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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

Codigo negro (Identidad desconocida)

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Scarpetta, pasa por uno de los peores momentos de su vida tras la muerte de su amante, Benton Wesley. Además, desde hace algún tiempo Kay es víctima del juego sucio de un desconocido que pretende arruinar su carrera. A pesar de todo, Kay no está dispuesta a que nada ni nadie se interponga en la resolución del complejo caso que investiga.

El examen de los restos de un hombre hallados en un barco procedente de Bélgica revela cicatrices profundas y en su ropa aparecen unos pelos extraños, semejantes a los de un animal. Unas coincidencias con otros casos en Francia, obligarán a Scarpetta a seguir con su investigación en ese país. En el cuartel general de la Interpol en Lyon, recibirá órdenes de recoger una información secreta en el depósito de cadáveres de París y volver con ella a Virginia.

Patricia Cornwell

Código negro

Identidad desconocida

ePUB v1.0

NitoStrad
01.01.12

Título original:
Black notice

Autor: Patricia Cornwell

Primera edición: octubre de 2000

Traducción: Nora Watson

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

para NINA SALTER

Agua y palabras

Y el tercer ángel derramó

su copa sobre los ríos y sobre

los manantiales; y éstos

se convirtieron en sangre.

(Apocalipsis 16:4)

6 de diciembre de 1996

Epworth Heights

Luddington, Michigan

Mi queridísima Kay:

Estoy sentado en el porche contemplando el lago Michigan, y un viento fuerte me indica que tengo que cortarme el pelo. Recuerdo la última vez que estuvimos aquí juntos y, por un momento precioso en la historia de nuestra vida, olvidamos quiénes y qué éramos. Kay, necesito que me escuches.

Si lees esto es porque estoy muerto. Cuando decidí escribirte esta carta, le pedí al senador Lord que te la entregara personalmente a principios de diciembre, un año después de mí muerte. Sé lo difícil que siempre te resulta la época de Navidad y también sé que ahora te debe de resultar intolerable. Mi vida comenzó cuando empecé a amarte, y ahora que ha llegado a su fin, ese regalo tuyo que me hiciste tiene que seguir vigente.

Estoy seguro de que no has hecho nada de lo que debías, Kay. De que has corrido como loca de una escena del crimen a otra y practicado más autopsias que nunca. De que te has pasado el tiempo en los juzgados, en el instituto, con conferencias, preocupándote por Lucy, irritándote con Marino, evitando a tus vecinos y sintiendo miedo por las noches. Estoy convencido de que no te has tomado vacaciones ni te has permitido enfermarte ni un solo día, por mucho que lo necesitaras.

Es tiempo de que dejes de escapar de tu pena y de que me permitas consolarte. Mentalmente toma mi mano y recuerda todas las veces que hablamos de la muerte y dijimos que jamás aceptaríamos que ninguna enfermedad, accidente o acto de violencia tuviera el poder de una aniquilación absoluta porque nuestros cuerpos eran sólo algo así como trajes que usamos. Y que somos mucho más que eso.

Kay, quiero que, al leer esta carta, sepas que de alguna manera estoy pendiente de ti, que te cuido y que todo saldrá bien. Te pido que hagas una cosa por mí para celebrar la vida que tuvimos y que sé que no terminará jamás. Llama a Marino y a Lucy. Invítalos a cenar esta noche. Prepara uno de tus famosos platos para ellos y guárdame un lugar.

Mi amor eterno,

Benton

1

La mañana resplandecía con su cielo azul y los colores del otoño, pero nada de eso era para mí. Ahora, la luz del sol y la belleza eran para otras personas, y mi vida era desolada y silenciosa. Miré por la ventana a un vecino que rastrillaba las hojas caídas y me sentí indefensa, quebrada y ausente.

Las palabras de Benton trajeron a mi mente todas las imágenes espantosas que yo había reprimido. Vi rayos de luz que brotaban de huesos calcinados en medio de basura saturada de agua. Volví a sentir un sacudón terrible cuando una serie de formas confusas se transformaron en una cabeza calcinada, sin facciones pero con matas de pelo plateado tiznado.

Estaba sentada frente a la mesa de la cocina y bebía un té caliente que me había preparado el senador Frank Lord. Me sentía exhausta y mareada por los accesos de náuseas que me habían hecho correr dos veces al cuarto de baño. Estaba humillada, porque lo que más temí siempre fue perder el control, y eso era precisamente lo que acababa de sucederme.

—Tengo que volver a rastrillar esas hojas —le dije, absurdamente, a mi viejo amigo—. Ya es seis de diciembre y parece octubre. Mira hacia allá, Frank. Las bellotas están grandes, ¿te diste cuenta? Se supone que significa que tendremos un invierno muy frío, pero el invierno no parece querer empezar siquiera. No recuerdo si ustedes tienen bellotas en Washington.

—Sí, las tenemos —respondió él—. Siempre y cuando encuentres allí uno o dos árboles.

—¿Son grandes? Me refiero a las bellotas.

—Te aseguro que me fijaré, Kay.

Me cubrí la cara con las manos y comencé a sollozar. Él se puso de pie y se acercó a mi silla. El senador Lord y yo habíamos pasado nuestra infancia en Miami y asistido a la escuela en la misma arquidiócesis, aunque yo fui a la escuela secundaria St. Brendan sólo un año y mucho después de que él hubiera estudiado allí. Sin embargo, que hubiéramos compartido ese hecho de alguna manera era una señal de lo que pasaría después.

Cuando él era fiscal de distrito, yo trabajaba para la Oficina de Médicos Forenses del Condado de Dade y con frecuencia prestaba testimonio en sus causas judiciales. Cuando lo eligieron senador de los Estados Unidos y después lo nombraron presidente de la Comisión del Poder Judicial, yo era la jefa de médicos forenses de Virginia y él comenzó a solicitar mi ayuda en su campaña contra el crimen.

Quedé muy sorprendida cuando, ayer, me llamó para decirme que vendría a verme y que tenía algo importante que darme. Casi no dormí en toda la noche. Y me preocupó cuando, al entrar en mi cocina, sacó un sobre blanco del bolsillo del saco.

Ahora, sentada junto a él, me pareció perfectamente lógico que Benton le hubiera confiado esa tarea. Él sabía que el senador Lord sentía un gran afecto por mí y que jamás me decepcionaría. Qué típico de Benton tener un plan que se ejecutaría a la perfección, aunque él no estuviera allí para comprobarlo. Qué típico de él predecir mi conducta después de su muerte, y que cada vaticinio suyo se ajustara a la realidad.

—Kay —dijo el senador Lord, de pie junto a mi silla mientras yo lloraba—, sé lo penoso que es esto para ti y te juro que desearía poder hacer algo para que ese dolor desaparezca. Creo que una de las cosas más difíciles de mi vida fue prometerle a Benton que haría esto. Habría querido que este día no llegara nunca, pero llegó, y aquí me tienes.

Calló un momento. Luego agregó:

—Nadie me pidió jamás que hiciera algo así, y mira que son muchas las cosas que suelen pedirme.

—Benton no era como las demás personas —fue mi respuesta, mientras me repetía que debía serenarme—. Y tú lo sabes, Frank. Gracias a Dios que lo sabes.

El senador Lord era un hombre sorprendente que se aburría con la dignidad de su cargo. Tenía pelo entrecano y grueso y ojos azules de mirada intensa, era alto y delgado y, por supuesto, vestía un conservador traje oscuro en el que se destacaba una corbata llamativa, gemelos en los puños, reloj de bolsillo y alfiler de corbata. Me puse de pie y respiré hondo. Tomé varios pañuelos de papel de una caja y me los pasé por la cara y la nariz.

—Fuiste muy bondadoso en venir— le dije.

—¿Qué otra cosa puedo hacer por ti? —me respondió con una sonrisa triste.

—Ya lo hiciste todo al estar aquí conmigo. No quiero ni pensar cuánto te costó. Con la cantidad de compromisos que tienes.

—Debo reconocer que tomé un avión desde La Florida y, a propósito, hablé con Lucy: le está yendo muy bien allá —dijo él.

Lucy mi sobrina, era agente del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, o ATF. Recientemente la habían asignado a la oficina de Miami y hacía meses que no la veía.

—¿Ella sabe lo de la carta? —le pregunté al senador Lord.

—No —respondió él mientras observaba por la ventana ese día perfecto—. Creo que te toca a ti decírselo. Y podría agregar que Lucy siente que la descuidaste un poco.

—¿Por mí? —pregunté, sorprendida—. Ella es la que siempre pone distancia. Al menos yo no soy agente encubierta ni ando a la caza de traficantes de armas y otras personas de esa calaña. Lucy ni siquiera me llama, a menos que esté en las oficinas centrales o en un teléfono público.

—Tampoco es muy fácil localizarte. Desde la muerte de Benton siempre andas de aquí para allá. Eres algo así como un desaparecido en acción y me parece que ni siquiera te das cuenta —agregó—. Lo sé por experiencia. También a mí me ha costado encontrarte, ¿no es así?

De nuevo los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Y cuando te encuentro, ¿qué me dices? «Todo está bien. Sólo ando muy ocupada». Para no mencionar que ni siquiera fuiste a visitarme una sola vez. En las viejas épocas, cada tanto me traías una de tus sopas especiales. No estás cuidando a las personas que te quieren. Y tampoco te cuidas.

Disimuladamente él había mirado varias veces el reloj. Me puse de pie.

—¿Te vuelves a La Florida? —le pregunté con voz un poco temblorosa.

—Me temo que no. A Washington —respondió—. Estoy invitado de nuevo a
Face the Nation.
Más de lo mismo. Todo esto me tiene harto, Kay.

—Ojalá yo pudiera hacer algo para ayudarte —le dije.

—Es un lugar muy malsano, Kay. Si ciertas personas supieran que estoy aquí, en tu casa, a solas contigo, harían correr un rumor escandaloso sobre mí. De eso estoy seguro.

—Entonces, ojalá no hubieras venido.

—Nada me lo habría impedido. Y no debería estar despotricando contra Washington. Ya tienes bastante con lo tuyo.

—Te juro que desearía tener tu fortaleza —dije.

—Creo que no te serviría de nada.

Lo acompañé a atravesar esa casa impecable que yo misma había diseñado, junto a los costosos muebles, obras de arte e instrumental médico antiguo que coleccionaba, sobre pisos de madera dura cubiertos con alfombras de colores vivos. Todo se adecuaba a la perfección a mi gusto, pero ya no era lo mismo que cuando Benton estaba allí. Ahora le prestaba tan poca atención a la casa como a mi persona. Se había convertido en un custodio sin alma de mi vida, y eso se notaba.

El senador Lord vio que mi maletín estaba abierto sobre el diván del living y que había carpetas, correspondencia y memos diseminados sobre la mesa ratona de vidrio, y bloques de papel en el piso. Los almohadones estaban torcidos y el cenicero estaba lleno, porque había comenzado a fumar de nuevo. Pero no me sermoneó.

—Kay ¿entiendes que después de esto mi contacto contigo debe ser limitado? —preguntó el senador Lord—. Precisamente por lo que acabo de insinuarte.

—Dios, mira esto —dije, con fastidio—. Parece que no puedo ponerme al día.

—Ha habido rumores —prosiguió él con cautela—. No entraré en detalles. Y también amenazas veladas. —Noté furia en su voz—. Sólo porque somos amigos.

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