

La «bomba adhesiva. chocó contra la superficie suavemente curva y no rebotó. Jimmy dio un ligero tirón al hilo, luego otro tirón más fuerte. Como un pescador que arrastra su presa, fue tirando del hilo hasta aproximar la
Libélula
al pico del bien bautizado Gran Cuerno, y no paró hasta que pudo tender la mano y tomar contacto con su superficie.

—Supongo que podrían describir lo que acabo de hacer como una especie de
touchdown
[ 3 ]
—informó a Control—. Al tacto parece vidrio, casi sin fricción y ligeramente cálida. La bomba adhesiva dio un gran resultado. Ahora estoy probando el micrófono... Veamos si el acolchado de succión retiene tan bien... Estoy insertando la clavija de conexión... ¿Oyen algo?

Hubo un prolongado silencio y luego se oyó la respuesta en tono disgustado, de Control.

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