Codigo negro (Identidad desconocida) (6 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Anderson rodeó un costado del galpón y caminó deprisa hacia el coche. También Shaw caminaba muy apurado hacia el mismo lugar y los estibadores observaban cuando una atractiva mujer de uniforme y galones descendió de la parte de atrás del auto y paseó la vista por el lugar. Alguien silbó. Y lo mismo hizo otra persona. Entonces, por el ruido, la sensación era la de que en el puerto había infinidad de árbitros que protestaban por una serie inimaginable de infracciones.

—Déjame adivinar —le dije a Marino—. Es Bray.

5

El aire estaba cargado con la estática de moscas voraces, y su volumen era más intenso por el clima caluroso y el tiempo transcurrido. Los hombres del servicio de traslado de cadáveres habían llevado la camilla al interior del galpón y me estaban esperando.

—¡Caramba! —dijo uno de los asistentes mientras sacudía la cabeza
y
en su cara aparecía una expresión desagradable—. Dios, Dios mío.

—Ya lo sé, ya lo sé —dije al ponerme nuevos guantes y fundas para calzado—. Yo entraré primero. Esto no llevará mucho tiempo. Lo prometo.

—Si usted quiere entrar primero, yo no tengo inconveniente.

Volví a entrar en el contenedor y ellos me siguieron. Daban pasos con mucho cuidado, la camilla sujeta con fuerza a sus cinturas como si fuera una litera. La respiración de ambos era dificultosa detrás de los barbijos quirúrgicos. Ambos eran personas de edad y con sobrepeso por lo que no deberían estar todavía levantando cuerpos pesados.

—Tómenlo por la parte de abajo de las piernas y de los pies —les indiqué—. Y con mucho cuidado, porque se le saldrá la piel. Lo mejor será que tratemos de sostenerlo por la ropa.

Apoyaron la camilla en el suelo y se inclinaron hacia los pies del muerto.

—Dios mío —volvió a farfullar uno de los hombres.

Yo trabé los brazos debajo de las axilas del cadáver. Ellos lo sujetaron por los tobillos.

—Muy bien. Ahora levantémoslo a la cuenta de tres —dije—. Uno, dos. tres.

Los hombres se esforzaron por mantener el equilibrio. Jadearon y comenzaron a retroceder. Pero el cuerpo estaba laxo porque el rigor mortis había aparecido y desaparecido, así que lo pusimos sobre la camilla y lo envolvimos con una sábana. Yo corrí el deslizador de la bolsa para cadáveres y los asistentes se llevaron a su cliente. Lo trasladarían a la morgue, donde yo haría todo lo posible por conseguir que me hablara.

—¡Maldición! —le oí decir a uno de los hombres—. A mí no me pagan lo suficiente para tener que hacer esto.

—Dímelo a mí.

Salí del galpón detrás de ellos, hacia una luz refulgente y un aire limpio. Marino, todavía con su camiseta sucia, hablaba con Anderson y Bray en el muelle. Por sus gestos me di cuenta de que la presencia de Bray lo había obligado a moderarse un poco. Ella me miró cuando yo me acercaba. Como no se presentó, yo lo hice, pero sin tenderle la mano.

—Soy la doctora Scarpetta —le dije.

Ella respondió a mi saludo con una mirada distraída, como si no tuviera la menor idea de quién era yo ni qué hacía allí.

—Creo que sería una buena idea que habláramos —añadí.

—¿Quién me dijo que era? —preguntó Bray.

—¡Por el amor de Dios! —saltó Marino—. Ella sabe perfectamente bien quién eres.

—Capitán. —El tono de Bray tuvo el efecto de un latigazo.

Marino se calló, y también Anderson.

—Soy la jefa de médicos forenses —le expliqué a Bray, algo que ella ya sabía—. Kay Scarpetta.

Marino puso los ojos en blanco. La expresión de Anderson fue una mezcla de resentimiento y de celos cuando Bray me hizo señas de que me apartara un poco del grupo. Fuimos hasta el borde del muelle, donde el
Sirius
se alzaba sobre nosotros y casi no se movía en esa corriente encrespada de color azul barroso.

—Lamento no haber reconocido su nombre al principio —se disculpó.

No dije nada.

—Fue muy poco amable de mi parte —prosiguió.

Yo permanecí en silencio.

—Debería haberme reunido con usted antes, pero mis ocupaciones me lo impidieron. De modo que aquí estamos. Y es bueno que así sea. Podría decirse que es perfecto —sonrió— que nos hayamos conocido de esta manera.

Diane Bray era una belleza arrogante de pelo negro y facciones perfectas. Su silueta era deslumbrante. Los estibadores no podían quitarle los ojos de encima.

—Verá —continuó con el mismo tono helado—, tengo aquí este pequeño problema. Yo superviso al capitán Marino, a pesar de lo cual él parece pensar que trabaja para usted.

—Tonterías —dije por fin.

Ella suspiró.

—Jefa Bray, usted acaba de robarle a la ciudad al detective de homicidios más experimentado y decente que he conocido jamás —agregué—. Y se lo digo por experiencia.

—Me lo imagino.

—¿Exactamente qué es lo que trata de lograr? —pregunté.

—Opino que llegó el momento de que haya sangre nueva, detectives que no tengan inconveniente en utilizar computadoras y correo electrónico. ¿Está enterada de que Marino ni siquiera sabe usar un procesador de textos? ¿Que sigue escribiendo a máquina con dos dedos?

No podía creer que ella me estuviera diciendo eso.

—Para no mencionar el problema que significa el hecho de que es imposible enseñarle nada, es insubordinado y su conducta es una vergüenza para del departamento —agregó.

Anderson se había mandado a mudar y dejado a Marino solo, recostado contra el auto, fumando. Sus brazos y hombros eran gruesos y peludos, y sus pantalones, con el cinturón debajo del abdomen, estaban a punto de caerse. Yo sabía que se sentía humillado porque ni siquiera miraba hacia nosotros.

—¿Por qué no hay aquí técnicos de la escena del crimen? —le pregunté.

Un estibador codeó a su compañero, se puso las manos en forma de copa sobre el pecho y las movió como si fueran los grandes pechos de Bray.

—¿Por qué está usted aquí? —le pregunté después.

—Porque me avisaron que Marino estaba aquí —respondió ella—. Estaba advertido. Quise comprobar por mí misma que había desobedecido mis órdenes de manera flagrante.

—Él está aquí porque alguien debía estar.

—Está aquí por una decisión personal. —Me miró fijo—. Y porque usted se encuentra aquí. Ésa es la verdadera razón, ¿no es verdad, doctora Scarpetta? Marino es su detective personal. Lo ha sido durante años.

Sus ojos perforaron lugares que yo ni siquiera podía ver, y ella pareció abrirse camino a través de partes sagradas de mi persona y percibir el significado de muchas de las paredes que he levantado. Centró la vista en mi cara y mi cuerpo, y no supe si lo hacía para compararme con ella o para evaluar qué podía envidiarme.

—Deje tranquilo a Marino —le aconsejé—. Lo que usted quiere es quebrarlo. De eso se trata. Porque no puede controlarlo.

—Nadie pudo nunca controlarlo —respondió—. Por eso me lo pasaron a mí.

—¿Se lo «pasaron»?

—La detective Anderson es sangre nueva. Justo lo que este departamento necesita.

—La detective Anderson es incompetente, carece de talento y es una cobarde —sentencié.

—Estoy segura de que, con toda su experiencia, es capaz de tolerar a una persona nueva y guiarla un poco, ¿no es así, Kay?

—No hay ninguna cura para los que no tienen interés en mejorar.

—Sospecho que ha estado escuchando a Marino. Según él, nadie tiene talento ni habilidad ni le importa hacer lo que él hace.

Yo ya había tenido suficiente de esa mujer. Me moví un poco para aprovechar el cambio de dirección del viento. Y me acerqué a ella porque pensaba refregarle en la nariz una pequeña dosis de realidad.

—No vuelva hacerme esto, jefa Bray —le advertí—. No se le ocurra llamarme a mí o a cualquiera de mi oficina a una escena del crimen para enchufarnos a una persona inútil que ni siquiera se toma el trabajo de recoger pruebas. Y no me llame Kay.

Ella se apartó de mí, pero no antes de que yo notara su mueca de dolor.

—Almorzaremos juntas uno de estos días —dijo a modo de despedida y llamó a su chofer.

—¿Simmons? ¿A qué hora es mi próximo compromiso? —preguntó, mientras miraba hacia el barco y disfrutaba del hecho de atraer la atención de todos.

Tenía una manera seductora de masajearse la zona lumbar, de meter las manos en los bolsillos traseros de los pantalones de su uniforme, los hombros bien echados hacia atrás, o de alisarse la corbata sobre el pecho.

Simmons era un hombre apuesto y tenía un buen cuerpo, y cuando extrajo una hoja de papel doblada, se sacudió cuando él la miró. Bray se le acercó más y él carraspeó.

—A las dos y cuarto, jefa —dijo.

—Déjame ver. —Se le acercó más, hasta rozarle el brazo, y se tomó su tiempo para mirar el itinerario. —¡Dios! —se quejó—. ¡No me digas que tengo que ir de nuevo a esa estúpida junta escolar!

El agente Simmons cambió de posición y una gota de sudor se le deslizó por la sien. Parecía aterrado.

—Llámalos y cancela ese compromiso —le dijo Bray.

—Sí, jefa.

—Bueno, no sé. Tal vez debería cambiar de hora ese compromiso.

Tomó la hoja con el itinerario y volvió a frotar su cuerpo contra el de él como una gata lánguida, y me sorprendió la expresión de furia que apareció por un segundo en el rostro de Anderson. Marino se me puso a la par cuando eché a andar hacia mi auto.

—¿Ves cómo se pavonea por todas partes? —me preguntó él.

—Sí, claro que me di cuenta.

—No creas que no provoca comentarios. Te aseguro que esa perra es veneno.

—¿Cuál es su historia?

Marino se encogió de hombros.

—Nunca se casó; no encontró a nadie que la mereciera. Supuestamente sale con tipos importantes y casados. Le fascina el poder. Se rumorea que quiere ser la próxima Secretaria de Seguridad Pública, para que cada policía del Estado tenga que besarle el trasero.

—Eso no sucederá nunca.

—No estés tan segura. He oído decir que tiene amigos en los altos cargos, contactos en Virginia. Es una de las razones por las que estamos clavados con ella. Tiene un plan, de eso no cabe duda. Las víboras como ella siempre tienen un plan.

Abrí el baúl del auto, agotada y deprimida al sentir que la situación traumática de más temprano volvía con tanta intensidad que fue como si me aplastara contra el vehículo.

—No irás a hacerle la autopsia esta misma noche, ¿no? —preguntó Marino.

—Por supuesto que no —respondí—. No sería justo para él.

Marino me miró con extrañeza. Sentí que me observaba con atención cuando me sacaba el overol y las fundas del calzado y los ponía en una bolsa reforzada.

—Marino, por favor, dame uno de tus cigarrillos.

—No puedo creer que estés fumando de nuevo.

—En ese galpón hay como cincuenta millones de toneladas de tabaco. El olor hizo que me dieran ganas.

—Eso no fue lo que yo olí.

—Cuéntame qué está pasando —le pedí cuando sacó el encendedor.

—Ya viste lo que pasa. Estoy seguro de que ella te lo explicó.

—Sí, lo hizo. Y confieso que no entiendo nada. Bray tiene a su cargo la división uniformada, no las investigaciones. Dice que nadie te puede controlar, así que decidió ocuparse ella misma del problema. ¿Por qué? Cuando llegó aquí, ni siquiera estabas en su división. ¿Por qué habrías de importarle?

—A lo mejor le resulto atractivo.

—Debe de ser eso —dije.

Él exhaló humo como si tratara de apagar las velas de una torta de cumpleaños, bajó la vista y se miró la camiseta como si hubiera olvidado su existencia. Sus manos grandotas y gruesas seguían cubiertas del talco de los guantes quirúrgicos. Al principio, su aspecto era el de un hombre solitario y derrotado, pero después se volvió cínico e indiferente.

—Sabes —dijo— que podría retirarme si lo quisiera, y recibir unos cuarenta mil dólares al año de jubilación.

—Ven a cenar a casa, Marino.

—A lo cual se sumaría que podría conseguir un puesto como asesor de seguridad o algo por el estilo y podría vivir bastante bien. No tendría que estar paleando bosta un día tras otro y dejar que esos pequeños gusanos brotaran de todas partes pensando que lo saben todo.

—Me pidieron que te invitara.

—¿Quién te lo pidió? —preguntó con desconfianza.

—Ya lo averiguarás cuando llegues a casa.

—¿Qué demonios significa eso? —preguntó, con el entrecejo fruncido.

—Por el amor de Dios, ve a ducharte y a ponerte algo decente encima. Después ven a casa. Te espero a eso de las seis y media.

—Bueno, por si no lo notaste, Doc, estoy trabajando. Esta semana me toca el turno de las tres hasta las once. La otra semana, no la siguiente, me toca el de las once a las siete. Soy el nuevo jefe de vigilancia de toda la maldita ciudad, y las únicas horas en que allí hace falta un jefe de vigilancia es cuando todos los otros jefes no están de servicio, que es el turno de la noche, el de la medianoche y el de los fines de semana, o sea que la única cena que podré tener durante el resto de mi vida será en el auto.

—Tienes un radiotransmisor —le dije—. Yo vivo en la ciudad, en tu jurisdicción. Ven a casa y, si te llaman, entonces vete.

Entré en el auto y encendí el motor.

—Bueno, no sé —dijo él.

—Me pidieron que… —empecé a decir, pero de nuevo sentí la amenaza de las lágrimas—. Estaba por llamarte cuando te comunicaste conmigo.

—Esto no tiene ningún sentido. ¿Quién te lo pidió? ¿Qué sucede? ¿Lucy está en la ciudad?

Parecía complacerlo la idea de que ella hubiera pensado en él, si ése era el motivo de mi invitación.

—Ojalá estuviera aquí. ¿Te veré a las seis y media?

Él vaciló una vez más.

—Marino, de veras necesito que vengas —repetí y carraspeé—. Es muy importante para mí. Es algo personal y muy importante.

Me costó mucho decírselo. Creo que nunca le había dicho que lo necesitaba por un asunto personal. No recordaba cuál había sido la última vez que había pronunciado esas palabras a cualquier otra persona que no fuera Benton.

—Lo digo en serio —añadí.

Marino aplastó el cigarrillo con el pie hasta que lo único que quedó fue una mancha de tabaco y de papel pulverizado. Encendió otro y miró en todas direcciones.

—¿Sabes, Doc? Tengo que dejar de fumar. Y de beber. He estado haciendo las dos cosas como loco. Depende de lo que pienses preparar para la cena —dijo.

6

Marino fue a ducharse y yo sentí un gran alivio, como si por un momento un terrible espasmo hubiera entrado en remisión. Cuando entré en el sendero de casa, saqué del baúl la bolsa con la ropa de la escena del crimen e inicié el ritual de desinfección que había realizado durante la mayor parte de mi vida de trabajo.

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