Come, Reza, Ama (42 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Es entonces cuando conozco a un tío que se llama Ian. Uf, cómo me gusta. Desde el primer momento, me encanta. Es muy atractivo, una cosa entre Sting y el hermano pequeño de Ralph Fiennes, no sé si me explico. Como es galés, tiene un acento maravilloso. Además, es hablador, listo, hace preguntas y habla con mi amiga Stefania en el mismo italiano roto que yo. Resulta que es el percusionista de la banda de
reggae
y que toca el bongó. Le digo, en broma, que es un «bongolero», como los «gondoleros» de Venecia, pero al revés. La tontería le hace gracia y se ríe y seguimos hablando.

En ese momento se acerca Felipe —que es como se llama el brasileño— y nos invita a ir al restaurante local de moda. Nos cuenta que los dueños son europeos y que es un sitio muy loco que no cierra nunca, donde hay cerveza y juerga asegurada a todas horas. Miro a Ian (¿le apetecerá ir?) y, cuando dice que sí, yo también digo que sí. Nos vamos todos al restaurante, me siento con Ian y nos pasamos toda la noche hablando y riéndonos. Uf, el tío me gusta de verdad. Hace mucho que no conozco a un tío que me guste en serio, como se suele decir. Ian es varios años mayor que yo, ha vivido una vida interesante y tiene muchos puntos a su favor (le gustan
Los Simpson
, ha viajado por todo el mundo, pasó una temporada en un ashram, sabe quién es Tolstoi, parece tener un trabajo, etcétera). Lo primero que hizo fue meterse en el Ejército británico y después de trabajar en Irlanda del Norte como técnico en desactivación de bombas acabó de experto internacional en detonación de minas. Había construido campos de refugiados en Bosnia y se estaba tomando un respiro en Bali para trabajar en la música... Bastante impresionante, la verdad.

Me parece increíble estar despierta a las tres y media de la madrugada. ¡Y no precisamente para meditar! Estoy de juerga, llevo un vestido y estoy hablando con un hombre atractivo. Qué noche tan radical. Al final de la noche Ian y yo nos decimos que nos ha gustado conocernos. Me pregunta si tengo teléfono y le digo que no, pero que tengo
email
y me contesta: «Ya, pero es que no es lo mismo». Así que nos despedimos dándonos un abrazo.

—Nos volveremos a ver cuando ellos —me dice, señalando al cielo— lo decidan.

Justo antes de que amanezca, Felipe el brasileño me dice que me lleva a casa si quiero. Mientras subimos lentamente por las curvas del monte, me dice:

—Cariño, llevas toda la noche hablando con el tío más cabrón de Ubud.

Me quedo hundida.

—¿De verdad que Ian es un cabrón? —le pregunto—. Dime la verdad y así me evito muchos problemas.

—¿Ian? —pregunta Felipe, soltando una carcajada—. ¡No, cariño! Ian es un tío serio. Es un buen hombre. Me refería a mí. El tío más cabrón de Ubud soy yo.

Nos quedamos los dos callados durante varios minutos.

—Y lo digo en broma, además —afirma y después de otro largo silencio me pregunta—: Te gusta Ian, ¿verdad?

—No lo sé —le contesto algo confusa por la cantidad de cócteles que había bebido—. Es atractivo, inteligente. Hace tiempo que no me planteo que me pueda gustar un tío.

—Vas a pasar unos meses maravillosos aquí, en Bali. Ya lo verás.

—Pues no sé si voy a poder ir a muchas más fiestas. Sólo tengo este vestido. La gente se dará cuenta de que siempre voy vestida igual.

—Eres joven y guapa, cariño. Con un vestido te basta.

90

¿Soy joven y guapa?

Estaba convencida de que era una vieja divorciada.

Casi no pego ojo en toda la noche. No tengo costumbre de trasnochar, me martillea la música de la discoteca en la cabeza, el pelo me huele a tabaco y el estómago se me queja de tanto alcohol. Me quedo adormilada y me despierto cuando sale el sol, como siempre. Pero esta mañana no estoy tranquila ni me siento en paz conmigo misma y, desde luego, no estoy en condiciones para ponerme a meditar. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Ha sido una noche divertida, ¿no? He conocido gente interesante, me he puesto mi vestido, he bailado, he coqueteado con hombres...

HOMBRES
.

Cuanto más pienso en esa palabra, más frenética me pongo, hasta rozar el pánico.
Ya no sé cómo se hace esto
. Entre los 15 y los 25 he sido la coqueta más valiente y desvergonzada del mundo. Me parece recordar que era divertido eso de conocer a un tío, atraerlo lentamente, lanzándole indirectas y provocaciones veladas sin la menor cautela ni temor a las consecuencias.

Pero ahora sólo siento pánico e incertidumbre. Me pongo a pensar y convierto la noche en algo mucho más grande de lo que ha sido, viéndome emparejada con un galés que no me ha dado ni su
email
. Imagino nuestro futuro juntos, incluyendo las discusiones porque él fuma. Me planteo si entregarme a un hombre puede acabar destrozándome el viaje, el trabajo, la vida... Por otra parte, algo de romanticismo estaría bien. Llevo una larga temporada de sequía. (Recuerdo que Richard el Texano, hablando de mi vida amorosa, me dijo un día: «Tienes un problema de sequía, nena. Tienes que buscarte un aguador».) Me imagino a Ian viniendo a verme en su moto, con su torso musculoso de experto en minas, haciéndome el amor en mi jardín y me parece una idea muy agradable. Pero esta idea tan atractiva se convierte en un chirrido que acaba en un frenazo en seco, porque no quiero que nadie me vuelva a romper el corazón. Y entonces echo de menos a David, acordándome de él como hacía meses que no me acordaba y pensando:
Debería llamarlo para ver si quiere volver a intentarlo
. (Entonces recibo un mensaje telepático muy preciso de mi amigo Richard, que me dice:
Una idea genial, Zampa. ¿Qué pasa, que te hiciste una lobotomía anoche aparte de tomarte unas copitas de más?
) En pocos minutos paso de elucubrar sobre David a obsesionarme (como en los viejos tiempos) con mi ex marido, mi divorcio…

Pero ¿ese tema no lo habíamos liquidado ya, Zampa?

Y entonces me da por pensar en Felipe, el brasileño guapo y mayor. Es simpático.
Felipe
. Dice que soy joven y guapa y que lo voy a pasar muy bien en Bali. Tiene razón, ¿no? Debería relajarme y pasarlo bien, ¿no? Pero esta mañana no acabo de verle la gracia al asunto.

Se me ha olvidado cómo se hacía esto.

91

—¿Qué es esta vida? ¿Tú la entiendes? Yo, no.

La que dice esto es Wayan.

Estoy en su restaurante, tomando su delicioso y nutritivo almuerzo multivitamínico especial para ver si me ayuda a quitarme la resaca y la ansiedad. También está Armenia la brasileña que, como siempre, se deja caer por el centro estético antes de irse a casa a descansar del último balneario.

Wayan acaba de enterarse de que le van a renovar el contrato de la tienda a finales de agosto —dentro de tres meses—, pero que le suben el alquiler. Es casi seguro que se va a tener que ir otra vez, porque no tiene dinero para quedarse. Lo malo es que sólo tiene cincuenta dólares en el banco y no sabe adónde ir. Mudarse implica cambiar a Tutti de colegio otra vez. Tienen que buscarse una casa, una casa de verdad. Es absurdo que una balinesa viva así.

—¿Por qué nunca termina el sufrimiento? —nos pregunta Wayan.

No está llorando. Se limita a hacer una pregunta sencilla, insondable y eterna.

—¿Por qué todo siempre es lo mismo, mismo, mismo, sin final, sin descanso? Trabajas mucho un día, pero mañana sólo puedes trabajar otra vez. Comes, pero al otro día ya tienes hambre. Tienes amor y el amor se va. Naces sin nada, sin reloj, sin camiseta. Eres joven y pronto eres vieja. Trabajas mucho, pero igual eres vieja.

—Armenia, no —bromeo—. Ella no envejece, mírala.

—Porque ella es brasileña —dice Wayan, que va descubriendo cómo funciona el mundo.

Todas nos reímos, pero es un humor casi carcelario, porque la situación de Wayan no tiene ni pizca de gracia. Éstos son los datos: madre soltera, hija precoz, pequeño negocio, pobreza inminente, posibilidad de quedarse en la calle. ¿Qué solución le queda? Obviamente, no puede irse con la familia de su marido. Sus padres son campesinos pobres que viven en mitad del campo. Si se va a vivir con ellos, tendrá que abandonar su consulta, porque perderá a los pacientes. Y por supuesto, Tutti se quedará sin estudiar para poder ir algún día a la universidad de las doctoras de animales.

Además, hay que tener en cuenta otra serie de factores. ¿Quiénes eran las dos niñas tímidas a las que vi el primer día, escondiéndose de mí en la cocina? Resulta que son un par de huérfanas a las que ha adoptado Wayan. Las dos se llaman Ketut (para complicar aún más el asunto de los nombres que salen en este libro) y las llamamos Ketut Grande y Ketut Pequeña. Hace unos meses Wayan las vio pidiendo limosna en el mercado, medio muertas de hambre. Las había abandonado una tipa que parece sacada de una novela de Dickens, una mujer —puede que sea pariente suya— que es una especie de proxeneta de niños mendigos. Parece ser que los deposita en los marcados de Bali por la mañana y pasa a buscarlos por la noche en una camioneta, quedándose con el dinero que han sacado y llevándoselos a dormir a una choza. Cuando Wayan se las trajo a casa, llevaban días sin comer, tenían piojos, parásitos y de todo. Dice que la más pequeña tendrá unos 10 años y la mayor puede que tenga 13. Ellas no lo saben, como tampoco saben su apellido. (Lo único que recuerda Ketut Pequeña es que nació el mismo año que «el cerdo grande» de su pueblo, pero eso no nos ha sido de mucha ayuda.) Wayan las ha adoptado y las cuida con el mismo cariño que a su querida Tutti. Duermen las cuatro juntas en el colchón de la habitación que hay al fondo de la tienda.

El hecho de que una madre balinesa soltera que está al borde del desalojo decida adoptar a dos niñas recogidas de la calle es algo que supera ampliamente mi concepto de la compasión.

Quiero ayudarlas.

Ahora lo entiendo. Ahora entiendo ese estremecimiento tan tremendo que sentí al conocer a Wayan. Quería ayudar a esta madre soltera con una hija y dos huérfanas adoptadas. Quería proporcionarles una vida mejor. Lo malo era que no sabía cómo hacerlo. Pero hoy, mientras Wayan, Armenia y yo comemos, hablando de lo de siempre y haciendo bromas, miro a la pequeña Tutti y veo que está haciendo una cosa bastante rara. Se pasea por la tienda con un bonito baldosín azul cobalto en las manos, que lleva vueltas hacia arriba, mientras repite una especie de cántico. Me dedico a contemplarla para ver en qué consiste el tema. Pasa un buen rato jugando con el baldosín, lanzándolo al aire, diciéndole y cantándole cosas, empujándolo por el suelo como un coche de juguete. Al final se sienta encima de él en una esquina de la habitación, callada, con los ojos cerrados, canturreando sin parar, metida en una burbuja mística, invisible y sólo suya.

Pregunto a Wayan de qué va el tema. Me dice que Tutti se encontró el baldosín en un hotel de lujo que están construyendo en el barrio. Desde entonces lo había convertido en una especie de fetiche y no hacía más que decir a su madre: «Si alguna vez tenemos una casa, podemos ponerle un suelo azul tan bonito como éste». Según Wayan, Tutti se pasa horas sentada encima de ese diminuto azulejo azul con los ojos cerrados, jugando a que está en su casa nueva.

¿Qué más puedo decir? Cuando me entero de la historia, miro a Tutti, que sigue ensimismada con el azulejo, y digo:
Vale, se acabó
.

Y me despido de todas ellas, marchándome de la tienda para solucionar este asunto intolerable de una vez por todas.

92

Wayan me contó un día que cuando cura a un paciente se siente una mediadora del amor de Dios y que sabe lo que tiene que hacer sin pensarlo. Su intelecto se detiene, dando paso a la intuición y a un estado de gracia divina que le da plena seguridad en sí misma. Según dice, «es un viento que viene y me mueve las manos».

Puede que sea ese viento el que me saca de la tienda de Wayan, quitándome de un soplido la resaca y el estrés por la reaparición de los hombres en mi vida, guiándome hacia el cibercafé de Ubud, donde me siento y escribo —todo seguido, sin pararme a pensar— un correo electrónico para pedir fondos a todos los amigos que tengo repartidos por el mundo.

Les recuerdo a todos que mi cumpleaños es en julio y que voy a cumplir 35 años. Les cuento que no tengo absolutamente ningún antojo ni necesidad y que no me he sentido más feliz en mi vida. Les digo que, si estuviera en Nueva York, estaría organizando una fiesta de cumpleaños enorme y frívola a la que todos tendrían que ir con regalos y botellas de vino y que toda la historia sería ridículamente cara. Por tanto, les explico, les va a salir mucho más barato el hermoso gesto de hacer una donación para que una mujer indonesia llamada Wayan Nuriyashi se pueda comprar una casa en la que poder vivir con sus hijas.

Entonces les cuento la historia de Wayan, Tutti y las huérfanas, explicándoles la situación en que se encuentran. Les aseguro que yo voy a donar una cifra equivalente a la que logre recaudar, sea cual sea. Sé que son muchos los que sufren anónimamente en este mundo arrasado por las guerras, les explico, y sé que todos tenemos nuestras necesidades, pero ¿no es mejor hacer algo si se puede? Este pequeño grupo de personas se había convertido en mi familia en Bali y a la familia hay que cuidarla. Cuando iba a firmar el correo colectivo, recordé una cosa que me había dicho Susan hacía nueve meses, antes de marcharme a recorrer el mundo. Temiéndose que no me iba a volver a ver, me dijo: «Te conozco, Liz. Seguro que te enamoras y acabas comprándote una casa en Bali».

Menuda Nostradamus es Susan.

Cuando abrí mi correo electrónico a la mañana siguiente, ya había recaudado 700 dólares. Al día siguiente las donaciones superaron los ahorros que yo tenía disponibles.

No voy a contar detalladamente cómo fue la semana ni pretendo explicar qué se siente al abrir todos los días un aluvión de
emails
del mundo entero, diciendo: «¡Cuenta conmigo!». Todo el mundo ponía algo. Hasta los que estaban arruinados o endeudados daban algo sin dudarlo ni un instante. Una de las primeras en responder fue la novia de mi peluquero —que le había reenviado mi carta— con una donación de 15 dólares. El puñetero de mi amigo John no pudo evitar hacer el típico comentario irónico sobre lo larga, cursi y sensiblera que era mi carta («Oye, la próxima vez que te dé por montarte el cuento de la lechera procura que sea leche condensada, ¿vale?»), pero también puso dinero, eso sí. El novio nuevo de mi amiga Annie (un banquero de Wall Street al que yo ni conocía) se ofreció para doblar la cantidad final. Entonces el correo empezó a viajar por los ordenadores del mundo y me llegaban donaciones de gente a la que no conocía de nada. Fue un desbordamiento de generosidad global. Para no extenderme más diré que —siete días después de haber enviado la petición— entre mis amigos, mis familiares y un montón de desconocidos del mundo entero logré reunir casi 18.000 dólares para comprar a Wayan Nuriyashi una casa.

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