Habían fotografiado las esquivas imágenes en el interior de un gran número de los pilares de cristal, cuando su misma variedad proporcionó a Norton una clave. Tal vez, pensó, no era ésa una colección sino un catálogo, puesto en un índice de acuerdo con algún sistema arbitrario pero perfectamente lógico. Recordó las yuxtaposiciones presentadas por cualquier diccionario o lista alfabetizada, y expuso la idea a sus compañeros.
—Comprendo lo que quiere significar, jefe —asintió Mercer—. Los ramanes se sentirían igualmente sorprendidos de ver cómo nosotros ponemos en un diccionario, por ejemplo, «cámara» junto a... «camarera»...
—O «bote» junto a «botella» —contribuyó Calvert tras pensarlo unos segundos. Se podía seguir jugando a ese juego durante horas, decidió, y con un grado creciente de impropiedad.
—Esa es la idea —replicó Norton—. Bien puede ser éste un catálogo de imágenes en tres dimensiones, patrones, moldes, heliografías sólidas, o como quieran llamarlas.
—¿Con qué propósito?
—Bueno, ustedes conocen la teoría acerca de los «biots», la suposición de que no existen hasta que se les necesita y sólo entonces son creados, sintetizados, con moldes guardados en alguna parte.
—Comprendo —repitió Mercer, y prosiguió lenta y pensativamente—: De modo que cuando un ramán necesita, pongamos por caso, un obrero zurdo, pincha el número de clave correcto y se le fabrica una copia con el molde existente aquí.
—Algo así, en efecto. Pero, por favor, no me interroguen sobre los detalles prácticos.
A medida que avanzaban comprobaban que los pilares iban aumentando de tamaño, hasta llegar a más de dos metros de diámetro. Las imágenes iban siendo así más y más grandes. Resultaba obvio que, sin duda por excelentes razones, los ramanes se atenían a una escala progresivamente en aumento. Norton se preguntó cómo, si tal era el caso, almacenaban algo realmente grande.
Para aumentar su índice de exploración, cada uno de los cuatro exploradores recorría ahora un sector entre las cristalinas columnas, tomando fotografías con tanta rapidez como les era posible enfocar las fugaces imágenes con las cámaras.
Había tenido una suerte asombrosa, se dijo Norton, aunque sentía que se la había ganado. Imposible elegir mejor para esa última visita que este Catálogo Ilustrado de los Artefactos de Rama. Y sin embargo, en otro sentido, la excursión no habría podido ser más decepcionante. No había nada en realidad allí, excepto impalpables imágenes de luz y sombra. Esos objetos aparentemente sólidos no tenían existencia real.
Aun sabiendo esto, en algún momento Norton experimentó el casi irresistible impulso de abrirse camino con el rayo láser al interior de una de esas columnas, para tener algo «material» que llevar de regreso a la Tierra. Era el mismo impulso, pensó con una mueca, que llevaría a un mono a querer apresar el reflejo de una banana en el espejo.
Estaba fotografiando lo que parecía un aparato de óptica, cuando un grito de Calvert le hizo correr hacia él por entre las columnas.
—¡Jefe! ¡Karl! ¡Will! ¡Vengan a ver esto!
Calvert era propenso a súbitos entusiasmos, pero lo que acababa de descubrir era suficiente para justificar cualquier excitación.
En el interior de una de las columnas de más de dos metros, había un trabajado arnés, o uniforme, obviamente hecho para un ser vertical, más alto que un hombre. Una faja central muy estrecha rodeaba aparentemente la cintura, el tórax, o alguna división desconocida para la zoología terrestre. Desde la faja se levantaban tres delgadas columnas, afinando hacia el extremo, terminadas en un cinturón perfectamente circular, de un impresionante metro de diámetro. Las abrazaderas colocadas a distancias iguales sólo podían estar destinadas a rodear miembros superiores: tres concretamente.
Tenía adicionadas numerosas bolsas, hebillas, bandoleras de las cuales sobresalían herramientas ¿o armas? tubos, conductos eléctricos, hasta pequeñas cajas negras que habrían cabido perfectamente en un laboratorio electrónico de la Tierra. Todo el conjunto era casi tan complejo como un traje espacial, aunque sólo proveía una envoltura parcial para el ser a quien estaba destinado.
¿Y este ser era un ramán? —se preguntó Norton—. Probablemente nunca lo sabremos, pero debió de ser inteligente, porque un simple animal no podría luchar con todo ese sofisticado equipo.
—Más o menos de dos metros y medio de altura —dijo Mercer pensativamente—, sin contar la cabeza... como quiera que haya sido.
—Con tres brazos y probablemente tres piernas —agregó Calvert—. Las mismas características generales de las arañas, en escala mucho mayor. ¿Creen que es una coincidencia?
—Difícil que lo sea. Nosotros hacemos a los robots a nuestra imagen; es de suponer que los ramanes hacen, o hacían, lo propio.
Myron, sin nada de su usual exuberancia, lo contemplaba con algo parecido al temor reverente.
—¿Ustedes piensan que ellos saben que estamos aquí? —susurró a medias.
—Lo dudo —respondió Mercer—. Ni siquiera hemos rozado el umbral de su conciencia, aunque los mercurianos hicieron una buena intentona.
Estaban los tres allí, sin decidirse a abandonar el sorprendente lugar, cuando Rousseau les llamó desde el cubo, con una voz llena de urgente excitación.
—¡Jefe, será mejor que salgan de ahí!
—¿Qué pasa... los «biots» vienen hacía aquí?
—No. Algo mucho más serio. Las luces se están apagando.
—
C
uando salió apresurado por el agujero abierto con el rayo láser, a Norton le pareció que los seis soles de Rama estaban tan brillantes como siempre. Seguramente Rousseau está equivocado, pensó; aunque eso no era propio de él.
Pero Rousseau había previsto esa reacción de su parte.
—Ha sucedido tan paulatinamente que ha pasado bastante tiempo antes de que empezara a notar la diferencia —explicó, y su tono casi era de disculpa—. Pero ya no cabe duda. Acabo de hacer una medición: el nivel de la luminosidad ha descendido un cuarenta por ciento.
Y ahora, mientras sus ojos volvían a ajustarse a la luz después de la semipenumbra del templo de cristal, Norton le daba la razón. El largo día de Rama tocaba a su fin.
Hacia tanto calor como siempre, y sin embargo se sintió estremecer. Recordaba haber experimentado esta misma sensación una vez antes, en un hermoso día de verano en la Tierra. Se produjo un inexplicable debilitamiento de la luz, como si se aproximase la noche o el sol hubiese perdido su fuerza aunque no se veía una sola nube en el cielo. Después supo que se había iniciado un eclipse parcial.
—Esto lo decide todo —dijo ceñudamente—. Volvemos a la nave. Dejen todo el equipo. No volveremos a necesitarlo.
Ahora, así lo esperaba, una medida de precaución adoptada por él iba a probar su valor. Había escogido a Londres para esa visita, porque ninguna de las otras ciudades estaban tan próximas a una escalera. En efecto: el pie de Beta quedaba sólo a cuatro kilómetros.
Partieron, avanzando con el paso largo que era el modo más cómodo de viajar en esa gravedad. Norton impuso una velocidad que, estimaba, les llevaría al borde de la planicie sin agotamiento y en el mínimo de tiempo.
Era muy consciente de los ocho kilómetros que tendrían que subir cuando hubieran llegado a la escalera Beta, pero lo cierto era que se sentiría más seguro una vez iniciado el ascenso.
El primer temblor les alcanzó cuando casi habían pisado el primer escalón. Fue muy débil, e instintivamente Norton se volvió hacia el sur, esperando ver otra exhibición de fuegos de artificio en las astas. Pero Rama no parecía repetirse nunca con exactitud. Si se producían descargas eléctricas sobre esas montañas aguzadas, eran demasiado débiles para ser vistas desde allí.
—Control —llamó—, ¿ha observado eso?
—Sí, jefe. Ha sido una pequeña sacudida. Podría tratarse de otro cambio de posición. Estamos observando la girofrecuencia. Nada todavía... ¡Un momento! ¡Lectura positiva! ¿Puede detectarla?... menos de un microradián por segundo, pero sostenido.
De modo que Rama empezaba a girar, aunque con una casi imperceptible lentitud. Aquellos primeros temblores pudieron ser una falsa alarma, pero esto de ahora, desde luego, no lo era.
—La velocidad aumenta. Cinco microradián. ¡Hola! ¿Ha notado esta sacudida?
—Ya lo creo que la hemos notado. Ponga todos los sistemas de la nave en funcionamiento. Es posible que debamos partir de prisa.
—¿Espera un cambio de órbita tan pronto, jefe? Todavía falta bastante para el perihelio.
—Yo no creo que Rama se guíe por nuestros textos. Ya casi estamos en Beta. Descansaremos allí cinco minutos.
Cinco minutos de descanso eran muy pocos, y sin embargo les parecieron interminables porque ahora ya no cabía duda de que la luz decrecía en intensidad, y con mucha rapidez.
Aunque todos estaban provistos de linternas, el pensamiento de la oscuridad allí les resultaba entonces intolerable. Se habían acostumbrado tanto psicológicamente al día interminable de Rama, que les costaba recordar en qué condiciones habían explorado por primera vez ese mundo. Experimentaban una casi abrumadora urgencia de escapar, de salir a la luz del sol, apenas a un kilómetro del otro lado de esas paredes cilíndricas.
—Cubo Control —llamó Norton—, ¿está el proyector en condiciones de funcionar? Podemos necesitarlo de un momento a otro.
—Sí, jefe. Ahí va.
Un tranquilizador haz de luz comenzó a brillar a Ocho kilómetros arriba de sus cabezas. Aun contra el ahora agonizante día de Rama aparecía sorprendentemente débil; pero les había servido antes, y les volvería a guiar si se presentaba la necesidad.
Ésta —y Norton era consciente de ello— sería la más larga y agobiante de las subidas que realizaran hasta entonces. Sucediera lo que sucediese, no podrían apresurarse; si abusaban de sus fuerzas obligándose a un esfuerzo excesivo, simplemente se derrumbarían en cualquier punto de ese vertiginoso declive y tendrían que esperar hasta que sus músculos declarados en rebeldía les permitiesen continuar. A estas alturas, los cuatro debían constituir una de las dotaciones mejor adiestradas para cumplir una misión espacial, pero había límites para la resistencia del cuerpo humano.
Al cabo de una hora de prudentes afanes alcanzaron la cuarta sección de la escalera, más o menos a tres kilómetros de la planicie. A partir de ahí todo resultaría más fácil; la gravedad había descendido a un tercio del valor de la de la Tierra. Aunque de tanto en tanto se producían temblores leves, no hubo otros fenómenos inusitados, y aún había bastante luz. Empezaron a sentirse más optimistas, y hasta llegaron a preguntarse si no se habían apresurado demasiado. De todos modos, una cosa era cierta: no había retorno posible. Los cuatro habían caminado por última vez sobre la Planicie Central de Rama.
Fue mientras se tomaban un descanso de diez minutos, en la cuarta plataforma, cuando Calvert exclamó:
—¿Qué es ese ruido, jefe?
—¿Ruido? Yo no oigo nada.
—Es un silbido agudo, que baja y sube de frecuencia. Tiene que oírlo.
—Sus oídos son más jóvenes que los míos, muchacho. ¡Oh, sí, ahora lo oigo!
El silbido parecía llegar de todos lados. Pronto se hizo fuerte, hasta penetrante, y fue decayendo suavemente de tono. Luego, de golpe, se cortó.
Unos segundos más tarde volvió otra vez, repitiendo la misma secuencia. Tenía toda la cualidad melancólica y dominante de la sirena de un faro que envía su advertencia en la noche amortajada de niebla. Había un mensaje en ese silbido, y un mensaje urgente. No estaba destinado para sus oídos, pero lo comprendían. Luego, como para hacerlo doblemente seguro, fue reforzado por las propias luces.
Primeramente se oscurecieron hasta casi extinguirse, y en seguida comenzaron a lanzar destellos. Los destellos resbalaban como pelotitas luminosas a lo largo de los seis angostos valles que una vez iluminaran ese mundo. Se movían desde ambos polos hacia el mar con un ritmo sincronizado, hipnótico, que sólo podía tener un significado.
—¡Al mar! —llamaban las luces—. ¡Al mar!
Y la llamada era difícil de resistir; no hubo hombre que no sintiera el impulso de volverse y buscar el olvido definitivo en las aguas de Rama.
—¡Cubo Control! —llamó Norton con urgencia—. ¿Puede ver lo que está sucediendo?
La voz de Rousseau llegó a él. Por primera vez esa voz sonaba impresionada, y más que un poco temerosa.
—Sí, jefe. Desde aquí veo el Hemisferio Sur. Hay miles de «biots» allí, incluyendo algunos muy grandes. Grúas, tractores, tanques... infinidad de recolectores de basura. Y todos corren hacia el mar más rápidamente de lo que jamás los he visto moverse. Allí salta una grúa... ¡justo sobre el borde!... Igual que Jimmy, sólo que mucho más rápido... Se ha roto en mil pedazos al chocar... Y allí se acercan los tiburones; lo van a terminar de destrozar... no es un espectáculo agradable...
»Ahora estoy mirando la planicie. Hay un tanque que parece roto... da vueltas en círculos. Ahora un par de cangrejos se lanzan sobre él y lo reducen a fragmentos... Jefe, pienso que harían bien en volver aquí cuanto antes.
—Créame —dijo Norton con profundo sentimiento—, que estamos subiendo lo más rápido que podemos.
Rama estaba cerrando las escotillas y asegurándolas, como un barco que se prepara para resistir la tormenta. Esa era la impresión abrumadora experimentada por Norton, aunque no habría sabido darle una base lógica. Ya no se sentía completamente racional. Dos impulsos luchaban en su mente: la necesidad de escapar por una parte, y por otra el deseo de obedecer esos relámpagos que atravesaban el cielo ordenándole unirse a los «biots» en su marcha hacia el mar.
Otra sección de escalera. Otra pausa de diez minutos para permitir que los venenos de la fatiga se escurrieran de sus músculos. Luego en marcha otra vez. Otros dos kilómetros para subir, aunque mejor no pensar en eso...
La enloquecedora secuencia de silbidos descendentes cesó bruscamente. Al mismo tiempo las pelotitas de fuego que corrían a lo largo de los canales de los Valles Rectos se detuvieron; los seis soles lineales de Rama eran otra vez franjas de luz sin solución de continuidad.
Pero esa luz se desvanecía rápidamente, y a veces fluctuaba, como si tremendas descargas de energía escaparan de fuentes de origen casi agotadas. De tanto en tanto se sentían ligeros temblores subterráneos. Desde la nave informaron que Rama seguía oscilando con imperceptible lentitud, semejante a una aguja de una brújula que responde a un débil campo magnético. Tal vez esto era tranquilizador; cuando Rama detuviera su oscilación, Norton comenzaría realmente a preocuparse.