Codigo negro (Identidad desconocida) (2 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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—Yo solía ser tan ordenada —dije y reí con pesar—. Benton y yo siempre reñíamos por mi casa, por mis cosas. Mis cosas perfectamente ordenadas. —Levanté la voz al sentir una oleada de tristeza y de furia. —Si él las reordenaba o ponía algo en el cajón equivocado… Eso es lo que sucede cuando se llega a la mediana edad, una vivió siempre sola e hizo siempre las cosas a su modo.

—Kay, ¿me estás escuchando? No quiero que tengas la sensación de que no te quiero si no te llamo mucho por teléfono, no te invito a almorzar o no te pido tu opinión sobre un proyecto de ley que trato de hacer aprobar.

—En este momento ni siquiera recuerdo cuándo Tony y yo nos divorciamos —dije con amargura—. ¿Cuándo fue? ¿En 1983? Él se fue. ¿Y qué? Yo no lo necesitaba a él ni a ningún otro que apareció después. Yo podía convertir mi mundo en lo que deseaba, y eso fue lo que hice. Mi carrera, mis posesiones, mis inversiones. Y mira.

Me quedé de pie e inmóvil en el foyer y abarqué con un movimiento del brazo mi hermosa casa de piedra y todo lo que contenía.

—¿Y qué? ¿Para qué? —Miré al senador a los ojos—. ¡Ahora no me importaría que Benton volcara basura en el medio de esta maldita casa! ¡Que la hiciera pedazos! Ojalá nada de eso me hubiera importado, Frank. —Me sequé esas lágrimas de furia—. Ojalá pudiera hacerlo todo de nuevo y no volver a criticarlo por nada. Lo único que quiero es tenerlo aquí. Dios, cuánto lo deseo. Todas las mañanas, al despertar, no recuerdo nada y, después, la realidad me golpea con fuerza y casi no puedo levantarme.

Las lágrimas comenzaron a surcar mi cara. Tuve la sensación de que cada nervio de mi cuerpo había enloquecido.

—Hiciste muy feliz a Benton —me dijo con ternura, el senador Lord—. Tú lo eras todo para él. Me dijo lo buena que eras con él y lo mucho que entendías las dificultades de su vida, las cosas atroces que debía ver cuando trabajaba en esos casos espantosos para el FBI. Y creo que, en el fondo, lo sabes.

Hice una inspiración profunda y me recosté contra la puerta.

—Y sé que él querría que fueras feliz ahora, que tuvieras una existencia mejor. Si no es así, ello significará que el amor que sentiste por Benton Wesley fue dañino para ti y te arruinó la vida. Que, en definitiva, fue un error. ¿Tiene sentido para ti?

—Sí —respondí—. Por supuesto que sí. Sé exactamente qué querría él ahora. Y sé qué quiero yo. No quiero que mi vida sea así. Esto me resulta casi intolerable. Hubo momentos en que creí que algo en mí se rompería y que terminaría en una clínica psiquiátrica. O, quizás, en mi propia y maldita morgue.

—Pues bien, eso no sucederá. —Tomó mi mano entre las suyas—. Si algo sé con respecto a ti, es que lograrás vencer cualquier problema. Siempre lo hiciste, y esta parte del camino de tu vida es sin duda la más difícil, pero te prometo que después todo será mejor, Kay.

Lo abracé fuerte.

—Gracias —dije con un suspiro—. Gracias por hacer esto, por no archivarlo en una carpeta, por recordarlo y que te importe.

—¿Me llamarás si me necesitas? —me preguntó cuando le abrí la puerta de calle y, más que una pregunta, fue una orden—. Pero quiero que recuerdes lo que te dije y me prometas que no sentirás que te descuido.

—Lo entiendo.

—Siempre estaré allí si me necesitas. No lo olvides. En mi oficina siempre saben dónde estoy.

Observé alejarse ese Lincoln negro y después entré en la sala y encendí el fuego, aunque no hiciera suficiente frío como para necesitarlo. Necesitaba con desesperación algo caliente y vivo que llenara el vacío dejado por la partida del senador Lord. Volví a leer una y otra vez la carta de Benton y mentalmente oí su voz.

Me pareció verlo con las mangas arremangadas, sus fuertes antebrazos con venas prominentes, sus manos elegantes sosteniendo la pluma fuente Mont Blanc que yo le había regalado, sin ninguna razón especial salvo que era tan precisa y pura como él. Las lágrimas no cesaban y sostuve en alto ese papel con sus iniciales grabadas para que su letra no se borroneara.

Su escritura y la forma en que se expresaba siempre fue pausada y concisa, y descubrí que sus palabras eran a la vez un consuelo y una tortura cuando las estudié obsesivamente, las disequé y las excave en busca de un significado oculto. Por momentos estuve a punto de creer que crípticamente, me decía que su muerte no era real sino parte de una intriga, un plan, algo orquestado por el FBI o la CIA, sólo Dios sabía cuál. Entonces volvía a prevalecer la verdad y me helaba el corazón. Benton había sido torturado y asesinado. Tanto el ADN como los registros dentales y los efectos personales dieron fe de que esos restos irreconocibles eran los suyos.

Traté de pensar de qué manera podía esa noche cumplir con su pedido y me fue imposible imaginar cómo. Era absurdo pensar siquiera que Lucy tomara un vuelo a Richmond, Virginia, sólo para cenar conmigo. Tomé el teléfono y traté igual de comunicarme con ella, porque eso era lo que Benton me había pedido. Ella devolvió mi llamado con su teléfono celular unos quince minutos más tarde.

—En la oficina me dijeron que me buscabas. ¿Qué sucede? —preguntó con tono animado.

—Es algo difícil de explicar —comencé a decir—. Ojalá no tuviera que pasar siempre por tu oficina para hablar contigo.

—A mí también me gustaría.

—Y sé que no es mucho lo que puedo decir… —Empecé a sentirme mal de nuevo.

—¿Qué sucede? —me interrumpió.

—Benton me escribió una carta…

—Hablaremos en otro momento —me interrumpió de nuevo y yo entendí, o al menos creí entender. Los teléfonos celulares no son seguros.

—Dobla allí —le dijo Lucy a alguien—. Lo siento —agregó, dirigiéndose de nuevo a mí—. Vamos a hacer una parada en Los Bobos para tomar un café bien cargado con azúcar.

—Bueno, esto es algo que él quería que yo leyera ahora, este día. Quería que tú… Olvídalo. Ahora me parece tan tonto. —Me esforcé en parecer que me sentía perfectamente bien.

—Tengo que cortar —me dijo Lucy.

—¿Me llamarás más tarde?

—Sí —contestó con el mismo tono de irritación.

—¿Con quién estás? —Estiré un poco la conversación porque necesitaba oír su voz, y porque no quería cortar con el eco de su repentina frialdad en el oído.

—Con mi compañera —respondió.

—Salúdala por mí.

—Te manda saludos —le dijo Lucy a Jo, su compañera, que trabajaba en la DEA.

Ambas trabajaban en un escuadrón vinculado al Área de Tráfico de Drogas de Alta Intensidad o ATDAI, que había preparado una serie de difíciles tareas de infiltración en casas donde se sospechaba actividad. La relación de Jo y Lucy era también de tipo más personal, pero las dos eran muy discretas en ese sentido. Yo no estaba segura de si en la ATF o la DEA estaban siquiera enterados.

—Más tarde —me despidió Lucy y cortó la comunicación.

2

Hacía tanto tiempo que el capitán de policía de Richmond Pete Marino y yo nos conocíamos que a veces cada uno tenía la sensación de estar dentro de la cabeza del otro. Así que no me sorprendió en absoluto que me llamara antes de que yo tuviera tiempo de tratar de localizarlo.

—Te noto ronca. ¿Estás resfriada?

—No —respondí—. Me alegra que llamaras, porque estaba por llamarte.

—¿Ah, sí?

Me di cuenta de que estaba fumando, en su camioneta o en el patrullero policial. Los dos vehículos tenían radiotransmisores y scanners que en ese momento hacían bastante barullo.

—¿Dónde estás? —le pregunté.

—Haciendo una recorrida y atento al scanner —contestó él, como si tuviera la capota baja y disfrutara de un día espléndido—. Y contando las horas que faltan para que me jubile. ¿No es maravillosa la vida? Sólo me falta el pájaro azul de la felicidad.

Su sarcasmo era tan filoso que podría haber cortado papel.

—¿Qué demonios te pasa? —pregunté.

—Supongo que estás enterada de la fruta bien madura que acaban de encontrar en el puerto de Richmond —respondió—. Me dicen que hay gente vomitando por todas partes. Me alegra que no sea problema mío.

Sentí que mi mente no funcionaba. No tenía idea de a qué se refería. Oí la señal de que había alguien más en línea. Me pasé el teléfono inalámbrico al otro oído mientras iba a mi estudio y me sentaba frente al escritorio.

—¿De qué hablas? —le pregunté—. Marino, aguarda un momento —dije al oír de nuevo la señal de llamada—. Déjame averiguar quién me llama. No cortes —le pedí y apreté una tecla—. Scarpetta.

—Soy Jack —dijo Jack Fielding, mi subjefe—. En el puerto de Richmond encontraron un cuerpo dentro de un contenedor de carga. Está en avanzado estado de descomposición.

—Entonces a eso se refería Marino —dije.

—Por la voz, parece que se está engripando. Creo que yo también. Y Chuck avisó que llegaría tarde porque no se siente demasiado bien. Al menos eso es lo que dice.

—¿Ese contenedor acaba de llegar en un barco? —lo interrumpí.

—Sí, el
Sirius.
Una situación bastante extraña, por cierto. ¿Cómo quiere que la maneje?

Comencé a garabatear notas en el anotador telefónico, con una letra más ilegible que de costumbre y mi sistema nervioso central hecho pedazos.

—Voy para allá —dije sin vacilar mientras las palabras de Benton seguían pulsando en mi mente.

Una vez más comenzaba a correr de aquí para allá. Esta vez, quizás a mayor velocidad aún.

—No tiene que hacerlo, doctora Scarpetta —dijo Fielding, como si de pronto estuviera a cargo de la situación—. Iré yo. Se supone que usted tiene el día libre.

—¿Con quién tengo que ponerme en contacto cuando llegue allá? —pregunté. No quería que él empezara con sus sermones.

Hacía meses que Fielding me rogaba que me tomara un descanso, que fuera a alguna parte durante una o dos semanas o pensara incluso en tomarme un año sabático. Yo estaba harta de que la gente me espiara con expresión preocupada. Me enfurecía que se insinuara que la muerte de Benton estaba afectando mi desempeño en el trabajo, que yo había comenzado a aislarme de mi equipo y de otras personas y que parecía agotada y trastornada.

—La detective Anderson fue la que nos lo notificó. Ella está en la escena del crimen —aclaró Fielding.

—¿Quién?

—Debe de ser nueva. Realmente, doctora Scarpetta, yo puedo manejar esto. ¿Por qué no se toma un descanso? Quédese en casa.

De pronto recordé que también tenía a Marino en línea. Volví a comunicarme con él para decirle que lo llamaría tan pronto terminara con la otra comunicación. Pero él ya había colgado.

—Dime cómo llegar allá —le dije a mi subjefe.

—Supongo que entonces no va seguir mi consejo.

—Desde mi casa voy por la Autopista del Centro, ¿después, qué?

Me dio las indicaciones necesarias. Corté la comunicación y corrí hacia mí dormitorio, con la carta de Benton todavía en la mano. No se me ocurría dónde guardarla. No podía dejarla sencillamente en un cajón o en el archivo. No quería perderla ni que la casera la encontrara, y tampoco ponerla en un lugar en la que podía toparme con ella sin darme cuenta y tener otro bajón. Los pensamientos giraron salvajemente por mi mente, mi corazón aceleró sus latidos y la adrenalina gritó desde mi sangre cuando observé ese sobre color crema, esa única palabra «Kay» escrita con la caligrafía sencilla y cuidadosa de Benton.

Al fin, mis ojos enfocaron la pequeña caja fuerte a prueba de incendios amurada al piso de mi ropero y traté de recordar dónde había escrito la combinación.

—Me estoy volviendo loca —exclamé en voz alta.

La combinación estaba donde siempre la guardaba, entre las páginas 670 y 671 de la séptima edición de
La medicina tropical del cazador.
Guardé la carta en la caja fuerte, entré en el baño y me salpiqué varias veces la cara con agua fría. Llamé a Rose, mi secretaria, y le dije que hiciera los arreglos necesarios para que un servicio de traslado de cadáveres se reuniera conmigo en el puerto de Richmond en aproximadamente una hora y media.

—Diles que el cuerpo se encuentra en muy mal estado —le recalqué.

—¿Cómo hará usted para llegar allá? —preguntó Rose—. Le diría que viniera primero aquí y fuera en el Suburban, pero Chuck se lo llevó para que le hicieran un cambio de aceite.

—Creí que se sentía mal.

—Vino hace quince minutos y se fue con el Suburban.

—Muy bien, tendré que usar mi propio coche. Rose, necesitaré la Luma-Lite y un cable prolongador de treinta metros. Que alguien me los lleve a la playa de estacionamiento. Te llamaré cuando esté cerca.

—Debo informarle que Jean está muy alborotada.

—¿Cuál es el problema? —pregunté sorprendida.

Jean Adams era la administradora de la oficina y rara vez demostraba alguna emoción y mucho menos se enfurecía.

—Al parecer, desapareció todo el dinero para el café. Ya sabe que ésta no es la primera vez que sucede…

—¡Maldición! —dije—. ¿Dónde lo guardaba?

—En el cajón cerrado con llave de su escritorio, como siempre. Parece que la cerradura no fue forzada ni nada por el estilo, pero esta mañana, cuando abrió el cajón, no había ni rastros del dinero. Ciento once dólares con treinta y cinco centavos.

—Esto tiene que terminar —aseguré.

—No sé si está enterada de las últimas novedades —prosiguió Rose—. Los almuerzos han empezado a desaparecer del salón de descanso. La semana pasada, Cleta accidentalmente olvidó su teléfono celular sobre su escritorio durante toda la noche y a la mañana siguiente ya no estaba. Lo mismo le pasó al doctor Riley. Dejó una lapicera costosa en el bolsillo de su guardapolvo y, a la mañana siguiente, había desaparecido.

—¿El equipo de limpieza que trabaja después de horas?

—Tal vez —respondió Rose—. Pero le digo una cosa, doctora Scarpetta, y conste que no es mi intención acusar a nadie, creo que es obra de alguien de adentro.

—Tienes razón. No debemos acusar a nadie. ¿No tienes hoy ninguna buena noticia?

—No hasta el momento —contestó Rose.

Rose trabajaba conmigo desde que me nombraron jefa de médicos forenses, lo cual significaba que me había organizado la vida durante la mayor parte de mi carrera. Tenía la notable habilidad de saber virtualmente todo lo que pasaba alrededor de ella, pero sin involucrarse. Mi secretaria permanecía siempre incontaminada y, aunque el resto de mi equipo le tenía un poco de miedo, era la primera a la que acudían cuando se presentaba algún problema.

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