En el interior del vestíbulo se mostró esquiva y nerviosa. Entendió que Arnau insistiera en acompañarla a su casa pese a su negativa inicial. En la puerta de su apartamento, él comprobó que el acceso estaba en perfectas condiciones y que no había nadie en el rellano. Amanda agradeció su delicadeza y profesionalidad antes de cerrar la puerta y perderse en la soledad de su piso.
Parapetada en el lado interior de la puerta, se dejó resbalar hasta el suelo y lloró ante las imágenes que no se le borraban de la mente. Del otro lado, oyó como Arnau Rabassedas subía un piso para «comprobar que no hubiera ninguna persona agazapada en las sombras» se dijo. Al instante pareció bajar a la calle. El descansillo de la planta se quedó solitario y en silencio.
Amanda se sintió más sola que nunca.
* * *
Cuatro horas más tarde, después de su vigesimocuarta ducha, Amanda descolgó el teléfono con más intención de acallar su estridencia que por ganas de comunicarse. La línea dejó un retorcido silencio en el auricular. Amanda colgó tras interrogar por tercera vez al vacío. La quinta llamada la sobrecogió. Se encontraba en la cocina, preparando un bocadillo de jamón. Era lo primero que trataba de comer después del incidente, pero se fue al cubo de la basura tras insultar al vacío telefónico. Colgó y descolgó antes de que volviera a sonar. Asustada y un tanto nerviosa, marcó un número que se había aprendido de memoria.
—Mossos d’Esquadra, ¿en qué puedo ayudarle? —contestó una voz al otro lado del cable telefónico.
Amanda sintió que se le aceleraba el corazón al pensar que el teléfono funcionaba bien. Por un momento había imaginado que, tal vez, el silencio de la máquina venía dado por alguna avería, pero ahora sus temores cobraban fundamento. El terminal no estaba averiado, y empezaba a imaginar que era su agresor quien llamaba para amedrentarla.
—Buenas tardes. Con el cabo Rabassedas de investigación, por favor.
—¿Quién le llama? —preguntó la voz, autoritaria.
—Amanda Tosca.
—Un momento.
La música pedante, de tonos estúpidos, que se suponía debía entretener al llamante en espera la acabó de poner de los nervios. El timbre de la puerta sonó en la soledad del piso, arrastrándose entre las paredes hasta ella. El sollozo escapó cuando le llegó de nuevo la voz a través del terminal.
—Investigación.
—Buenas tardes, necesito hablar con el cabo Rabassedas, por favor —pidió con voz temblorosa.
—No se encuentra en el despacho en este momento, ¿quiere dejarle algún recado?
—Sí, por favor, dígale que ha llamado Amanda Tosca y que estoy aterrorizada porque el teléfono no deja de sonar y nadie responde cuando descuelgo. —El timbre de la puerta volvió a sonar. Amanda cayó en un llanto ligero que le robaba la voz—. Además, llaman al timbre y no quiero abrir por si es él otra vez.
—Amanda, tranquilícese, seguro que no es nada. Un momento, no cuelgue.
—Códex 10 de Códex 1. —Amanda oyó al policía hablar de forma amortiguada con alguna otra persona, pero no entendió lo que decía. Esperó con el auricular sujeto por ambas manos y lloró en un silencio interrumpido de gemidos—. Amanda, ¿está usted ahí? —preguntó el mosso.
—Sí, aquí estoy.
—Bien, mire, he hablado por radio con el cabo Rabassedas. Enseguida va para allá. No abra la puerta hasta que él llegue. Llamará al timbre tres veces consecutivas.
—De acuerdo. Gracias.
El dolor de la garganta al ahogar el llanto se convirtió en un torrente de gritos ásperos cuando el timbre sonó de nuevo nada más colgar la comunicación. No podía ser la policía; aún no. Además, sólo había sonado un timbrazo y le habían dicho que Arnau llamaría tres veces. No pudo reprimir la necesidad de acercarse hasta el telefonillo de la puerta. Lo hizo sigilosamente, como alguien que teme despertar a un niño dormido.
Encendió todas las luces en su camino por el pequeño espacio que la separaba del recibidor. Escuchó con la oreja pegada a la madera. El silencio del otro lado fue roto por el chasquido del ascensor al ponerse en marcha. Observó por la mirilla con miedo de encontrar alguien al otro lado, pero una porción amorfa del rellano vacío le calmó el ánimo. Ya no lloraba, pero la congestión de su cara denotaba el sufrimiento de esa soledad.
Un nuevo chasquido del ascensor, esta vez mucho más fuerte, denunció que el artefacto se había detenido en su piso. La puerta se abrió, sujetada por una mano velluda, grande y fuerte. Se tapó la boca para ahogar un grito y notó que un chorro caliente le corría por las piernas al ver que el desconocido se tapaba la cabeza antes de acabar de cerrar la puerta del ascensor. Amanda se orinó encima, asaeteada en su sitio sin poder moverse. El mismo pasamontañas que había visto la noche anterior estaba ante su puerta. Lo vio sacar el mismo cuchillo de monte de la espalda, después tocó el timbre.
Amanda se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta de madera y una mano en la boca y otra en el estómago. Trató de no emitir sonido alguno. Sabía que aquel hombre lo conocía todo sobre ella. Algo rascó la puerta: la punta del cuchillo, con toda seguridad.
—Abre.
La voz era rugosa, muy grave y taponada; forzada para ser irreconocible. Amanda se deshacía en lágrimas de cristal cuando el timbre de la puerta volvió a sonar, por fin, tres veces consecutivas. El cuchillo dejó de rozar la madera. Se incorporó lentamente. Sus dedos tanteaban la puerta. Con manos temblorosas cogió el telefonillo que colgaba del cable y escuchó sin atinar a decir nada.
—¿Amanda? —Ella no pudo articular palabra, el llanto ahogado que hería su garganta había dado pasó a una forma de llorar más plácida—. Amanda, abre, soy Arnau Rabassedas.
Acertó a pulsar el botón y oyó como la puerta de la escalera se abría en tromba y alguien corría por el vestíbulo. Antes de que pudiera recordar que estaba mojada de orines el policía tocó el timbre de la puerta de su casa. Amanda miró de nuevo por la mirilla y reconoció la cara del agente. La figura del violador se recortó tras él sin que el mosso se diera cuenta de la presencia de éste.
El grito de Amanda no alertó al investigador, que ya cayó sin sentido del golpe recibido en la base del cráneo. Ella lo vio todo por la mirilla sin poder hacer nada. La figura tocó la mirilla con la punta del cuchillo. Se despedía de ella con una promesa silenciosa antes de escapar escaleras abajo. Por el telefonillo escuchó la carrera de aquel ser en el vestíbulo, y la puerta al cerrarse.
La radio del investigador crepitó en algún lugar del suelo cuando Amanda abrió y tocó al mosso. Con mano temblorosa le buscó el pulso y maldijo al comprender que esa práctica, tan sencilla en las películas, no resultaba tan asequible en la realidad. Le palpó la cabeza y le acarició la cara sin dejar de llorar al comprobar que había sangre en sus manos.
* * *
Arnau Rabassedas despertó en la semipenumbra de una habitación del hospital de Figueres. Su cuello estaba fijado con un collarín. Amanda dormitaba a su lado, sentada en una butaca negra por la que habían pasado otros acompañantes antes que ella. Todos aquellos cuerpos anónimos habían conseguido darle una enfermiza forma de cuna. Arnau no supo quién estaba a su lado hasta que ella se incorporó por encima de su campo de visión.
—Buenos días —le saludó ella con una sonrisa y una voz pintada de miel—. ¿Sorprendido?
—¿Qué ha pasado?
—Bueno, es largo de explicar. El médico ha dicho que no debes incorporarte —le informó ella al primer intento que él hizo de moverse—. Te lo explicarán todo tus compañeros, pero para que te hagas una idea te diré que ese hombre vino a mi casa, me aterrorizó y llamé a la comisaría. Tú llegaste cuando tenía intención de entrar en mi casa. Intenté avisarte de que lo tenías detrás, pero él fue muy rápido y silencioso. Te golpeó en la cabeza con la empuñadura del cuchillo de montaña y caíste sin sentido. Tienes una pequeña lesión vertebral. Los médicos dicen que no es grave, pero tienes que guardar cama unos días.
—Ya. Y tú, ¿qué haces aquí?
—Bueno, tenía mucho miedo y no quise separarme de la policía. Tu jefe me dejó a una agente para mi protección mientras me cambiaba de ropa. El sargento Montagut es un hombre exquisito.
—Sí, de una humanidad fuera de lo común en un trabajo como éste. Pero eso no responde a la pregunta.
—¿Siempre estás haciendo preguntas? —Él asintió sin mediar palabra—. Pregunté a tu jefe por tu estado y me dijo que estabas bien. Me interesé por ti y supe por Gloria, la agente que me custodiaba, que no tenías a nadie en el Empordà, así que vine aquí para hacerte compañía, era lo menos que podía hacer por alguien que ha estado a punto de morir por mi culpa.
Ambos se miraban a las pupilas cuando entró la enfermera acompañada del médico y las luces se encendieron.
—Buenos días. Parece que el policía está de vuelta. ¿Cómo se encuentra, joven?
La pregunta del médico carecía de ironía. Amanda abandonó la habitación, pero no pudo evitar escuchar al doctor preguntarle por su visión, su dolor y sus recuerdos. En el momento que cerraba la puerta tras de sí, oyó que Arnau la llamaba.
—¿Te vas?
—Sólo hasta la máquina de café —sonrió ella—. Pero ahora que ya has despertado, creo que debería irme.
—No te vayas, por favor.
El doctor la echó con un gesto de la mano y tranquilizó al agente. Diez minutos más tarde, Amanda volvió a la habitación del policía. Comprobó que habían levantado una parte de la cama y Arnau escuchaba, un tanto incorporado, las explicaciones del sargento Montagut y otro policía que había junto a ellos.
—¿Todavía está usted aquí? Debería irse a casa a descansar —le dijo el sargento al verla entrar.
—¿Qué quiere decir «todavía», Monti? —preguntó Arnau.
—¿No te lo ha contado el médico? Has estado durmiendo cuatro días.
—¿Cuatro días? —exclamó Arnau—. ¿Quieres decir que he estado en coma todo este tiempo?
—De eso yo no entiendo, pregúntale al doctor. Ella ha estado aquí todos estos días sin moverse de tu lado.
Arnau miró a Amanda y ésta restó importancia al hecho alegando que no tenía mejor cosa que hacer y que no podía sentirse más segura en todo Figueres que en aquella habitación, custodiada por un policía de uniforme en la puerta.
—Cuatro días —repitió Arnau—. ¿Lo habéis pillado ya?
—Sí, ingresó en el centro penitenciario ayer por la tarde, después de pasar a disposición judicial. Amanda tuvo que ir a realizar la rueda de reconocimiento judicial un rato antes. Al parecer, fueron los únicos minutos que te dejó aquí solo.
Ella sintió que la sangre le subía a las mejillas, se estrujó las manos y apartó la mirada de sorpresa de Arnau.
—Es algo que hubiera hecho cualquier otra persona en mi lugar. Tal vez le debo la vida, que es mucho más de lo poco que yo he podido hacer sentada en esa butaca. No te sientas incómodo, por favor, no ha sido nada.
—Bueno, nosotros nos vamos, que tenéis muchas cosas que explicaros. —El sargento Montagut se dio perfecta cuenta de que Flores y él sobraban en aquella habitación. Era capaz de ver saltar las chispas eléctricas que unían a aquellos dos chicos y le guiñó un ojo a Arnau mientras se despedía cordialmente de Amanda—. Cuídelo un poco más, si no le importa, creo que tiene otras heridas que requieren dedicación.
—¿Quieres que te traiga algo de la cafetería? —acertó a preguntar ella apenas hubo salido el sargento.
—No. Siéntate, por favor; explícamelo todo porque estoy muy perdido.
—¿Es que no te ha explicado tu jefe esos detalles?
—Sí, la identificación del degenerado ese está clarísima porque ya sabíamos quién era cuando estaba en tu puerta. De hecho, lo estábamos buscando para detenerlo cuando llamaste diciendo que lo tenías allí mismo. Las huellas dactilares que dejó en el cristal mientras…
—Por favor, no.
—Perdona, en fin, nuestros agentes del gabinete de policía científica descubrieron y trasplantaron huellas a sólo veinte centímetros del suelo, junto a las escaleras. Encontrar huellas en un espejo es fácil; un cristal es una superficie pulida y lisa, perfecta para abandonarlas de forma aparentemente invisible. No hubieran sido de importancia vital para el caso de no ser porque estaban tan cerca del suelo. Cualquiera puede apoyarse en un cristal, pero nadie lo hace a veinte centímetros del suelo. La cosa estaba clara, sólo nos quedaba por comprobar, en el fichero de la policía, a quién pertenecían. Al mismo tiempo, mis agentes intervinieron la cinta de vídeo del sistema de seguridad del banco que hay al volver la calle de tu domicilio. Al reconstruir el camino contigo, me fijé que el cajero de la Caixa Catalunya ofrecía una imagen perfecta de los transeúntes. Esto es algo que aprovechamos a diario en nuestro trabajo, aunque no siempre suele haber suerte. En este caso sí la hubo. En la cinta se veía perfectamente tu paso ante el cajero. Poco después, el tipo que te seguía aparecía en la imagen de una manera más que clara. Eso, sin nada más, no da nombres, pero las huellas sí. Las imágenes ayudaron a describir la intención del individuo y a resolver el hallazgo de sus huellas en el espejo del vestíbulo.
El silencio entre ambos volvió a hacerse sombra en la habitación. Finalmente, ella habló de nuevo.
—Nunca hubiera imaginado que Luis, un compañero de trabajo atento, simpático y solícito, fuera capaz de hacer una cosa así —comentó Amanda.
—Te creo. Debo confesar que al principio pensamos que había sido ese Ferran. Las huellas lo liberaron de la sospecha. Andábamos un poco perdidos a la espera del resultado de la identificación dactilar. El
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de la cámara de seguridad era nuestra gran baza: teníamos la imagen del presunto agresor, pero no sabíamos quién era. Con aquella fotografía, interrogamos al camarero del bar musical en el que tomasteis una copa. Así fue como nos enteramos de que vosotros, los empleados de tu empresa, sois clientes habituales y que aquella imagen correspondía al único chico que trabajaba en la agencia contigo. Cuando nos acercamos a tu despacho con intención de detener a Luis Rancaño ya teníamos comprobada su identidad en los ordenadores del Cuerpo Nacional de Policía. Las huellas dactilares correspondían a Rancaño, al cual le constaba una detención, muy antigua eso sí. Con tan sólo dieciséis años de edad violó a una amiga de su hermana, dos años menor que él, en el domicilio familiar de Madrid. Fue internado en un centro de menores del que salió dos años más tarde, aparentemente reeducado.