Codigo negro (Identidad desconocida) (48 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Y con el pulgar señaló la puerta abierta. Ellos se quedaron mirándolo. Uno de ellos empezó a decir algo.

—Trágatelo, Cooper —le dijo Marino—. Y dame la cámara. Tal vez recibiste órdenes de proteger la escena del crimen, pero nadie te dijo que trabajaras en ella. ¿No pudiste resistir ver a tu subjefa así? ¿Fue eso? ¿Cuántos otros imbéciles estuvieron aquí boquiabiertos?

—Aguarde un minuto… —protestó Jenkins.

Marino le arrancó la Nikon de las manos.

—Dame tu radiotransmisor —le ordenó Marino.

De mala gana, Jenkins lo desprendió de su cinturón de servicio y se lo entregó.

—Vete —le dijo Marino.

—Capitán, no puedo irme sin mi radio.

—Acabo de darte permiso.

Nadie se animó a recordarle a Marino que había sido suspendido. Jenkins y Cooper se fueron enseguida.

—Hijos de puta —dijo Marino.

Moví el cuerpo de Bray y lo puse de costado. El rigor mortis era completo, lo cual sugería que estaba muerta desde hacía por lo menos seis horas. Le bajé los pantalones y con un hisopo tomé una muestra del recto en busca de líquido seminal antes de insertar el termómetro.

—Necesito un detective y algunos técnicos de escena del crimen —decía Marino al transmisor.

—Unidad nueve, ¿cuál es la dirección?

—Ésta —fue la respuesta críptica de Marino.

—Diez-cuatro, unidad nueve —dijo la despachadora.

—Minny —me dijo Marino.

Yo esperé una explicación.

—Fue hace mucho. Es mi soplona de la sala de radio —dijo él.

Extraje el termómetro y lo sostuve en alto.

—Treinta y un grados —leí—. Por lo general el cuerpo se enfría a razón de medio grado por hora, durante las primeras ocho horas. Pero ella se enfriará un poco más rápido porque está parcialmente desvestida. ¿Qué temperatura habrá aquí adentro? ¿Alrededor de veintiún grados?

—No lo sé. Yo me estoy asando —contestó—. Lo que es seguro es que fue asesinada anoche. Hasta aquí sabemos.

—El contenido de su estómago podrá decirnos más —agregué—. ¿Tenemos alguna idea de cómo entró en la casa el asesino?

—Cuando terminemos aquí revisaré las puertas y las ventanas.

—Laceraciones largas y lineales —dije al tocar las heridas del cuerpo y buscar micropruebas que podrían no llegar a la morgue—. Como las de un desmontador de neumáticos. Además hay zonas con puntazos. Por todas partes.

—Podrían ser hechos por la punta del desmontador de neumáticos —dijo Marino y observó las heridas.

—Pero, ¿con qué se hizo esto? —pregunté.

En varias partes del colchón, la sangre había sido transferida por algún objeto que dejó un patrón listado parecido a un campo arado. Las franjas eran de aproximadamente unos cuatro centímetros de largo y estaban separadas por unos tres milímetros. La superficie total de la zona de cada transferencia era más o menos del tamaño de la palma de mi mano.

—Asegúrate de que se verifiquen los desagües en busca de sangre —dije, mientras desde el hall comenzaban a oírse voces.

—Espero que ésos sean los muchachos —dijo Marino, refiriéndose a Ham y Eggleston.

Se aparecieron con sus enormes valijas.

—¿Tienen idea de qué demonios está pasando? —les preguntó Marino.

Los dos técnicos de escenas del crimen se quedaron mirando.

—Virgen Santísima —dijo finalmente Ham.

—¿Alguien tiene idea de qué sucedió aquí? —preguntó Eggleston, la vista fija en lo que quedaba de Bray sobre la cama.

—Ustedes saben casi tanto como nosotros —contestó Marino—. ¿Por qué no los llamaron antes?

—Me sorprende que usted lo haya sabido —dijo Ham—. Nadie nos dijo nada hasta ahora.

—Yo tengo mis fuentes de información —aseguró Marino.

—¿Quién les pasó el dato a los medios? —pregunté.

—Supongo que también ellos tienen sus fuentes de información —contestó Eggleston.

Él y Ham comenzaron a abrir las valijas y a instalar las luces. El número de la unidad de Marino brotó a todo volumen de su radiotransmisor y nos sobresaltó a los dos.

—Mierda —murmuró él—. Nueve —dijo al transmisor.

Ham y Eggleston se calzaron lupas binoculares de color gris.

—Unidad nueve, diez-cinco tres-catorce —dijo una voz desde la radio.

—Tres-catorce, ¿dónde están? —preguntó Marino.

—Necesito que salga —contestó la voz.

—Eso es un diez-diez —dijo Marino, negándose.

Los técnicos comenzaron a tomar medidas en milímetros con lupas adicionales que se parecían bastante a las de los joyeros. Las lupas binoculares de cabeza tenían un aumento de tres y medio, y algunas salpicaduras de sangre eran demasiado pequeñas para ser examinadas con ese medio.

—Hay alguien aquí que necesita verlo. Ahora —continuó la voz en la radio.

—Caramba, hay salpicaduras por todas partes. —Eggleston se refería a la sangre salpicada durante el movimiento hacia atrás de un arma, que creaba rastros o líneas uniformes en todas las superficies sobre las que impactaban.

—No puedo hacerlo —dijo Marino hacia el transmisor.

Tres-catorce no respondió y, lamentablemente, yo sospeché de qué se trataba todo, y tuve razón. Minutos después, más pisadas sonaron en el hall y de pronto el jefe Rodney Harris se encontraba de pie junto a la puerta, con una expresión pétrea en la cara.

—Capitán Marino —dijo Harris.

—Sí, señor jefe. —Marino fijó la vista en un sector del piso cerca del cuarto de baño.

Ham y Eggleston, con sus trajes negros de fajina, guantes de látex y lupas binoculares de cabeza, sólo se sumaban al frío horror de la escena cuando trabajaban con ángulos, ejes y puntos de convergencia para reconstruir, por medio de la geometría, en qué lugar exacto se había propinado cada golpe.

—Jefe —dijeron los dos.

Harris se quedó mirando la cama y apretó los dientes. Era un hombre bajo y feo, con pelo rojizo bastante ralo y una batalla permanente con su peso. Tal vez todos esos infortunios lo habían endurecido. Yo no lo sabía. Pero Harris siempre había sido un tirano. Era agresivo y no disimulaba nada su aversión hacia las mujeres que se salían del lugar que les correspondía, que era la razón por la que nunca entendí por qué había tomado a Bray, a menos que fuera sencillamente porque pensaba que de esa manera él saldría beneficiado.

—Con el debido respeto, jefe —dijo Marino—, no se acerque ni un paso.

—Quiero saber una cosa, capitán. ¿Usted trajo a los medios? —preguntó Harris en un tono que habría asustado a todas las personas que conozco—. ¿Es también responsable de eso? ¿O directamente contradijo mis órdenes?

—Creo que más vale lo segundo, jefe. Yo no tuve nada que ver con los medios. Ya estaban aquí cuando llegamos la doc y yo.

Harris me miró como si acabara de darse cuenta de que yo estaba en la habitación. Ham y Eggleston se ocultaron detrás de su trabajo.

—¿Qué le pasó a ella? —me preguntó Harris, con voz un poco quebrada—. Dios Santo.

Cerró los ojos y sacudió la cabeza.

—Fue muerta a golpes con alguna clase de instrumento, tal vez una herramienta. No lo sabemos —dije.

—Quiero decir, ¿hay algo…? —comenzó a decir, y su fachada férrea rápidamente comenzó a desmoronarse—. Bueno… —Carraspeó y miró fijo el cuerpo de Bray—. ¿Por qué alguien haría esto? ¿Quién?

—Precisamente en eso trabajábamos, jefe —dijo Marino—. Por el momento no tenemos ninguna respuesta, pero a lo mejor usted puede contestarme algunas preguntas.

Los técnicos de la escena del crimen colocaban trabajosamente las cuerdas de agrimensor de color rosado fuerte sobre gotas de sangre esparcidas en el cielo raso blanco. Harris parecía descompuesto.

—¿Sabe algo de la vida personal de Bray? —preguntó Marino.

—No —contestó Harris—. En realidad, ignoraba que la tuviera.

—Anoche recibió una visita. Comieron pizza y quizá bebieron un poco. Al parecer, su invitado fumaba —explicó Marino.

—Yo nunca la oí decir que saliera con alguien —dijo Harris y apartó la vista de la cama—. No éramos precisamente amigos.

Ham interrumpió lo que estaba haciendo, y la cuerda que sostenía estaba conectada sólo al aire. Eggleston espió por su Optivisor unas gotas de sangre que había en el cielo raso. Desplazó sobre ellas una lupa de medición y anotó los milímetros.

—¿Y los vecinos? —preguntó entonces Harris—. ¿Nadie oyó nada ni vio nada?

—Lo siento, pero no tuvimos tiempo de rastrillar todavía el vecindario, sobre todo, porque nadie llamó a los detectives o a los técnicos hasta que yo lo hice finalmente —aclaró Marino.

De pronto, Harris se fue. Miré a Marino y él evitó mi mirada. Yo estaba segura de que acababa de perder lo que le quedaba de trabajo.

—¿Cómo van las cosas aquí? —le preguntó a Ham.

—Siempre me falta algo en qué colgar esto. —Ham sujetó con cinta adhesiva un extremo de una cuerda sobre una gota de sangre del tamaño y forma de una coma—. Muy bien, ¿dónde sujeto el otro extremo? ¿Qué tal si mueve esa lámpara de pie hacia aquí? Gracias. Póngala allí. Perfecto —dijo Ham y sujetó la cuerda al florón de la lámpara.

»Debería dar por terminadas las tareas del día, capitán, y venir a trabajar con nosotros.

—Lo detestaría —prometió Eggleston.

—Tienes toda la razón. No hay nada que odie más que perder el tiempo —dijo Marino.

La colocación de cuerdas no era una pérdida de tiempo pero sí una pesadilla tediosa a menos que a la persona le gustaran los transportadores y la trigonometría y tuviera una mente obsesiva. El problema era que cada gota de sangre tenía su propia trayectoria individual desde el lugar del impacto, o la herida, hasta una superficie-blanco como por ejemplo una pared y, según la velocidad, la distancia recorrida y los ángulos, las gotas podían adquirir muchas formas que contaban una historia truculenta.

Aunque en la actualidad, con las computadoras se podían obtener los mismos resultados, el trabajo en la escena del crimen requería el mismo tiempo, y todos los que habíamos testificado en un juzgado sabíamos que los jurados preferían ver una cuerda de color en un modelo tridimensional tangible que una serie de líneas en un gráfico.

Pero el hecho de calcular la posición exacta de una víctima cuando cada golpe había sido asestado resultaba superfluo a menos que los centímetros importaran y en este caso no era así. Yo no necesitaba medidas para decidir si se trataba de un homicidio o un suicidio o si el asesino había actuado movido por una estado de furia frenética.

—Necesitamos llevarla al centro —le dije a Marino—. Hagamos que venga una escuadra a llevarla.

—No puedo imaginar cómo hizo el tipo para entrar —comentó Ham—. Ella era policía. Cualquiera pensaría que no le abriría la puerta a un desconocido.

—Suponiendo que era un desconocido.

—Demonios, es el mismo maldito chiflado que mató a la chica del Quik Cary. Tiene que serlo.

—¿Doctora Scarpetta? —dijo la voz de Harris desde el hall.

Yo giré la cabeza, sorprendida. Creía que él se había ido.

—¿Dónde está el arma de Bray? ¿Alguien la encontró? —preguntó Marino.

—No hasta ahora.

—¿Puedo verla un minuto, por favor? —me preguntó Harris.

Marino le lanzó a Harris una mirada de furia y entró en el baño. Desde allí dijo, un poco demasiado fuerte:

—Ustedes saben cómo revisar los desagües y los caños, ¿no?

—Ya llegaremos a eso.

Me reuní con Harris en el hall y él me llevó lejos de la puerta, donde nadie podía oír lo que tenía que decirme. El jefe de policía de Richmond había sucumbido a la tragedia. La furia se había transformado en miedo, y sospeché que eso era lo que no quería que viera su tropa. Llevaba el saco sobre el brazo, el cuello de la camisa abierto y la corbata floja. Le costaba mucho respirar.

—¿Se siente bien? —pregunté.

—Es asma.

—¿Tiene su inhalador?

—Acabo de usarlo.

—Tranquilícese, jefe Harris —dije con mucha calma, porque el asma podía ponerse rápidamente muy peligroso y el estrés empeoraba aún más las cosas.

—Mire, ha habido rumores. De que ella estaba envuelta en ciertas actividades en Washington. Yo no lo sabía cuando la tomé. De dónde saca ella todo ese dinero —agregó, como si Diane Bray no estuviera muerta—. Y sé que Anderson la sigue como un cachorrito.

—Tal vez la seguía también cuando Bray no lo sabía —agregué.

—La tenemos en un auto patrullero —me informó, como si fuera una novedad para mí.

—Por lo general, no me toca a mí expresar opiniones sobre quién es culpable de homicidio —contesté—, pero no creo que Anderson haya cometido éste.

Él volvió a sacar su inhalador y respiró hondo dos veces.

—Jefe Harris, allá afuera tenemos un asesino sádico que mató a Kim Luong. El modus operandi es el mismo. Es algo demasiado único como para que el homicida sea otra persona. No se han dado a conocer suficientes detalles para que sea la obra de un copión, pues muchos son conocidos sólo por Marino y por mí.

Él se esforzó por respirar.

—¿Entiende lo que le estoy diciendo? —pregunté—. ¿Quiere que otras personas mueran de esta manera? Porque volverá a suceder. Y pronto. Este tipo está perdiendo el control a una velocidad supersónica. Tal vez porque dejó su refugio seguro de París y ahora es como un animal salvaje acosado, que no tiene adónde ir. Y está furioso, desesperado. Es posible que se sienta desafiado y por eso nos provoca —agregué mientras me preguntaba qué habría dicho Benton—. Quién puede saber lo que pasa dentro de una mente como ésa.

Harris carraspeó.

—¿Qué quiere que haga yo? —preguntó.

—Ofrecer una conferencia de prensa, y quiero decir ahora. Sabemos que ese individuo habla francés. Puede padecer un trastorno genético que trae como resultado una pilosidad excesiva. Es posible que tenga todo el cuerpo cubierto de pelo largo y claro. Tal vez se afeita la totalidad de la cara, cuello y cabeza: tiene una dentición deformada, con piezas dentales pequeñas, puntiagudas y muy espaciadas. Además, probablemente también tenga una cara extraña.

—Dios mío.

—Marino tiene que manejar esto —le dije, como si yo tuviera derecho de hacerlo.

—¿Qué me acaba de decir? ¿Que debemos informarle al público que buscamos a un hombre con pelo en todo el cuerpo y dientes afilados? ¿Quiere desatar en esta ciudad un pánico nunca visto? —Harris no lograba recuperar el aliento.

—Tranquilícese. Por favor.

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