Come, Reza, Ama (40 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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—En serio —miento—. Nunca he estado casada.

—¿Estás segura?

Su insistencia me desconcierta.

—¡Totalmente segura! —insisto.

—¿Ni una sola vez? —me pregunta.

Vale. Tiene poderes.

—Bueno —confieso—. La verdad es que sí...

Al fin parece relajarse. Hace un gesto tipo «Ah, ya decía yo» y me pregunta:

—¿Estás divorciada?

—Sí —digo con gesto compungido—. Divorciada.

—Eso me había parecido al verte.

—Aquí no es muy común, ¿verdad?

—Pero yo también —me dice Wayan, dejándome atónita—. Yo también... divorciada.

—¿Tú también? —exclamo.

—Yo aguanto mucho —me explica—. Intento evitar divorcio por todos los medios y rezaba todos los días. Pero tuve que quitarme de su lado.

Se le saltan las lágrimas y casi sin darme cuenta le tomo una mano entre las mías. Es la única balinesa divorciada a la que conozco.

—Seguro que hiciste todo lo posible, cielo —le digo para consolarla—. Seguro que intentaste evitarlo como fuera.

—Un divorcio es lo más triste —me explica.

Le digo que estoy de acuerdo.

Paso las cinco horas siguientes hablando con Wayan, mi nueva amiga, sobre sus problemas. Mientras me cura la rodilla infectada, escucho su historia. Su marido, un hombre balinés, «bebía sin parar, le gustaba apostar, gastaba nuestro dinero, me pegaba cuando no doy dinero para beber y apostar», me cuenta. «Muchas veces acabo en hospital». Apartándose un mechón de pelo, me enseña las cicatrices que tiene en la cabeza.

—Esto fue cuando me pega con el casco de la motocicleta. Él siempre me pega con el casco cuando ha bebido y yo no tengo dinero. Me pega tanto que yo me desmayo, me mareo y no veo nada. Tengo buena suerte de ser curandera, de tener familia de curanderos, porque sé curarme cuando él me pega. Creo que, si no soy curandera, me quedo sin las orejas, sabes, sin poder oír nunca más. O pierdo un ojo y no veo nada nunca más.

Me dice que le abandonó después de que le diera tal paliza que la hizo abortar.

—Perdí a mi bebé, el segundo, cuando lo tengo en la tripa.

Fue entonces cuando su primera hija, una chica muy lista que se llama Tutti, le dijo: «Mamá, mejor te divorcias. Como pasas mucho tiempo en el hospital, a mí me toca trabajar demasiado».

Su hija Tutti le dijo eso a los 4 años.

La soledad y desprotección que experimenta una persona divorciada en Bali es algo que a un occidental le cuesta entender. El núcleo familiar balinés, enclaustrado entre los muros de una finca, es lo único que existe en la vida. Cuatro generaciones de hermanos, primos, padres, abuelos y niños viven todos juntos en varios bungalós apiñados en torno al templo familiar, cuidándose unos a otros desde que nacen hasta que mueren. La comunidad familiar asegura un cierto poder y una estabilidad en aspectos tan importantes como la economía, la sanidad, la alimentación, la educación y un elemento básico para los balineses, la conexión espiritual.

El núcleo familiar es tan importante que los balineses lo consideran un ente en sí mismo, un organismo vivo autosuficiente. La población de una localidad balinesa no es la suma de sus ciudadanos individuales, sino la suma de las comunidades familiares. Por eso nadie abandona su familia. (Salvo las mujeres, por supuesto, que sólo se mudan una vez en su vida, al salir de la casa paterna para irse a la de su marido.) Cuando el sistema funciona —cosa habitual en esta sociedad tan sana— produce los seres humanos más saludables, protegidos, serenos, felices y equilibrados del mundo. Pero ¿qué sucede cuando no funciona? ¿Qué sucede en los casos como los de mi amiga Wayan? Los proscritos se pierden en una órbita baldía. Wayan tuvo que elegir entre quedarse en el nido familiar con un marido que la tenía entrando y saliendo del hospital de las palizas que le daba o salvar la vida y marcharse con las manos vacías.

Bueno, no es que se quedara totalmente desprovista. Llevaba consigo el caudal enciclopédico de sus conocimientos médicos, su bondad, su ética laboral y su hija Tutti, por cuya custodia tuvo que pelear duro. Bali es un patriarcado puro y duro; y cuando se da el caso extraño de un divorcio, los hijos se quedan automáticamente con el padre. Para recuperar a Tutti, Wayan contrató un abogado y tuvo que vender todo lo que tenía para poder pagarle. Y cuando digo todo, es
todo
. No sólo vendió los muebles y las joyas, sino los tenedores, las cucharas, los calcetines, los zapatos, los trapos viejos y hasta las velas medio gastadas. Tuvo que venderlo
todo
para pagar al abogado. Pero consiguió recuperar a su hija tras una dura batalla legal que duró dos años. Y es una suerte que Tutti sea chica. Si llega a ser chico, Wayan no le habría vuelto a ver el pelo. Un chico es mucho más valioso.

Wayan y Tutti llevan años viviendo solas — ¡dos mujeres solas, en la colmena de Bali!—, mudándose cada pocos meses, dependiendo del dinero que tengan, siempre nerviosas de tener que volver a hacer las maletas. Obviamente, esta movilidad le perjudica desde el punto de vista laboral, porque cada vez que se muda sus pacientes (en su mayoría balineses con los mismos problemas económicos que ella) tienen que intentar seguirle la pista. Además, siempre tiene que cambiar a Tutti de colegio. Antes era la primera de la clase, pero con tanto ajetreo ahora es la número veinte de una clase de cincuenta alumnos.

Mientras Wayan me contaba esta historia, llega Tutti del colegio corriendo a todo correr. Ahora tiene 8 años y es una poderosa mezcla de carisma y energía, como unos fuegos artificiales en miniatura. Esta especie de minibomba (con coletas, muy delgada y nerviosa) me pregunta en un inglés muy rápido si quiero comer algo y entonces Wayan exclama:

—¡Me había olvidado! ¡Tengo que darte algo de comer!

La madre y la hija se encierran apresuradamente en la cocina y —con ayuda de las dos chicas tímidas que se escondían de mí al principio— preparan en poco tiempo la que resulta ser la mejor comida que he tomado en Bali hasta ahora.

La pequeña Tutti me anuncia cada plato con una alegre explicación, sonriendo de oreja a oreja, tan vivaracha que debería ser una de esas animadoras estadounidenses que desfilan con un bastón en la mano.

—¡Zumo de cúrcuma para tener limpios los riñones! —proclama—. ¡Algas de mar para el calcio! ¡Ensalada de tomate para la vitamina D! ¡Mezcla de hierbas para no tener la malaria!

Al final no me queda más remedio que preguntarle:

—Tutti, ¿dónde has aprendido a hablar tan bien inglés?

—¡En un libro! —exclama.

—Eres una chica muy lista —le informo.

—¡Gracias! —me dice y, haciendo un bailecillo espontáneo, añade—: ¡Tú eres una chica muy lista también!

Por cierto, los niños balineses no suelen ser así. Suelen ser modositos y bien educados, de esos que se esconden detrás de las faldas de su madre. Pero Tutti, no. Tutti es puro espectáculo. Es de las que te van contando la película.

—¡Te enseño mis libros! —canturrea, subiendo las escaleras a grandes zancadas para traérmelos.

—Quiere ser doctora para los animales —me dice Wayan—. ¿Cómo es la palabra en inglés?

—¿Una veterinaria?

—Sí. Una veterinaria. Pero me hace muchas preguntas sobre los animales, cosas que no sé contestar. Me dice: «Mamá, si alguien me trae un tigre enfermo, ¿le pongo una venda en los dientes para que no me muerda? Si una serpiente está enferma y necesita una medicina, ¿dónde tiene el agujero para tomarla?». No sé de dónde saca estas ideas. Espero que pueda ir a la universidad.

Tutti se abalanza escaleras abajo con los brazos llenos de libros y acaba acurrucada en el regazo de su madre. Soltando una carcajada, Wayan besa a su hija y parece olvidar la tristeza del divorcio. Mirándolas, pienso que una niña que da a su madre un motivo para vivir será una mujer fuerte. Sólo he pasado una tarde con ella, pero le estoy tomando un cariño enorme a esta niña. Envío a Dios una oración silenciosa por ella:
¡Ojalá Tutti Nuriyashi ponga vendas en los dientes a mil tigres blancos!

La madre de Tutti también me cae muy bien. Pero llevo horas metida en su tienda y ha llegado el momento de marcharme. Además, acaba de entrar un grupo que parece tener intención de comer. Una turista, una australiana charlatana de mediana edad, pide a voz en grito a Wayan que por favor le quite «este maldito estreñimiento». Al oírla, pienso:
Dilo más alto, cielo, que no nos hemos enterado.

—Mañana vengo otra vez —le prometo a Wayan—. Y vuelvo a tomarme un almuerzo multivitamínico especial.

—Ya tienes mejor la rodilla —me anuncia—. Se ha curado muy rápido. No hay infección ya.

Me quita los restos de la cataplasma de hierbas y me pellizca la rodilla con cuidado, como buscándome algún bulto. Después me palpa la otra rodilla con los ojos cerrados. Al cabo de unos segundos abre los ojos y me dice sonriente:

—Te noto en las rodillas que no tienes mucho sexo en estos tiempos.

—¿Por qué? —le pregunto—. ¿Por lo juntas que las tengo?

Suelta una carcajada.

—No —me contesta—. Es por el cartílago. Lo tienes muy seco. Las hormonas del sexo lubrican las articulaciones. ¿Hace cuánto tiempo no tienes sexo?

—Como un año y medio.

—Necesitas un buen hombre. Yo te lo busco. Rezo en el templo para encontrarte un buen hombre, porque ahora eres mi hermana. Y si vienes mañana, yo te limpio los riñones.

—¿Un buen hombre y los riñones limpios? Suena fantástico.

—Hasta hoy nunca he contado a nadie estas cosas de mi divorcio —me confiesa—. Pero mi vida es mala, demasiado triste, demasiado dura. No entiendo por qué la vida es tan dura.

Entonces, sin venir a cuento, tengo una reacción inesperada. Tomo las manos de la curandera en las mías y le digo con toda mi convicción:

—La parte más dura de tu vida ya ha quedado atrás, Wayan.

Y al salir de la tienda noto que estoy temblando, inexplicablemente, como invadida por una potente intuición o por un impulso que no consigo identificar ni manifestar.

87

Ahora mis días se dividen en tercios naturales. Paso las mañanas con Wayan, en su tienda, riendo y comiendo. Las tardes las paso con el curandero Ketut, riendo y tomando café. Las noches las paso en la soledad de mi jardín, sin hacer nada, tranquilamente, o leyendo un libro, o a veces hablando con Yudhi, que viene a tocar la guitarra. Por la mañana medito mientras sale el sol por encima de los arrozales y antes de acostarme hablo con mis cuatro hermanos espirituales y les pido que me protejan mientras duermo.

Sólo llevo aquí un par de semanas, pero ya tengo la sensación de haber cumplido una misión. Lo que pretendo hacer en Indonesia es buscar el equilibrio, pero me da la sensación de que ya no lo necesito, porque se me ha restablecido el equilibrio de una manera natural. No es que me haya vuelto balinesa (como tampoco me volví italiana, ni india), pero tengo una cosa muy clara. Noto la paz que llevo dentro y me gusta el ritmo de mi vida diaria, alternando la disciplina de los ejercicios espirituales con el placer de disfrutar de la hermosura del paisaje, la compañía de mis amigos y la buena comida. Últimamente he rezado mucho con serenidad y frecuencia. Cuando más ganas de rezar me entran es al volver en bici de casa de Ketut, mientras pedaleo por la selva de los monos viendo los arrozales iluminados por los últimos rayos del sol. También rezo para que no me atropelle un autobús ni me ataque un mono o me muerda un perro, pero eso es superfluo; la mayoría de mis oraciones son para expresar mi agradecimiento por la plenitud de mi felicidad. Es la primera vez en mi vida que no me agobia estar viva en un mundo como éste.

Tengo muy presente lo que me ha enseñado mi gurú sobre la felicidad. Ella dice que la felicidad es un golpe de suerte, casi como el buen tiempo, que parece más una bendición que otra cosa. Pero la felicidad, de hecho, no funciona así. La felicidad es consecuencia de un esfuerzo personal. Luchas para conseguirla, te la trabajas, insistes en encontrarla y hasta viajas por el mundo buscándola. Participas incansablemente en la manifestación de tus propios dones. Pero, cuando alcanzas la felicidad, tienes que luchar a brazo partido para mantenerla, procurando nadar siempre a favor de la corriente en el río de tu felicidad, para mantenerte a flote. Si no lo haces, perderás tu alegría innata. Rezar es bastante fácil cuando estás triste, pero seguir rezando después de una crisis nos sirve para afianzar los logros espirituales.

Voy recordando estas enseñanzas mientras pedaleo por las carreteras de Bali al atardecer, repitiéndome unas oraciones que son más bien juramentos, mostrando mi armonía a Dios y diciéndole: «Esto es lo que quiero tener siempre. Te ruego que me ayudes a memorizar esta sensación de alegría para conservarla constantemente». Es como meter mi felicidad en la caja de seguridad de un banco, protegida no sólo por el servicio de vigilancia, sino por mis cuatro hermanos espirituales, como una especie de seguro que me ampara de las futuras vicisitudes de la vida. Esta práctica la he bautizado con el nombre de «Alegría Diligente». Mientras me concentro en la Alegría Diligente, también me acuerdo de una cosa que me contó mi amiga Darcey un buen día. Es una idea muy simple: el sufrimiento y los problemas de este mundo los producen las personas infelices. Y no sólo al nivel monumental de Hitler y Stalin, sino en las pequeñas dosis individuales de cada uno. Por ejemplo, yo sé perfectamente cuáles han sido los tramos infelices de mi vida que han producido sufrimiento, pena o (en el mejor de los casos) molestias a las personas que me rodean. Por tanto, no buscamos la felicidad sólo por nuestro propio bien y para poder seguir vivos, sino que es un generoso regalo que hacemos al mundo. Si te limpias por dentro para librarte del sufrimiento, es como si
te quitaras de en medio
. Dejas de ser un obstáculo, no sólo para ti mismo, sino para todos los demás. Sólo entonces estarás libre para poder servir a otros y disfrutar de ellos.

En este momento la persona de la que más disfruto es Ketut. El anciano —que es verdaderamente una de las personas más felices que conozco— me ha abierto todas sus puertas, dándome plena libertad para hacerle preguntas sobre la divinidad y la naturaleza humana. Me gustan las técnicas de meditación que me ha enseñado, la cómica sencillez de «la sonrisa en el hígado» y la tranquilizadora presencia de los cuatro hermanos. El otro día Ketut me contó que conoce dieciséis tipos de meditación distintos y muchos mantras, cada uno con una función distinta. Algunos sirven para lograr la paz o la felicidad, otros nos mejoran la salud, pero hay unos puramente místicos, que él usa para transportarle a otros niveles de conciencia. Me habla de una meditación, por ejemplo, que le hace entrar «en arriba».

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