Codigo negro (Identidad desconocida) (7 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Una vez dentro del garaje, abrí esas bolsas de residuos y las dejé caer, junto con las zapatillas, en un piletón lleno de agua hirviendo, detergente y lavandina. Arrojé el overol en el lavarropas, revolví las zapatillas y las bolsas con una cuchara larga de madera y enjuagué todo. Metí esas bolsas desinfectadas dentro de dos bolsas limpias que metí en otro recipiente especial y puse a secar mis zapatillas empapadas en un estante.

Todo lo que llevaba puesto, desde los jeans hasta la ropa interior, terminaron también dentro del lavarropas. Más detergente y lavandina y atravesé desnuda y deprisa mi casa hasta estar debajo de la ducha, donde me cepillé con fuerza con Phisoderm, sin dejar de lado ni un centímetro, incluyendo el interior de mis orejas y mi nariz y debajo de las uñas de manos y pies, y allí mismo me cepillé también los dientes.

Me senté en un banquito y dejé que el agua me corriera sobre la nuca y la cabeza y recordé los dedos de Benton que me masajeaban los tendones y los músculos. Siempre decía que me los estaba «desenredando». Extrañarlo era como un dolor fantasma. Lo que recordaba lo sentía como algo vivo y actual, y me preguntaba cuánto tiempo me llevaría vivir en el presente en lugar de hacerlo en el pasado. Sentí mucha tristeza. No quería soltar el dolor de la pérdida, porque hacerlo era aceptarla. Era algo que les decía siempre a los amigos y a las familias que habían perdido a un ser querido.

Me puse pantalones color caqui, mocasines y camisa a rayas azules y puse un CD de Mozart en el equipo de música. Regué las plantas y les quité las hojas secas. Lustré y ordené lo que hacía falta y saqué de mi vista todo lo que me recordara mi trabajo. Llamé a mi madre en Miami porque sabía que los lunes era noche de bingo, ella no estaría en casa y podría dejarle un mensaje en el contestador. No puse el informativo de televisión porque no quería que me recordara lo que tanto me había costado borrar de la cabeza.

Me serví un whisky doble, entré en mi estudio y encendí la luz. Paseé la vista por estantes repletos de libros científicos y de medicina, textos de astronomía, la Enciclopedia Británica y toda clase de manuales de jardinería, de flora y fauna, insectos, rocas y minerales, y hasta herramientas. Encontré un diccionario de francés y lo llevé a mi escritorio. Un
loup
era un lobo, pero no tuve suerte con
garou.
Traté de pensar en la manera de salir de ese problema y tracé un plan sencillo.

La Petite France era uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad y, aunque estaba cerrado los lunes por la noche, yo conocía muy bien al chef y a su esposa. Los llamé a su casa. Él contestó el teléfono y se mostró tan cordial como siempre.

—Ya no viene nunca a vernos —me recriminó—. Se lo reprochamos con demasiada frecuencia.

—Últimamente no he salido mucho —contesté.

—Usted trabaja demasiado, señorita Kay.

—Necesito una traducción —dije—. Y también necesito que esto quede entre nosotros. Ni una palabra a nadie.

—Desde luego.

—¿Qué es un
loup-garou
?

—¡Señorita Kay, usted debe de haber tenido pesadillas! —exclamó él, divertido—. ¡Por suerte hoy no hay luna llena! ¡Le
loup-garou
es un hombre lobo!

Sonó el timbre de la puerta de calle.

—En Francia, hace cientos de años, si se sospechaba que alguien era un
loup-garou
se lo ahorcaba. Verá usted, se informó de la existencia de muchos hombres-lobo.

Miré el reloj. Eran las seis y cuarto. Marino llegaba temprano y yo no estaba lista aún.

—Gracias —le dije a mi amigo, el chef—. Iré a verlos pronto, lo prometo.

El timbre volvió a sonar.

—Ya voy —le dije a Marino por el intercomunicador.

Desconecté la alarma y lo hice pasar. Tenía el uniforme limpio, el pelo prolijamente peinado y se había puesto demasiada loción para después de afeitarse.

—Tienes bastante mejor aspecto que la última vez que te vi —le comenté mientras nos dirigíamos a la cocina.

—Parece que limpiaste un poco este lugar —dijo él cuando pasamos por el living.

—Era hora —dije.

Entramos en la cocina y él se instaló en su lugar de costumbre: frente a la mesa que estaba junto a la ventana. Me observó con curiosidad cuando saqué ajo y levadura de acción rápida de la heladera.

—¿Qué vamos a comer? ¿Puedo fumar aquí?

—No.

—Tú lo haces.

—Es mi casa.

—¿Y si abro la ventana y largo el humo hacia afuera?

—Depende de hacia dónde sopla el viento.

—Podríamos encender el ventilador de techo y ver si eso ayuda. Siento olor a ajo.

—Pensé que podíamos comer pizza.

Aparté latas y frascos en la despensa en busca de puré de tomates y harina con alto contenido de gluten.

—Las monedas que encontramos eran inglesas y alemanas —me dijo—. Dos libras y un marco alemán. Pero aquí es donde las cosas comienzan a ponerse más interesantes. Me quedé en el puerto un rato más que tú, duchándome y todo eso. Y, a propósito, no perdieron tiempo en sacar las cajas de cartón de ese contenedor y limpiar todo. Ya verás que venderán toda esa mierda como si nada le hubiera pasado.

En un bol mezclé medio paquete de levadura, agua tibia y miel y lo revolví. Después agregué la harina.

—Tengo un hambre terrible.

Su radiotransmisor portátil estaba sobre la mesa y de él brotaban códigos y números de unidades. Marino se sacó la corbata y se desprendió el cinturón de uniforme con todo lo que estaba sujeto a él. Yo comencé a trabajar la masa.

—La espalda me está matando, Doc —se quejó—. ¿Tienes alguna idea de lo que es tener que llevar como diez kilos de mierda sujetos a la cintura?

Su estado de ánimo pareció mejorar notablemente cuando me vio amasar, rociar harina y darle forma a la masa sobre la tabla de picar.

—Un
loup-garou
es un licántropo —le dije.

—¿Qué?

—Un hombre lobo.

—Mierda, detesto esas cosas.

—No sabía que te hubieras topado con uno.

—¿No recuerdas haber visto a Lon Chaney con todo ese pelo que le crecía en la cara cuando salía la luna? Me daba un miedo terrible. Rocky solía mirar
Shock Theater,
¿recuerdas?

Rocky era el único hijo de Marino, un hijo que yo no conocía. Puse la masa en un bol y la cubrí con un repasador húmedo y tibio.

—¿Alguna vez tienes noticias suyas? —pregunté con cautela—. Por ejemplo, para Navidad. ¿Lo verás entonces?

Marino sacudió la ceniza de su cigarrillo.

—¿Al menos sabes dónde vive? —pregunté.

—Sí —contestó—. Demonios, sí.

—Por tu actitud, parece que no lo quisieras —dije.

—Tal vez no lo quiero.

En la bodeguita busqué una buena botella de vino tinto. Marino aspiraba el humo de su cigarrillo y lo exhalaba con fuerza. Como de costumbre, no dijo ni una palabra más sobre Rocky.

—Uno de estos días quiero que me hables de él —le dije mientras volcaba los tomates en una cacerola.

—Sabes de él todo lo que hace falta saber —dijo.

—Tú lo quieres, Marino.

—Te digo que no. Ojalá no hubiera nacido. Ojalá no lo hubiera conocido.

Por la ventanilla, fijó la vista en mi patio de atrás que ya comenzaba a estar en tinieblas. En ese momento tuve la sensación de que no conocía en absoluto a Marino. Ese hombre de uniforme que tenía un hijo que yo no conocía y del que no sabía nada era como un desconocido en mi cocina. Marino no quiso mirarme a los ojos ni agradecerme cuando le puse delante una taza de café.

—¿Quieres maníes o alguna otra cosa? —pregunté.

—No —respondió—. He estado pensando en empezar una dieta.

—Pensarlo solamente no solucionará nada. Hay estudios que lo demuestran.

—¿Tendrás que colgarte ajo del cuello o algo por el estilo cuando le hagas la autopsia a nuestro hombre lobo muerto? Ya sabes, cuando nos muerde, nos convertimos en uno. Algo parecido a lo que pasa con el sida.

—No tiene nada que ver, y desearía que dejaras de hablar tanto del sida.

—¿Te parece que él mismo habrá escrito eso en la caja?

—No podemos dar por sentado que esa caja y lo que había escrito en ella estuvieran relacionados con el hombre muerto, Marino.


Que tengas buen viaje, hombre lobo.
Sí, claro, es algo que se encuentra siempre escrito en los embalajes de cámaras fotográficas. Sobre todo cuando están cerca de un cadáver.

—Volvamos a Bray y a tu nuevo atuendo —dije—. Empieza por el principio. ¿Qué hiciste para convertirla en admiradora tuya?

—Todo empezó unas dos semanas después de su llegada aquí. ¿Recuerdas el caso del hombre que se ahorcó durante una actividad auto-erótica?

—Sí.

—Pues ella se apareció y comenzó a decirle a la gente qué hacer, como si ella fuera la detective. Se puso a revisar las revistas pornográficas con las que el tipo se divertía cuando se ahorcó con su máscara de cuero. Y empezó a hacerle preguntas a su esposa.

—Increíble —acoté.

—Así que le dije que se mandara a mudar, que estorbaba y que lo estaba echando todo a perder, y al día siguiente ella me hizo ir a su oficina. Pensé que estaría furiosa por lo ocurrido, pero no dijo ni una palabra al respecto. En cambio, me preguntó qué opinaba yo de la división detectives.

Bebió un trago de café y le agregó dos cucharaditas más de azúcar.

—Enseguida me di cuenta de que eso no era en realidad lo que le interesaba —prosiguió—. Sabía que andaba detrás de algo. No tenía a su cargo las investigaciones, así que, ¿por qué demonios me preguntaba sobre la división detectives?

Me serví una copa de vino.

—¿Entonces qué quería? —pregunté.

—Quería hablar de ti. Empezó a hacerme mil preguntas sobre ti, dijo que sabía que durante mucho tiempo habíamos sido «compañeros de homicidios». Ésas fueron sus palabras.

Fui a fijarme cómo estaban la masa y la salsa.

—Me hizo preguntas sobre tus antecedentes y sobre qué pensaban los policías de ti.

—Y tú, ¿qué le dijiste?

—Que eras médica, abogada y no sé cuántas cosas más. Que tenías un cociente intelectual más alto que el cheque de mi sueldo y que todos los policías estaban enamorados de ti, incluyendo las mujeres. Y, veamos, ¿qué más?

—Bueno, me parece bastante.

—También me hizo preguntas sobre Benton, lo que le había sucedido y de qué manera eso había afectado tu trabajo.

Me llené de furia.

—Y después me interrogó sobre Lucy. Por qué dejó de trabajar en el FBI y si sus preferencias sexuales habían sido la razón.

—Esa mujer está sellando su suerte conmigo —le advertí.

—Le dije que Lucy se fue del FBI porque la NASA le pidió que se convirtiera en astronauta —continuó Marino—. Pero que cuando entró en el programa espacial, decidió que le gustaba más pilotear helicópteros y se enroló como piloto en el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, o ATF. Bray quería que yo le avisara la próxima vez que Lucy estuviera en la ciudad y que arreglara un encuentro entre las dos, porque tal vez querría reclutarla. Le dije que era más o menos como pedirle a Billie Jean King que fuera bailarina. ¿Fin de la historia? No le dije nada más, salvo que no era tu secretario social. Una semana más tarde, yo estaba de vuelta de uniforme.

Busqué mi paquete de cigarrillos y me sentí una drogadicta. Los dos compartimos el cenicero y fumamos en el interior de mi casa, callados y frustrados. Yo trataba de no sentir demasiado odio.

—Creo que lo que pasa es que te tiene muchos celos, Doc —dijo por último Marino—. Ella es el gran personaje que se traslada aquí desde Washington D.C., y no hace más que oír hablar de la gran doctora Scarpetta. Y creo que ensañarse con nosotros dos le proporcionó una satisfacción barata. Una cierta sensación de poder.

Aplastó la colilla de su cigarrillo en el cenicero y la destrozó.

—Ésta es la primera vez que tú y yo no trabajamos juntos desde que te mudaste a esta ciudad —dijo, en el momento en que por segunda vez en la noche sonó el timbre de la puerta de calle.

—¿Quién demonios puede ser? —preguntó él—. ¿Invitaste a alguien más y no me lo dijiste?

Me puse de pie y observé la pantalla del portero eléctrico que había en la pared de la cocina. Miré con incredulidad las imágenes recogidas por la cámara de la puerta de calle.

—No lo puedo creer —dije.

7

Lucy y Jo semejaban apariciones, presencias físicas que no podían ser de carne y hueso. Hacía apenas ocho horas, las dos caminaban por las calles de Miami. Y ahora estaban en mis brazos.

—No sé qué decir —repetí por lo menos cinco veces mientras ellas dejaban caer al piso sus bolsos de lona.

—¿Qué demonios está pasando? —gritó Marino al reunirse con nosotros en el living—. ¿Qué hacen ustedes aquí? —le preguntó a Lucy, como si ella hubiera cometido alguna falta.

Él nunca había podido demostrar afecto normalmente. Cuanto más cascarrabias y sarcástico se ponía, más feliz estaba de ver a mi sobrina.

—¿Ya te echaron de allá? —preguntó.

—¿Qué significa esto? —dijo Lucy con voz igualmente alta, y comenzó a tironear de la manga de la camisa del uniforme de Marino—. ¿Tratas de convencernos de que eres un verdadero policía?

—Marino —le dije, camino a la cocina—. Creo que no conoces a Jo Sanders.

—No —respondió él.

—Pero me has oído hablar de ella.

Miró a Jo con cara de nada. Jo era una muchacha de pelo rubio rojizo, cuerpo atlético y ojos color azul oscuro, y era obvio que a él le pareció bonita.

—Él sabe perfectamente quién eres —le comenté a Jo—. Pero no lo tomes como una descortesía de su parte. Marino es así.

—¿Trabajas? —le preguntó Marino, sacó del cenicero su cigarrillo semiapagado y le dio una última pitada.

—Sólo cuando no me queda más remedio —respondió Jo.

—¿Y exactamente qué haces?

—Algunos descensos en Black Hawks. Redadas de narcóticos. Nada especial.

—No me digas que tú y Lucy están en la misma división de campo de Sudamérica.

—Ella está en la DEA —le informó Lucy.

—¿En serio? —le dijo Marino a Jo—. Me pareces un poco debilucha para estar en la DEA.

—No crea —dijo Jo.

Marino abrió la heladera y comenzó a mover su contenido hasta encontrar una cerveza. Destapó la botella y comenzó a beber.

—Las bebidas son gentileza de la casa —gritó.

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