Su hogar se encontraba a cincuenta minutos en tren, más de dos horas y media en coche. Podría haber regresado a su piso, pero eso no parecía tener demasiado sentido. Trascurridos tres meses de unas prácticas laborales de un año después de haber acabado Empresariales, Donna había decidido vivir, estudiar y trabajar en una ciudad alejada más de doscientos cuarenta kilómetros de prácticamente todo el mundo que conocía. ¡Lo que habría dado para estar de vuelta con sus padres al otro lado del país en su anodina casa pareada de tres habitaciones! Pero ¿qué habría encontrado allí? ¿Los efectos de lo que fuera que había ocurrido habrían llegado tan lejos como a su pueblo natal? ¿Sus padres habrían sobrevivido como ella o también los habría encontrado muertos? No soportaba pensar en lo que podría haberles ocurrido o no ocurrido.
Al final se vio forzada a aceptar la realidad: se encontraba donde se encontraba y que había muy poco que pudiera hacer al respecto. Por imposibles e increíbles que fueran sus circunstancias actuales, no tenía más alternativa que intentar tranquilizarse y encontrar un lugar seguro para sentarse y esperar a que ocurriera algo, cualquier cosa. Y decidió que el sitio más sensato para hacerlo era la oficina. Su altura le proporcionaba cierto aislamiento, y era limpia, espaciosa y relativamente cómoda. Conocía el entorno y sabía dónde encontrar comida y bebida en el restaurante de la empresa. Lo mejor de todo era que la oficina contaba con un buen sistema de seguridad. El acceso a las zonas de trabajo estaba estrictamente controlada por pases electrónicos, y por una conversación que había oído a un ingeniero que había estado realizado comprobaciones durante la última semana, sabía que el sistema de seguridad funcionaba independientemente del suministro eléctrico principal. Por eso, sin importar lo que le ocurriese al resto del edificio, las cerraduras seguirían funcionando, y eso quería decir que podría aislarse del resto del mundo hasta que estuviera preparada para enfrentarse de nuevo a él. Tal vez la ventaja sólo fuera psicológica, pero le bastaba. Durante esas primeras largas horas sola, esa capa adicional de seguridad lo fue todo para ella.
La mayor parte del resto del primer día lo pasó cubriendo las necesidades básicas, inicialmente por la oficina, después en algunos de los centros comerciales de la ciudad más cercanos. Encontró algo de ropa de abrigo, colchones, un saco de dormir y una lámparas de gas en una tienda de artículos de acampada, suficiente comida y bebida para que le durase algún tiempo, y una radio y una tele portátiles. A media tarde había subido todo por los muchos tramos de escalera (deliberadamente evitó los ascensores, porque había pensado en lo que podría ocurrir si fallaba la electricidad y quedaba atrapada en ellos) y se construyó un nido relativamente cálido y cómodo en el rincón más apartado de la oficina. A medida que se difuminaba la luz al final del día, intentó por todos los medios disponibles ponerse en contacto con el mundo exterior. Su móvil no funcionaba. No pudo conseguir nada más que el tono de línea en uno de los teléfonos de la oficina (y lo intentó con más de veinte aparatos diferentes), y no pudo encontrar nada más que estática y silencio en la radio y en la televisión. Las farolas de las calles que rodeaban el edificio se encendieron, pero sin nadie más vivo, el resto de la ciudad permaneció ominosamente a oscuras. Al final Donna se rindió y hundió la cabeza bajo la almohada.
La primera noche tardó una eternidad en pasar y el segundo día aún más. Sólo salió de su escondite en un par de ocasiones, cuando no tuvo más remedio que hacerlo. Justo después del amanecer recorrió sigilosamente el perímetro de la oficina y contempló las calles a sus pies, al principio para comprobar si había cambiado la situación, pero también para confirmar que los extraños acontecimientos del día anterior habían tenido lugar en realidad. Durante las lentas horas que acababan de pasar, Donna había empezado a convencerse de que la muerte de tantos miles de personas inocentes no había podido ocurrir de forma tan rápida, brutal y sin ninguna razón aparente.
Desde su escondite debajo del escritorio, Donna vislumbró el pie derecho extendido de Joan Alderney, su amiga muerta. Contemplar el cadáver de la mujer la alteró hasta el punto de que fue incapaz de dejar de mirarlo. La proximidad cercana del cadáver era un recordatorio constante e indeseado de todo lo que había ocurrido, y al final reunió el valor suficiente para hacer algo al respecto. Luchando para mantener a raya las emociones y las náuseas, fue arrastrando uno a uno los cuerpos de cada uno de sus colegas de trabajo, rígidos, inflexibles y contraídos por el
rigor mortis
, hasta el extremo más alejado de la oficina, donde los dejó tendidos uno al lado del otro en la habitación del correo y los cubrió con un gran guardapolvo, que había cogido en otra planta donde habían estado trabajando los decoradores.
La tercera mañana se inició de una forma tan deprimente y desesperada como había terminado el segundo día. Ligeramente más tranquila, Donna salió de nuevo gateando de debajo del escritorio y se sentó frente al ordenador que solía utilizar, mirando fijamente el reflejo monocromo de su rostro en la pantalla vacía. Llevaba un rato intentando distraerse escribiendo en un trozo de papel letras de canciones, direcciones, los nombres de los jugadores de su equipo de fútbol y cualquier otra cosa que pudiera recordar, cuando oyó algo. Se trataba de un ruido que procedía del extremo más alejado de la planta de la oficina; el primer ruido que había oído en horas. Era un sonido de tropezones, tambaleos y trompadas que le hizo saltar de inmediato de inesperada esperanza y súbita preocupación, a partes iguales. ¿Estaba a punto de finalizar su doloroso aislamiento? Se acercó con precaución al otro extremo del largo edificio rectangular, con el corazón saltándole dentro del pecho.
—Hola —dijo; su voz era poco más que un susurro, pero sonó incómodamente alta—, ¿hay alguien ahí?
No hubo respuesta. Avanzó unos pocos pasos y se detuvo cuando oyó de nuevo el ruido. Procedía de la habitación del correo. Donna abrió de un empujón la pesada puerta de vaivén y se quedó parada, mirando. Neil Peters, el directivo al que había visto caer y morir delante de ella dos días atrás, se estaba moviendo. Balanceándose inseguro sobre unos pies torpes y descoordinados, el hombre muerto avanzó por la habitación, se golpeó pesadamente contra la pared, se dio la vuelta con torpeza y anduvo hacia el otro lado. Instintivamente, Donna alargó la mano y lo agarró.
—¿Neil?
El cuerpo se detuvo cuando ella lo cogió. No hubo resistencia ni reacción, sólo se detuvo. Ella le miró detenidamente el rostro inexpresivo, la piel teñida de un tono verde poco natural y los ojos oscuros y nublados, con las pupilas completamente dilatadas. La boca le colgaba abierta; los labios estaban hinchados y llagados; la lengua, inflada como un gigantesco gusano. La barbilla y el cuello estaban magullados
y
manchados de sangre seca. Petrificada, Donna soltó su presa, e inmediatamente el directivo muerto se empezó a mover de nuevo. Cayó al tropezar con uno de los cadáveres de los otros tres trabajadores de la oficina que yacían en el suelo, y se levantó con lentitud. Donna salió tambaleándose por las puertas, que se cerraron detrás de ella, atrapando dentro al cadáver en movimiento. Miró hacia la derecha y tiró de la parte superior de un armario archivador hasta derribarlo delante de la puerta y bloquear la salida.
Donna se quedó allí quieta durante un rato, aturdida por la incredulidad, y contempló a través de una pequeña ventana de vidrio cómo los restos de Neil Peters, un cascarón vacío, se tambaleaban por la habitación, sin detenerse jamás. Por casualidad el cuerpo se giró accidentalmente y se empezó a mover en su dirección. Sus ojos secos y sin foco parecían mirar directamente a través de ella.
Respirando con fuerza e intentando no caer presa del pánico, Donna abandonó la planta de la oficina y se detuvo en las escaleras para poner algo de distancia entre ella y lo que acababa de ver. El cadáver de Sylvia Peters, la secretaria de la oficina, yacía delante de ella, despatarrada en el descansillo, donde había muerto unos días antes. Mientras se acercaba al cadáver, un movimiento lento, pero sin lugar a dudas real, captó su atención. Donna contempló cómo dos de los dedos de la mano izquierda de la mujer muerta temblaban y sufrían un espasmo, clavándose involuntariamente en el suelo. Sollozando de miedo, Donna corrió de regreso a su escondite en la novena planta, y sólo se detuvo para echar una mirada por una ventana ante la que pasaba y contemplar el mundo a sus pies.
El mismo suceso extraño e ilógico estaba ocurriendo una y otra vez en la calle. La mayor parte de los cuerpos seguían inmóviles donde habían caído, pero muchos otros se estaban moviendo. Desafiando toda lógica, y sin ningún control real, los cuerpos, que habían yacido inmóviles durante casi dos días, estaban empezando a moverse.
Donna recogió sus cosas y subió rápidamente a la décima planta (donde sabía que no había cadáveres) y se encerró en un aula pequeña y cuadrada. Al subir por la escalera se había dado cuenta de que el cuerpo de Sylvia Peters había desaparecido.
Todas las puertas y ventanas de la casita en un extremo de una hilera de casas adosadas estaban cerradas o bloqueadas con muebles. Jack Baxter estaba de pie en silencio en un rincón de su dormitorio y espiaba desde detrás de la cortina cómo otro cadáver recorría la calle y desaparecía balanceándose en la oscuridad de la noche, negra como la tinta. ¿Qué demonios estaba pasando?
A primera hora de la mañana del martes, regresaba a casa después del turno de noche, y había estado rodeado de gente cuando todo eso había empezado. Jack trabajaba en un almacén casi en el centro de la ciudad. La ruta de autobús que le llevaba a casa formaba una figura parecida a un ocho, rodeando el almacén, atravesando el centro de la ciudad hasta alcanzar el suburbio en el que él vivía y después de vuelta. A esa hora de la mañana, la mayor parte de los pasajeros solían bajarse al llegar al centro de la ciudad, para iniciar su jornada laboral y, cuando ocurrió, él era una de las ocho personas que seguían a bordo.
La primera señal de que algo iba mal fue cuando un anciano, sentado en su mismo lado del autobús, dos filas delante de él, empezó a resollar y a toser de forma incontrolada. Su estado se deterioró drásticamente en sólo unos segundos. Al principio había estado inclinado hacia delante, pero luego el jubilado se había lanzado violentamente contra el respaldo de su asiento, luchando por respirar, con la garganta inflamada y abrasada por el dolor, y el cuerpo presa de incontrolables convulsiones. Jack había saltado del asiento, y estaba a punto de ayudarle cuando una joven, madre de tres niños, chilló de dolor desde la parte trasera del autobús. Sus hijos también estaban gritando y llorando. Impotente, Jack corrió hacia ellos, pero se detuvo, se volvió y corrió hacia el otro lado cuando se dio cuenta de que el conductor del autobús también estaba tosiendo
y
asfixiándose. Recorrió a la carrera toda la largada del vehículo, que de repente se sacudía dando bandazos, y llegó al lado del conductor, que estaba teniendo arcadas y vomitando la sangre que le manaba a chorros de su garganta. Jack intentó agarrar el volante cuando el conductor perdió la conciencia y se derrumbó hacia delante, pero fue demasiado tarde para evitar que el autobús describiera un torpe arco atravesando toda la calzada, arrollara el tráfico que iba en dirección contraria y se estrellara finalmente contra la fachada de un pub. El impacto súbito lanzó a Jack al suelo; se golpeó la cabeza contra la base de metal de uno de los asientos y perdió el conocimiento.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado inconsciente. Cuando finalmente se recuperó, tenía la visión borrosa y le costó recuperar el equilibro sobre unos pies insensibles e inseguros. El conductor y el resto de los pasajeros estaban muertos. Utilizando la manecilla de emergencia forzó la apertura de la puerta y salió tambaleándose a la calle, hacia un mundo que, de repente, estaba cubierto de una carnicería completamente inexplicable y sin precedente. De la misma forma que había muerto la gente en el autobús, parecía que lo habían hecho todos los demás, hasta donde le alcanzaba la vista en todas las direcciones. Aturdido por el impacto, Jack se había quedado petrificado en medio de todo aquello, el cuerpo inmóvil mientras con los ojos recorría la macabra escena, sin atreverse a detenerse en nada durante demasiado tiempo. Empezó a contar los cuerpos: diez, veinte, treinta y más y más... La destrucción parecía interminable. Durante un rato esperó expectante a que el silencio fuese roto por el ulular de las sirenas de la policía, los bomberos y las ambulancias acercándose, pero no llegó nadie. Con cada minuto que pasaba empeoraba el silencio ominoso y la inmovilidad inquietante. Al final no pudo seguir soportándolo y corrió.
Una carrera sin aliento de diez minutos a través de un paisaje repentinamente extraño llevó a Jack hasta su casa. Cosas y lugares que le habían parecido normales, familiares y anodinos cuando había salido a trabajar la tarde anterior, se habían transformado en visiones retorcidas, extrañas y grotescas. El supermercado en el que el día anterior había realizado la compra estaba ardiendo; las llamas sin control estaban devorando las puertas de entrada, que él había atravesado miles de veces. En el patio de la escuela primaria, al final de la calle, había visto los cuerpos caídos de los padres, rodeados de los cadáveres más pequeños y uniformados de sus hijos. Un coche había penetrado por la parte delantera de una casa, a siete puertas de la suya. A través de los escombros y de los restos polvorientos había visto el cuerpo de la propietaria de la casa, muerta en su sillón delante de la tele. Lo que había ocurrido no tenía sentido. No había ninguna explicación obvia y no quedaba nadie a quien pedirle una respuesta. Excepto Jack, no parecía que hubiese quedado nadie con vida. De alguna manera, en medio de toda esa muerte y destrucción, sólo él había sobrevivido.
Jack había perdido a su esposa Denise hacía quince meses a causa de un cáncer. De alguna forma, al haber sufrido una pérdida tan profunda e inmensa hacía tan poco tiempo, le resultaba más fácil asumir lo que acababa de ocurrir. Estaba acostumbrado a regresar a su hogar, a una casa fría, silenciosa y vacía, y pasar hora tras hora solo, sin hablar con nadie. Incluso en ese momento, cuatrocientos treinta y siete días después de su fallecimiento (él seguía contando cada día que pasaba sin ella), el recuerdo del dolor físico y mental que había soportado su esposa era mil veces peor que nada de lo que había sentido desde que todo el mundo había muerto.