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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (91 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Pero ¿cuánto confiaba ella en mí?

Tanner (el verdadero Tanner) podría haber llegado al Hospicio Idlewild después de mí. Tenía que haber llegado en la misma nave desde Borde del Firmamento y habrían retrasado su reanimación un poco más que la mía, al igual que la mía la habían dejado para un poco después de la de Reivich. Lo que quería decir que Tanner viajaba con otra identidad. A no ser que quisiera parecer loco de atar, con la mente pulverizada por un trauma adverso causado por el sueño frigorífico, no habría comunicado su verdadero nombre demasiado pronto. Mejor seguir con la mentira y dejar que los Mendicantes creyeran que era otra persona.

Me estaba liando. Hasta yo mismo me estaba liando. Intenté no pensar en lo que debía parecerle aquello a Zebra, Chanterelle y los demás.

Yo no era Tanner Mirabel.

Era… otra cosa. Algo espantoso, reptil y antiguo que mi mente rechazaba, pero que no podía seguir negando. Cuando Amelia y los otros Mendicantes me habían reanimado viajaba con el nombre de Tanner y también conocía lo que parecían ser sus recuerdos, habilidades y (todavía más importante) que debía cumplir una misión. Nunca me había parado a cuestionarlo; todo me había parecido correcto. Todo había parecido encajar.

Pero todo había sido falso.

Todavía estábamos hablando con el vendedor de serpientes cuando el teléfono de Zebra volvió a sonar, un ruido casi perdido en el incesante susurro de la lluvia y los siseos de los reptiles encerrados. Sacó el teléfono de la chaqueta y lo miró con suspicacia sin llegar a responder.

—Viene con tu nombre, Pransky —dijo Zebra—. Pero eres la única persona que conoce ese número y estás aquí a mi lado.

—Creo que deberías tener mucho cuidado con esa llamada —dije—. Si es de quien creo que es.

Zebra abrió el teléfono; Pandora abría la tapa de su caja temerosa de lo que pudiera esconderse dentro. Las gotitas de lluvia salpicaron la pantalla, como un desfile de diminutos escarabajos de cristal. Zebra se llevó el teléfono a la cara y dijo algo en voz baja.

Alguien le respondió. Ella volvió a decir algo (con tono vacilante) y después se volvió hacia mí.

—Llevabas razón, Tanner. Es para ti.

Cogí el teléfono que me ofrecía y me pregunté cómo algo tan inocente podía contener tanta maldad. Después observé una cara que se parecía mucho a la mía.

—Tanner —dije en voz baja.

Se produjo un notable retraso hasta que el hombre respondió con una sonrisa.

—¿Me lo preguntas o me lo cuentas?

—Muy divertido.

—¿Sabes? Tengo algo que decirte. —La voz era débil y se oía ruido de maquinaria de fondo—. No sé si ya has juntado todas las piezas.

—Empiezo a hacerlo.

Otro retraso. Me di cuenta de que Tanner estaba en el espacio, en algún lugar de Yellowstone, pero a algunas fracciones de segundo luz de la órbita inferior; probablemente cerca del exterior del cinturón de hábitats donde estaban los Mendicantes.

—Bien. No te insultaré usando tu nombre real; todavía no. Pero te diré algo. —Me puse rígido—. He venido a hacer lo que hace Tanner Mirabel, es decir, terminar lo que ha empezado. He venido a matarte… igual que tú has venido a matar a Reivich. Simétrico, ¿no crees?

—Si estás en el espacio vas en la dirección equivocada. Sé que antes estabas aquí. Encontré tu tarjeta de visita en la tienda de Dominika.

—Bonito toque el de las serpientes, ¿no te parece? ¿O es que todavía no te has imaginado esa parte?

—Hago lo que puedo.

—Me encantaría charlar contigo, de verdad —la cara sonrió—. Y quizá todavía tengamos la oportunidad.

Sabía que era un anzuelo, pero me lo tragué de todos modos.

—¿Dónde estás?

—De camino a una cita con alguien muy querido para ti.

—Reivich —dijo Quirrenbach en voz baja y yo asentí; recordaba que Quirrenbach nos había dicho que nos llevaría al espacio para ver a Reivich, antes de que Chanterelle nos rescatara.

Uno de los carruseles más altos, nos había dicho. Un lugar llamado Refugio.

—Reivich no tiene nada que ver con esto —dije—. Es algo secundario, nada más. Esto es entre tú y yo. No tenemos que convertirlo en más de lo que ya es.

—Todo un cambio de opinión para un hombre que estaba dispuesto a matar a Reivich hasta hace solo unas horas —dijo Tanner.

—Quizá no sea el hombre que pensaba que era. Pero ¿por qué tienes que ir a por Reivich?

—Porque es un inocente.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que él te llevará hasta mí —la sonrisa de Tanner brilló en la pantalla y me desafió a encontrarle algún fallo a su lógica—. Llevo razón, ¿verdad? Viniste a matarlo, pero preferirías salvarlo antes que dejar que yo haga el trabajo por ti.

Lo cierto es que no tenía ni idea de cómo me sentía. Tanner me obligaba a enfrentarme a preguntas que había estado esquivando hasta aquel momento, mientras me encargaba del cisma de mis recuerdos. Pero aquel cisma se había convertido en una grieta que me había arrancado mi pasado para dejar en su lugar algo venenoso. Si era Cahuella (y todo parecía indicarlo), entonces me odiaba a mí mismo hasta la médula.

Pero no podía odiar a Tanner menos. Él había matado a Gitta.

No; los dos la habíamos matado.

Aquel pensamiento, su lógica aplastante, dio en el clavo. Compartíamos recuerdos, hebras entremezcladas de pasado. Los recuerdos de Tanner no eran del todo míos pero, tras llevarlos en la cabeza, nunca podría librarme totalmente de su influencia. Él había matado a Gitta; pero yo llevaba el recuerdo de haberlo hecho; el recuerdo de haber asesinado a la entidad más preciada de mi universo. Pero era peor; mucho peor que aquello. Los crímenes de Tanner no eran nada comparados con los que yo había suprimido; estaban enterrados bajo los recuerdos de Tanner, pero listos ya para inundar mi consciencia. Todavía me sentía como Tanner; todavía sentía que su pasado era el correcto, pero había vislumbrado lo bastante de la verdad como para saber que solo era una ilusión que perdería convicción con el tiempo; que eran los recuerdos y el pasado de Cahuella los que realmente pertenecían a aquel cuerpo. Y aquello no era todo, porque el mismo Cahuella no era más que una especie de caparazón que escondía otro conjunto más antiguo de recuerdos.

No quería pensar en aquello, pero podía ver hacia dónde iban las cosas.

Había robado los recuerdos de Tanner; me había hecho creer a mí mismo (temporalmente) que yo era él. Después, tras comenzar a desprenderme del disfraz, comencé a sufrir los efectos del virus adoctrinador, que catalizaron la liberación de capas más profundas de recuerdos; breves vistazos a mi historia oculta; una que se remontaba a siglos atrás.

A Sky Haussmann.

Algo cedió en mí al darme cuenta finalmente de lo que en realidad era. Se me doblaron las rodillas; caí sobre el suelo resbaladizo por la lluvia y sentí ganas de vomitar. Había soltado el teléfono; estaba tirado junto a mí, con la pantalla boca arriba, de modo que podía seguir viendo la cara de Tanner, con una expresión burlona.

—¿Algún problema? —preguntó.

Hablé al teléfono.

—Amelia —dije, primero en un leve susurro, pero después repetí el nombre con más claridad—. Está contigo, ¿verdad? La engañaste.

—Digamos simplemente que me ha sido de gran utilidad.

—No sabe lo que pretendes hacer, ¿no?

A Tanner pareció hacerle gracia el comentario.

—Es un alma cándida. Tiene sus dudas sobre ti, ¿sabes? Al parecer, después de que te dieras el alta de los Mendicantes, ella se dio cuenta de ciertas irregularidades en tu código genético y, obviamente, pensó que se trataba de indicios de una enfermedad congénita. Intentó ponerse en contacto contigo, pero te estabas convirtiendo en un cliente muy escurridizo. —Tanner volvió a sonreír—. Para entonces yo ya estaba reanimado y había recuperado mis facultades. Recordaba quién era y por qué me había embarcado en aquel viaje desde Borde del Firmamento. Que iba a por ti porque tú me habías robado mi identidad y mis recuerdos. Por supuesto, no dejé que Amelia supiera nada de aquello. Solo le dije que éramos hermanos y que tú estabas un poco confuso. Un pequeño engaño inofensivo. No puedes culparme por eso.

No; eso era cierto. Yo también le había mentido a Amelia; esperaba que ella me condujera a Reivich.

—Déjala ir —le dije—. No significa nada para ti.

—Bueno, la verdad es que significa mucho. Es otra razón para que vengas. Otra razón por la que deberíamos reunirnos, Cahuella.

La cara se le quedó congelada un instante, después se cortó la conexión y nos quedamos de pie bajo la lluvia. Le devolví el teléfono a Zebra.

—¿Qué pasa con la otra herida? —me preguntó ella mientras cruzábamos de nuevo la ciudad en su coche a toda prisa—. Dijiste que Tanner perdió un pie y que no había ni rastro de que aquello ocurriera. Pero eso no fue lo único que le pediste al Maestro que buscara —negó con la cabeza—. ¿Sabes?, para mí sigues siendo Tanner. No es fácil hablar con alguien que rechaza su propio nombre.

—Créeme, tampoco resulta fácil a este lado de la conversación.

—Bueno, cuéntanos lo de la otra herida.

Tomé aire. Aquella era la parte más difícil.

—Tanner disparó a alguien. A un hombre para el que trabajaba. Un hombre llamado Cahuella.

—Muy bonito por su parte —dijo Chanterelle.

—No; no fue así. En realidad, Tanner le estaba haciendo un favor al dispararle. Era una situación con rehenes. Tanner tenía que disparar a través de aquel hombre para… —se me rompió la voz—. Para matar a uno de los pistoleros, que retenía a la mujer de Cahuella a punta de cuchillo. No iba a matar a Cahuella. Tanner sabía que desde aquel ángulo el rayo no lo heriría de gravedad.

—¿Y?

—Tanner disparó.

—¿Y funcionó? —preguntó Zebra.

En mi cabeza veía a Gitta caer al suelo, no por culpa de la hoja del cuchillo, sino por el disparo de Tanner.

—Cahuella sobrevivió —respondí tras unos instantes—. Los conocimientos de anatomía de Tanner resultaron intachables. Por ser un asesino profesional, ya sabéis. Les enseñan a qué órganos deben apuntar para matar a alguien. Pero es fácil invertir esos conocimientos para saber la ruta más segura por la que un rayo puede atravesar un cuerpo.

—Haces que todo parezca muy quirúrgico —comentó Chanterelle.

—Eso es justo lo que era.

Les conté que la exploración del Maestro Mezclador había descubierto una herida curada de forma alargada que me atravesaba el cuerpo, lo que coincidía con un rayo que me hubiera entrado por la espalda y salido por el abdomen en ángulo positivo. La herida había aparecido en el escáner como la estela de vapor de un avión.

—Pero eso quiere decir… —comenzó a decir Zebra.

—¿Tengo que deletrearlo? Quiere decir que yo soy el hombre para el que trabajaba Tanner Mirabel. Cahuella.

—Esto se pone peor —dijo Quirrenbach.

—Déjalo hablar —intervino Zebra—. Yo estaba allí cuando visitamos al Maestro, recuérdalo. No se lo está inventando.

Me volví hacia Chanterelle.

—Tú viste los cambios genéticos que tengo en los ojos. Cahuella se lo hizo; le pagó a los Ultras para hacerlo. Era aficionado a la caza.

Pero había algo más, ¿verdad? Cahuella quería ser capaz de ver por la noche porque odiaba la oscuridad, odiaba el recuerdo de haberse sentido pequeño, solo y abandonado mientras esperaba en la guardería.

—Todavía hablas de Cahuella como si fuera una tercera persona —dijo Zebra—. ¿Por qué? ¿Es que no estás seguro de ser él?

Negué con la cabeza y recordé el modo en que me había arrodillado bajo la lluvia; todos los absolutos habían volado por los aires. Aquella sensación de estar totalmente fuera de lugar seguía allí, pero la había logrado contener en el entreacto; había construido un andamio a su alrededor, una estructura que, aunque desvencijada, al menos me permitiría funcionar en el presente.

—Sí, circunstancialmente. Pero aunque tengo sus recuerdos, están fragmentados; no son más claros que los de Tanner.

—A ver si lo entiendo —dijo Quirrenbach—. No tienes ni puta idea de quién eres, ¿es eso?

—No —dije, admirado ante mi tranquilidad—. Soy Cahuella. Ahora estoy totalmente seguro.

—¿Tanner te quiere muerto? —preguntó Zebra cuando dejamos el coche de Chanterelle en el perímetro de la plataforma de la estación—. ¿Aunque los dos solíais estar unidos?

Imágenes de una habitación blanca (de un hombre desnudo agachado en el suelo) me atravesaron el cerebro como breves vistazos bajo una luz estroboscópica, ganando un pequeño incremento de claridad con cada repetición.

—Ocurrió algo muy malo —dije—. El hombre que soy, Cahuella, le hizo algo muy malo a Tanner. No estoy seguro de poder culparlo por querer venganza.

—No lo culpo a él, ni te culpo a ti, ni a quien sea —dijo Chanterelle—. No si tú, Tanner, le disparó.

Ella frunció el ceño, pero era normal. Seguir aquellas cambiantes capas de identidades y recuerdos era como intentar recordar la ruta que seguía un hilo dentro de un complejo tapiz.

—Tanner falló —dije—. Con su disparo pretendía salvar a la esposa de Cahuella, pero acabó matándola. Creo que bien podría haber sido el primer y último error de su carrera. No está mal, si lo piensas bien. Y todo ocurrió en el calor del momento.

—Parece que en realidad no lo culpas por perseguirte —dijo Zebra.

Nuestro grupo marchó hacia la plataforma, que estaba bastante más animada que la última vez que habíamos estado allí, hacía tan solo unas horas. Nada parecido a las autoridades había reclamado todavía la tienda de Dominika, aunque tampoco había clientes cerca de ella. Supuse que el cadáver seguía allí, colgado sobre la camilla en la que llevaba a cabo sus rituales de exorcismo neural; acariciado por las serpientes. Debía de haberse corrido la voz sobre su muerte por gran parte del Mantillo, pero la pura ilegalidad de todo aquello (iba en contra de todas las leyes no escritas de quién era intocable y quién no) todavía servía para establecer una zona de exclusión alrededor de la tienda.

—No creo que nadie pudiera culparlo —respondí—. Porque lo que yo le hice…

La habitación blanca regresó, pero aquella vez compartí la perspectiva del hombre acurrucado; sentí su desnudez y un terror insoportable; un terror que abría grietas de emociones que no imaginaba tener, como un hombre que vislumbrara nuevos colores alucinógenos.

La perspectiva de Tanner.

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