Clarissa Oakes, polizón a bordo (24 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Estos últimos estaban llegando de uno en uno o de dos en dos desde mucho antes que Stephen se levantara. Eran cerdos más bien pequeños, de patas largas, lomo encorvado y pelo abundante y oscuro, y fueron muy bien recibidos por las niñas. Se parecían tanto a los que había en la isla Sweeting, su tierra natal, tanto por sus gruñidos como por su olor, que las dos lloraron mucho; les hablaron en la lengua de Melanesia que casi habían olvidado por completo; y se quedaron con ellos en el castillo hasta que ampliaron el recinto donde tenían a los otros cerdos para hacerles sitio, tratando de consolarlos todo el tiempo, pues estaban angustiados y asustados. Pero los cerdos que estaban abajo se encontraban en un estado mucho peor, y cuando oyeron y olieron a los otros animales de su especie que estaban arriba empezaron a armar un escándalo espantoso, que también les era familiar a Emily y Sarah. Ambas corrieron a ver a Jemmy Ducks y le dijeron que los animales se estaban muriendo de hambre, que gritaban porque querían comida. Jemmy Ducks, que estaba muy ocupado con las gallinas, logró alejarlas durante un rato diciéndoles que el carnicero era quien se ocupaba de los cerdos, pero le molestaron tanto que finalmente, en un momento de descanso, fue a ver a Weightman, uno de los pocos hombres desagradables que había a bordo, y le dijo que parecía que los cerdos que estaban abajo tenían hambre. Recibió el mal trato que esperaba. Weightman le preguntó que quién creía que era para decirle al carnicero de la fragata cómo tenía que cuidar los cerdos y que si él le decía cómo tenía que cuidar las malditas gallinas o las tortugas, que le importaban un comino. Añadió que ya
había
dado de comer a los cerdos que estaban abajo, que les ofreció todas las cosas que había en la fragata, desde pan a tabaco, pasando por un cubo con estupendos desperdicios de comida, y no tocaron nada, no señor, y que el diablo le llevara si volvía a ofrecerles algo otra vez. Luego agregó que debían matarlos mientras todavía les quedara carne y conservar la carne salada y que si a Jemmy Ducks no le gustaba, no podía hacer otra cosa que aguantarse.

Entretanto Stephen se había apartado poco a poco del pasamano a medida que le repetían: «Con su permiso, señor» o «Con su permiso, su señoría». Y luego se había desplazado más y más hacia atrás por el alcázar hasta llegar al coronamiento, donde, detrás de una enorme pila de redes con boniatos, encontró a la señora Oakes, que miraba absorta la costa. Su satisfacción la hacía parecer ahora más hermosa que en cualquier otra ocasión en que Stephen la había visto y tenía mejor aspecto a pesar de que aún le quedaban restos del moratón del ojo.

—¿No es maravillosa, doctor? —preguntó—. Siempre deseé viajar y llegar a lugares lejanos, pero nunca llegué a ningún sitio excepto a…

Hizo un gesto indicando Nueva Gales del Sur y al cabo de un rato continuó:

—Así es como esperaba que fueran otros continentes y las islas del Pacífico Sur. ¡Dios mío, qué luminosidad! ¡Cómo me gustaría poder conservar siempre esta imagen en mi mente! ¡Y cuánto deseo bajar a tierra! ¿Cree que el capitán le dará permiso a Oakes?

—Discúlpeme, señora —dijo Pullings—, pero tenemos que dejar libres las grúas.

Stephen y Clarissa estaban separados por un grupo de marineros que se esforzaban por soltar una guindaleza de ocho pulgadas de diámetro. Ella bajó la mitad de la escala de toldilla de modo que la cabeza le quedara a la altura de la cubierta, porque no quería dejar de ver nada de lo que se pudiera observar por entre las piernas de los marineros. Él se puso a observar el ascenso a la cofa del mesana, y entonces la corpulenta figura de Padeen pasó por entre los marineros y, con tanta emoción que le hizo olvidar el poco inglés que sabía, gritó en irlandés:

—¡Estimado caballero, ese maldito carnicero, ese ladrón hijo de Judas, está atormentando a los cerdos! ¡Que el diablo le lleve!

—¿Los cerdos? —preguntó Stephen.

Antes que Padeen terminara de hablar (incluso en irlandés tardó por su terrible tartamudeo), ya Stephen sabía que iba a referirse a los cerdos. La suave brisa formó un remolino y trajo consigo un olor que Stephen conocía tan bien como Padeen y las niñas y que era una parte tan importante de su niñez como de la de ellos, pues se había criado en un hogar tradicional de campesinos irlandeses, donde los cerdos entraban y salían como cristianos, estaban domesticados como los perros y, en general, eran más limpios y más inteligentes que ellos. Además, en una de las casas en que había vivido en Cataluña, él y su padrino habían criado un jabalí desde que era un lechoncillo con la piel rayada hasta que se convirtió en una enorme bestia de color oscuro y largos colmillos. Pesaba 130 libras y cuando salía de su cueva del bosque para saludarles, galopando a la velocidad de un caballito de balancín, asustaba a todos los caballos salvo a los más valientes. Aunque Stephen sabía que finalmente iba a comerse los cerdos, y con satisfacción, también le parecía que tenían algo de sagrados, por considerarlos individuos en vez de miembros de una manada. Padeen y él atravesaron el combés para ir a la proa, esquivando las cestas de tortugas que llegaban a bordo por un costado y evitando los oscilantes toneles o los innumerables sacos de boniatos que llegaban por el otro. En el saltillo del castillo, Sarah, la más valiente y vehemente de las dos niñas, fue corriendo a su encuentro.

—¡Oh, señor, escuche a los cerdos que están abajo! —le gritó a Stephen—. Hemos pedido con insistencia a Jemmy Ducks que le diga al carnicero que debe darles colocasia, pero no nos ha hecho caso.

Padeen empezó a hablar y señaló hacia abajo por la escotilla de proa, pero su tartamudeo no le permitió decir más que:

—Escu… escu… escu…

Sin embargo, su gesto y el enorme ruido fueron lo suficientemente significativos. Stephen subió al castillo, donde Martin observaba la pocilga de estribor.

—Buenos días —Martin saludó—. Tenemos un problema serio.

—Buenos días, colega —dijo Stephen—. Sí, tenemos un problema muy serio.

Junto a la pocilga, cuyas barras estaban reforzando algunos marineros, Weightman alegaba que había dado de comer a los malditos cerdos. Luego detalló lo que les había ofrecido, incluidos desperdicios de comida que enaltecerían la mesa de los oficiales, que constituirían un banquete digno del lord alcalde de Londres, y agregó que no habían tomado ni un bocado ni habían bebido una sola gota. Después, bajando la voz, agregó que el diablo le llevara si volvía a intentarlo otra vez o escuchar a un apicultor charlatán y que él era el carnicero de la fragata y no iba a enseñarle su oficio ningún…

Entonces se calló de repente.

—¿No pretenderás matar a los cerdos de hambre? —preguntó Joe Plaice—. Necesitan que les den de comer con regularidad, si no, enferman enseguida.

—Esto es lo que yo llamo un acto cruel y vergonzoso —dijo Slade.

—¿Por qué no das de comer a esos desgraciados que están abajo? —preguntó Davies.

Weightman contestó esas preguntas y otras y expuso su caso con tanta vehemencia que su voz llegó a parecerse a la de los cerdos que chillaban con más fuerza.

En ese momento todos los oficiales con poder ejecutivo estaban abajo o en tierra. Stephen dijo en voz baja:

—Este asunto debe resolverlo el capitán. Ya ha zarpado del puerto.

Regresaron a la popa por el pasamano, se sentaron junto a las bitas donde se amarraban las brazas y observaron cómo la falúa del capitán avanzaba por entre las numerosas canoas del puerto.

—Sarah y Emily me dijeron que un poco de colocasia sería suficiente y fueron corriendo hasta aquel montón para coger un poco y los cerdos que están en el castillo se abalanzaron sobre él —dijo Martin—. Se lo dije a Weightman, pero no me hizo caso. Es un tipo malhumorado y desagradable en sus mejores momentos, y ahora ha llegado a un nivel inconcebible. Se le podría calificar de testarudo.

—Quizá sí. ¡Cómo me gustaría estar en tierra!

—A mí también. En cuanto hayamos acabado nuestras rondas podremos pedir permiso con la conciencia tranquila. Ya tengo preparadas mis redes, mis cajas y toda la parafernalia. ¿Qué encontraremos? ¿La lechuza polinesia? ¡Ja, ja, ja! Pero antes de decir nada más debo darle dos noticias que no era apropiado comunicarle en el castillo. Una le alegrará y me temo que la otra le entristecerá. La primera es que entre los regalos que el jefe mandó esta mañana había dos rascones de especies desconocidas por el mundo civilizado, dos rascones
diferentes
, y una fúlica de plumaje morado.

—¿No era una polla de agua?

—No. Era mucho más grande y de color morado más oscuro. Como había tanta abundancia de aves, sin decírselo a nadie me apoderé de ellas porque son más apropiadas para ser objeto de estudio de naturalistas que para estar en la mesa de los oficiales.

—Me parece muy bien. ¡Qué regalo tenemos reservado! Pero habló usted de malas noticias.

—Sí, por desgracia. Anoche estaba examinando nuestras colecciones y reponiendo el alcanfor y la pimienta y cuando llegué a los loros puse las pieles en la taquilla y me fui a dormir. Esta mañana faltaban las plumas rojas de todos los loros y las de color escarlata de las colas de las cacatúas.

—Esos malditos sinvergüenzas libidinosos e hipócritas saben que pueden conseguir cualquier cosa en la isla con plumas rojas y sólo con una idea. ¡Todos los tripulantes se merecen condenación eterna!

Jack subió a bordo por el costado de babor, pues ese no era momento ni para la más mínima ceremonia, y enseguida Pullings y Adams le asaltaron con preguntas. Stephen, al comprender que no estaría libre hasta dentro de cierto tiempo, bajó para ver los rascones y la fúlica. Eran criaturas fascinantes por su forma externa, pero también parecían tener algunas peculiaridades osteológicas.

—Es nuestro deber desollarlas enseguida —dijo Stephen—. Después Padeen podrá separar la carne de los huesos metiéndolas en la caldera de la enfermería. Sin duda, el caldo reforzará la sopa de los enfermos y nosotros tendremos el esqueleto entero. Llévelas a su cabina porque allí lo haremos con más discreción. Yo llevaré los instrumentos.

Cuando Stephen estaba revolviendo ruidosamente sierras, fórceps y retractores, dijo:

—Señor Reade, puedo oírle perfectamente desde aquí. Si sigue tratando de levantarse le diré al capitán que le azote.

Y en ese momento apareció Oakes.

—¡Ah, está usted aquí, señor! —exclamó—. Me dijeron que podría encontrarle aquí. ¿Podría pedirle un favor, señor?

—Por favor, pídame lo que quiera, señor Oakes.

—Si baja a tierra, ¿le importaría llevar a mi esposa con usted? Está loca por pisar una isla del Pacífico Sur y yo no puedo irme de permiso porque la fragata tiene que zarpar dentro de muy poco y todavía hay mucho que hacer.

—Muy bien, señor Oakes —dijo Stephen con una sonrisa tan amable como pudo esbozar—. Con mucho gusto iré a buscar a la señora Oakes dentro de cuarenta minutos.

—¡Oh, gracias, señor! Ella se lo agradecerá mucho.

Stephen subió la escala tras él, pero más despacio.

—Señor Martin —dijo—, aquí hay escalpelos para dos. Si usted se ocupa del rascón que tiene más cerca, yo me encargaré de la fúlica. Acabo de acordar con el señor Oakes que llevaremos a su señora con nosotros. ¿Tiene alguna objeción que hacer?

La expresión de Martin cambió, y, después de una corta pausa, dijo:

—Lo siento mucho, pero olvidé decirle que tenía un compromiso con el doctor… con el cirujano del ballenero.

La falúa del capitán se deslizó por la arena de la playa coralina con un sonido sibilante. El primer remero bajó de un salto y colocó la plancha. Luego dos marineros, uno sonriente y otro serio, ayudaron a bajar a la playa a la señora Oakes, que les dio las gracias efusivamente. Stephen la siguió y ellos le alcanzaron su escopeta de caza, el frasco con la pólvora y el morral. Plaice, un viejo amigo, le rogó que tuviera cuidado con los leones, los tigres y los ladrones, e inmediatamente la falúa se hizo a la mar otra vez.

—¿Quiere ir al mercado? —preguntó Stephen.

—¡Oh, sí, por favor! —exclamó la señora Oakes—. Me encantan los mercados.

Caminaron de un lado a otro bajo la luz del sol. Eran objeto de la curiosidad de todos, que era mucho menos molesta de lo que esperaban. Como Stephen estaba acompañado de una mujer, la joven habladora que había conocido el día anterior se limitó a sonreírle lanzándole una mirada significativa, a saludarle discretamente con la mano y a decirle:


Ho aia-owa

Y los niños se abstenían de importunarle.

Wainwright y los marineros que hablaban esa lengua del Pacífico Sur les enseñaron las maravillas que Annamooka tenía que ofrecer, e incluso los que nunca habían sido o ya no eran fieles admiradores de Clarissa se alegraron de que ella viera que dominaban la lengua y que tenían muchos conocimientos.

Hicieron el recorrido al menos dos veces, deteniéndose en ocasiones para observar la exquisita construcción de las canoas que estaban sostenidas en alto para ser calafateadas, las redes, el material de las velas… Clarissa, deseosa de ver y entender como un niño, disfrutaba con todo. Pero cuando observaba a un hombre incrustar perlas en la pala de un remo, vio a Stephen con una expresión seria siguiendo con la vista un par de palomas, tal vez
Ptilopus
, y después de una prudente pausa, dijo:

—Bueno, vamos a ver plantas. Estoy segura de que en esta isla hay plantas muy curiosas.

—¿No le gustaría ver el pescado recién llegado en el otro extremo de la playa? —preguntó Stephen.

Aunque unas veces Clarissa podía ser insensible y torpe, otras ningún hombre podía ocultarle sus verdaderos deseos tras frases corteses, por muchas que usara, y en este caso no se requería gran agudeza.

—Vayamos por el camino ancho —propuso—. Parece que lleva al… bueno, no se le puede llamar pueblo, pero al menos es el lugar donde están la mayoría de las casas. Y creo que penetra en la… ¿se le podría llamar jungla?

—Me parece que no. Aunque el terreno está cubierto de maleza hasta el lejano juncal situado delante del bosque, tenga en cuenta que en la verdadera jungla no se puede encontrar ningún ser vivo en la estación de lluvia. Uno puede oír pájaros, ver desaparecer el extremo posterior de una serpiente y distinguir la enorme silueta de un búfalo, pero después del recorrido, si uno no se ha perdido, regresa sangrando a causa de las espinas del junco de Indias, devorado por las sanguijuelas y con las manos vacías, sin haber adquirido ningún conocimiento. Esto es mucho mejor.

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