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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (90 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Tenía sentido. La primera visita a Dominika habría sido una excursión de pesca; para recoger toda la información posible sobre la ciudad y, con un poco de suerte, sobre dónde encontrar al hombre al que quería matar, ya fuera a mí, o a Reivich, o a los dos. Puede que hubiera tenido sentido matar a Dominika en aquel momento, pero debía sospechar que podría usarla más adelante. Así que la dejó vivir hasta que regresó con las serpientes que debía haber comprado en el bazar.

Y entonces la había matado de forma que fuera un mensaje para mí; un código privado de asesinato ritual que me había abierto el corazón.

—La mujer —dije—, ¿era también de otro planeta?

Pero Tom no sabía más sobre el tema que yo.

Con el teléfono de Zebra llamé a Lorant, el cerdo cuya cocina había medio destruido durante mi descenso de la Canopia, hacía ya una eternidad. Le dije que tenía un enorme y último favor que pedirle a él y a su esposa, que cuidaran de Tom hasta que se calmaran las cosas. Un día, dije, aunque lo cierto es que había sacado la cifra de mi cabeza al azar.

—Yo cuido de mí —dijo Tom—. No quiero estar con cerdo.

—Son buena gente, confía en mí. Estarás mucho más seguro con ellos. Si se corre la voz de que hay un testigo de la muerte de Dominika, el mismo hombre volverá. Si te encuentra, te matará —le dije.

—¿Siempre tengo que esconder?

—No —respondí—. Solo lo que yo tarde en matar al hombre que hizo esto. Y, créeme, no tengo pensado pasar el resto de mi vida haciéndolo.

La explanada seguía en silencio cuando dejamos la tienda y nos encontramos con el cerdo y su mujer justo detrás de la catarata de lluvia grasienta que caía sin cesar por los aleros del edificio, como una cortina de algodón amarillento. El chico se fue con ellos, al principio nervioso, pero después Lorant lo montó en su vehículo de ruedas de balón y se desvanecieron en la penumbra como fantasmas.

—Creo que estará a salvo —dije.

—¿De verdad piensas que corre tanto peligro? —me preguntó Quirrenbach.

—Más de lo que te imaginas. El hombre que mató a Dominika no tiene muchos problemas de conciencia.

—Parece como si lo conocieras.

—Lo conozco —dije.

Después volvimos al coche de Chanterelle.

—Me siento confundido —dijo Quirrenbach al montarse en la burbuja de frescor y luz del vehículo—. Ya no sé con quién estoy tratando. Me siento como si me hubieran quitado el suelo bajo los pies.

Me estaba mirando.

—¿Todo porque encontré a la mujer muerta? —dijo Pransky—. ¿O porque Mirabel se está volviendo loco?

—Quirrenbach —le dije—, necesito que me digas dónde se pueden comprar serpientes; probablemente no muy lejos de aquí.

—¿Has oído algo de lo que acabamos de decir?

—Lo he oído —dije—. Pero no quiero hablar ahora sobre el tema.

—Tanner —dijo Zebra, pero después se calló un momento—. O quien quiera que digas ser. ¿Tiene este asunto del nombre algo que ver con lo que te dijo el Maestro Mezclador?

—Ese no será por casualidad el mismo que visitaste conmigo, ¿verdad? —Era Chanterelle la que hablaba y solo pude asentir con la cabeza, como si con ese gesto aceptara finalmente la verdad.

—Conozco a algunos vendedores de serpientes de la zona —dijo Quirrenbach, casi para aliviar la tensión. Se inclinó hacia delante, por encima del hombro de Zebra, y le dio órdenes al coche. Este se elevó con suavidad y nos transportó, como por arte de magia, por encima del hedor y el caos del empapado Mantillo.

—Tenía que saber lo que le pasaba a mis ojos —le dije a Chanterelle—. Por qué parecían estar modificados genéticamente. Lo que me dijo el Maestro cuando regresé con Zebra fue que el trabajo debían haberlo realizado los Ultras, y que después lo había deshecho (parece ser que con poca delicadeza) otra persona; alguien del estilo de los Genetistas Negros.

—Sigue.

—No era precisamente lo que quería oír. No estoy seguro de lo que esperaba, pero no era descubrir que yo tenía que haber sido cómplice de algún modo en aquella operación.

—¿Crees que le hiciste eso a tus ojos a propósito?

Asentí.

—Tiene su utilidad. Por ejemplo, puede que a alguien interesado en la caza le gustara la idea. Ahora veo muy bien en la oscuridad.

—¿A quién? —preguntó Chanterelle.

—Buena pregunta —coincidió Zebra—. Pero, antes de que la respondas, ¿qué pasa con la exploración de cuerpo completo que te hiciste cuando visitamos al Maestro Mezclador? ¿Qué significaba?

—Buscaba pruebas de viejas heridas —dije—. Ambas heridas se sufrieron al mismo tiempo. Esperaba encontrar una y no la otra.

—¿Por alguna razón en concreto?

—Uno de los pistoleros le había amputado un pie a Tanner Mirabel. El pie podía reemplazarse por prótesis orgánica o una copia cultivada y clonada de sus propias células. Pero de cualquier forma tendría que haberse realizado una operación quirúrgica para volver a unirlo al muñón. Ahora bien, quizá con las mejores habilidades médicas disponibles en Yellowstone ese tipo de trabajo podría haber resultado invisible. Pero no en Borde del Firmamento. Habría múltiples evidencias microscópicas… señales que deberían aparecer en una exploración como la del Maestro.

Zebra asintió y aceptó mi respuesta.

—Quizá sea cierto. Pero, si no eres Tanner (tal y como dices), ¿cómo sabes lo que le pasó?

—Porque parece que le robé sus recuerdos.

Gitta cayó sobre el suelo de la tienda casi al mismo tiempo que Cahuella.

Ninguno de los dos hizo mucho ruido. Gitta había muerto (aunque importaba poco) en el mismo instante en que el rayo de mi arma le había alcanzado el cráneo y había convertido su tejido cerebral en algo parecido a las cenizas fúnebres; las suficientes como para abarcarlas con las manos y observarlas deslizarse en ríos grises entre los dedos. Abrió la boca un poco más, pero no creo que tuviera tiempo para darse cuenta de lo que yo había hecho antes de que sus mismos pensamientos fallasen. Esperaba con toda mi alma que su último pensamiento hubiera sido, literalmente, que yo estaba a punto de hacer algo que la salvaría. Mientras caía, el cuchillo del pistolero se le clavó más en el cuello, pero para entonces no quedaba nada en ella capaz de sentir dolor.

Cahuella, atravesado por el rayo que debía haber salvado a Gitta y matado al guardia, exhaló débilmente, como el último suspiro de alguien que por fin logra perderse en el sueño. Había perdido la consciencia tras la conmoción del paso del rayo; una pequeña piedad.

El pistolero levantó la cara para mirarme. No lo entendía, por supuesto. Lo que yo había hecho no tenía ningún sentido. Me pregunté cuánto tardaría en darse cuenta de que el disparo que había matado a Gitta (con aquella precisión geométrica, justo en la frente) estaba en realidad destinado a él. Cuánto tardaría en darse cuenta de la simple verdad, de que yo no era el magnífico tirador que había imaginado ser y que había matado a la persona a la que tanto deseaba salvar.

Se hizo un momento de tenso silencio durante el que debió de tener tiempo para llegar más o menos a aquella conclusión.

No le di tiempo a terminar aquel pensamiento.

Y aquella vez ni fallé ni dejé de disparar una vez quedó claro que el trabajo estaba terminado. Vacié una célula de energía en el hombre y seguí disparando hasta que el cañón se convirtió en una luz color cereza en la penumbra de la tienda.

Durante un instante me quedé allí de pie, con tres personas aparentemente muertas a mis pies. Después, mi instinto de soldado entró en acción y me moví otra vez mientras intentaba asimilar todo lo posible.

Cahuella respiraba, aunque seguía profundamente inconsciente. Yo había convertido al pistolero de Reivich en una lección de anatomía craneal. Sentí una punzada de remordimiento, de culpabilidad por haber llevado su ejecución más allá de cualquier límite razonable. Supongo que era el último estertor de muerte de un soldado profesional. Al agotar la célula de energía había cruzado el umbral hacia un lugar más frío en el que había todavía menos reglas y en el que la eficacia de un asesinato contaba mucho menos que la cantidad de odio depositada en él.

Dejé la pistola en el suelo y me arrodillé junto a Gitta.

No necesitaba el equipo médico para saber que estaba muerta de forma irreparable, pero lo usé de todos modos: pasé el generador portátil de imágenes neurales por encima de su cabeza y observé cómo la pequeña pantalla integrada se volvía roja con los mensajes sobre daños fatales en los tejidos; profundas lesiones cerebrales; lesión cortical aguda. Aunque hubiéramos tenido un escáner en la tienda, no habría sido capaz de rastrear sus recuerdos y así capturar una sombra de su personalidad. Había comprobado que sus heridas eran demasiado graves como para aquello; que los mismos patrones bioquímicos se habían perdido. La mantuve con vida, de todos modos: le puse una coraza de soporte vital atada al pecho y observé cómo convertía en mentira la idea de que estaba muerta, cómo el color volvía a fluir por sus mejillas al reanudarse la circulación de la sangre. Conservaría intacto su cuerpo mientras volvíamos a la Casa de los Reptiles. Cahuella me hubiera matado de no haberlo hecho.

Finalmente, me dirigí hacia él. Sus heridas eran casi triviales; el rayo lo había atravesado, pero el impulso había sido breve y el ancho del haz estaba en su punto más estrecho. La mayor parte de los daños internos no los habría causado el haz en sí, sino la vaporización explosiva del agua atrapada en sus células, una serie de diminutos golpes hirvientes que seguían el rastro del haz. Las heridas de salida y entrada de Cahuella eran tan pequeñas que resultaba difícil encontrarlas. No debería tener derrames internos, porque el haz había cauterizado la herida a su paso, tal y como yo pretendía. Habría daños… pero nada hacía pensar en que su vida corriera peligro, aunque lo mejor que podía hacer por él en aquellos momentos era mantenerlo en coma con otra coraza.

Le puse el dispositivo, lo dejé descansando en paz junto a su mujer y después cogí la pistola, le metí una célula nueva y volví a asegurar el perímetro, mientras me apoyaba en la muleta improvisada de otro rifle e intentaba no pensar en lo que le había pasado a mi pie, aunque sabía (con cierta frialdad abstracta que no resultaba nada reconfortante) que aquello podría repararse con el tiempo.

Me llevó cinco minutos comprobar que el resto de los hombres de Reivich estaban muertos; al igual que todos los nuestros, salvo Cahuella y yo mismo. Dieterling había sido el único afortunado de nosotros; el único que solo había sufrido una herida menor. Parecía peor de lo que era y, como el tiro que le había rozado la cabeza lo había dejado inconsciente, el enemigo lo había dado por muerto.

Una hora más tarde, ya a punto de caer redondo, mientras la oscuridad me nublaba la visión como el impresionante cúmulo que había precedido a la tormenta de aquella noche, conseguí meter a Cahuella y a su esposa en el vehículo. Después logré despertar a Dieterling, aunque estaba débil y confundido por la pérdida de sangre. Recuerdo oírme gritar de vez en cuando a causa del dolor.

Me derrumbé en el asiento de control del vehículo y comencé a moverlo. Todas y cada una de las partes de mi cuerpo luchaban una agónica batalla por arrastrarme hasta el sueño, pero sabía que tenía que moverme y avanzar hacia el sur antes de que Reivich enviara a otro escuadrón de ataque; algo que seguramente haría si el otro no regresaba a tiempo.

El amanecer parecía estar a un mundo de distancia así que, cuando por fin la rosada luz del día se derramó por el horizonte despejado desde el mar, ya había imaginado su llegada una docena de veces. De algún modo, logré llevarnos de vuelta a la Casa de los Reptiles.

Pero hubiera sido mejor para todos si no lo hubiera conseguido.

39

Pasamos por tres vendedores de serpientes antes de encontrar al que sabía de quién hablábamos: un extranjero (de otro planeta) que había comprado las suficientes serpientes como para poder cerrar la tienda durante el resto del día. Aquello había sido el día anterior, así que el hombre había planeado el asesinato de Dominika mucho antes de llevar a cabo la ejecución.

El hombre, según nos había dicho el vendedor, se parecía mucho a mí. No del todo, pero el parecido era grande si entrecerrabas los ojos; y los dos hablábamos con un acento similar, aunque el otro hombre era bastante menos locuaz.

Por supuesto que hablábamos de forma similar. No era solo que viniéramos del mismo planeta. Veníamos de la misma Península.

—¿Y qué me dices de la mujer que iba con él? —le pregunté.

No había mencionado a ninguna, pero por la forma en que se tocaba los extremos del bigote sabía que acertaba al preguntarle.

—Ahora empiezas a hacerme perder el tiempo —dijo.

—¿Es que no hay nada ni nadie en esta ciudad que no se pueda comprar? —pregunté mientras le pasaba un billete.

—Sí —respondió el hombre riéndose en silencio—. Pero no soy yo.

—¿Qué pasa con la mujer? —pregunté mientras miraba una serpiente enjaulada del color de la menta verde—. Descríbela.

—No tengo que hacerlo, ¿no? ¿Es que no son todos iguales?

—¿Quienes son todos iguales?

Se rió, aquella vez con más fuerza, como si mi ignorancia le pareciera divertidísima.

—Pues los Mendicantes, claro. Visto uno, vistos todos.

Lo miré horrorizado.

Había llamado a los Mendicantes el día después de llegar a Ciudad Abismo. Intentaba contactar con la hermana Amelia para preguntarle qué sabía (si es que sabía algo) sobre Quirrenbach. No había podido hablar con ella; en vez de eso, había hablado con el hermano Alexei y con su ojo morado. Pero me había dicho que ella también me estaba buscando. El comentario no había significado mucho en aquellos momentos. Pero después me explotó dentro del cráneo como una granada iluminadora.

La hermana Amelia era la mujer que iba con Tanner.

Los contactos de Zebra ni siquiera habían sugerido la posibilidad de que la mujer fuera de la orden de los Mendicantes. El vendedor de serpientes, por otro lado, estaba seguro. Quizá me equivocara al asumir que la otra mujer siempre había sido Amelia. Pero no lo creía. Me imaginé que habría cambiado de disfraz; ya fuera aposta o porque no había sido muy concienzuda al mantener la nueva identidad que se había preparado.

¿Cuál era su papel en todo aquello?

Había confiado en ella de forma implícita desde mi reanimación. Le había permitido ayudarme a curar mi mente tras los procesos de sueño frigorífico que habían destrozado mi identidad. Y durante todo el tiempo que había pasado en el hábitat de los Mendicantes, nada en su comportamiento me había hecho pensar que me hubiera equivocado al confiar en ella.

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