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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (39 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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24

Si Peshawar era la ciudad que me recordaba lo que en su día fue Kabul, Islamabad era la ciudad en la que podría haberse convertido. Las calles eran más anchas que las de Peshawar, también más limpias, y estaban flanqueadas por hileras de hibiscos y de «árboles de las llamas». Los bazares estaban más organizados y no había tantos atascos de
rickshaws
y peatones. La arquitectura era también más elegante, más moderna, y vi parques con rosas y jazmines en flor a la sombra de los árboles.

Farid encontró un pequeño hotel en una calle secundaria, a los pies de las colinas de Margalla. De camino hacia allí pasamos por delante de la mezquita de Sah Faisal, famosa por ser la más grande del mundo, con sus vigas gigantes de hormigón y sus elevados minaretes. Sohrab se incorporó al ver la mezquita, se asomó por la ventanilla y siguió mirándola hasta que Farid giró por la esquina.

La habitación del hotel era notablemente mejor que la que Farid y yo habíamos compartido en Kabul. Las sábanas estaban limpias, le habían pasado el aspirador a la alfombra y el baño se veía inmaculado. Había champú, jabón, maquinillas de afeitar, bañera y toallas que olían a limón. Y las paredes no tenían manchas de sangre. Un detalle más: un televisor sobre una mesita situada enfrente de las dos camas individuales.

—¡Mira! —le dije a Sohrab.

La encendí manualmente, sin utilizar el mando a distancia, y busqué en los canales. Encontré un programa infantil donde aparecían dos ovejas lanudas que cantaban en urdu. Sohrab se sentó en una de las camas con las rodillas junto al pecho. Mientras veía la televisión, imperturbable, balanceándose de un lado a otro, sus ojos verdes reflejaban las imágenes del aparato. Entonces me acordé de que una vez le prometí a Hassan que cuando nos hiciésemos mayores le compraría un televisor a su familia.

—Me voy, Amir
agha
—dijo Farid.

—Quédate esta noche —le pedí—. El viaje es muy largo. Vete mañana.


Tashakor
—replicó—. Quiero regresar esta noche. Echo de menos a mis hijos. —Se detuvo en el umbral de la puerta antes de abandonar la habitación—. Adiós, Sohrab
jan
—dijo.

Esperó una respuesta, pero Sohrab no le prestaba atención. Seguía balanceándose de un lado a otro con la cara iluminada por el resplandor plateado de las imágenes que parpadeaban en la pantalla.

Lo acompañé hasta el coche y le entregué un sobre. Él lo abrió y se quedó boquiabierto.

—No sabía cómo darte las gracias —le dije—. Has hecho tanto por mí...

—¿Cuánto dinero hay aquí? —me preguntó Farid ligeramente aturdido.

—Un poco más de tres mil dólares.

—Tres mil... —empezó a decir. El labio inferior le temblaba un poco.

Después, cuando tomó la curva, pitó dos veces y se despidió con la mano. Le devolví el gesto. Nunca he vuelto a verlo.

Regresé a la habitación del hotel y me encontré a Sohrab tendido en la cama, acurrucado en forma de C. Tenía los ojos cerrados, pero no podía asegurar que estuviese dormido. Había apagado el televisor. Me senté en la cama, sonreí con dolor y me sequé el sudor frío que me caía por la frente. Me pregunté durante cuánto tiempo seguirían doliéndome esas pequeñas acciones de levantarme, sentarme o darme la vuelta en la cama. Me pregunté cuándo sería capaz de comer alimento sólido. Me pregunté qué haría con aquel pequeño que estaba acostado en la cama, aunque una parte de mí ya lo sabía.

En el tocador había una garrafa de agua. Me serví un vaso y me tomé un par de analgésicos de los que me había dado Armand. El agua estaba caliente y tenía un sabor amargo. Corrí las cortinas y me tumbé en la cama. Tenía la sensación de que el pecho se me abría. Conseguí respirar de nuevo cuando el dolor aminoró un poco, me subí la sábana hasta la barbilla y esperé a que las pastillas de Armand surtieran efecto.

Cuando me desperté, la habitación estaba más oscura. El pedazo de cielo que asomaba entre las cortinas era del color púrpura que el crepúsculo presenta al anochecer. Las sábanas estaban empapadas y me palpitaba el corazón. Había vuelto a soñar, pero no recordaba qué.

Cuando miré la cama de Sohrab y la encontré vacía, el corazón me dio un vuelco y sentí náuseas. Lo llamé. El sonido de mi propia voz me sorprendió. Me sentía desorientado, en la habitación oscura de un hotel, a miles de kilómetros de casa, con el cuerpo roto, pronunciando el nombre de un niño al que conocía desde hacía sólo unos días. Volví a llamarlo y no oí nada. Salí de la cama a duras penas, miré en el baño y en el estrecho pasillo fuera de la habitación. Se había ido.

Cerré la puerta con llave y me dirigí a la recepción, agarrándome en todo momento a la barandilla para no caer. A un lado del mostrador había una palmera artificial llena de polvo. El papel pintado tenía un estampado de flamencos rosas. El director del hotel, el señor Fayyaz, estaba leyendo un periódico detrás del mostrador de fórmica. Le describí a Sohrab y le pregunté si lo había visto. El hombre dejó el periódico y se quitó las gafas. Tenía el cabello grasiento y un pequeño bigote rectangular salpicado de canas. Olía vagamente a una fruta tropical que no pude identificar.

—Niños... Les gusta dar vueltas por ahí... —dijo suspirando—. Yo tengo tres. Se pasan el día por ahí, preocupando a su madre. —Se abanicaba con el periódico y me miraba la boca fijamente.

—No creo que haya salido a dar una vuelta —objeté—. No somos de aquí. Temo que haya podido perderse.

Sacudió entonces la cabeza de lado a lado.

—En ese caso debería haberlo vigilado, señor.

—Lo sé. Pero me he quedado dormido, y cuando me he despertado, había desaparecido.

—Los niños deben estar siempre controlados.

—Sí, lo sé —repuse.

Notaba que se me aceleraba el pulso. ¿Cómo podía ser tan insensible a mi inquietud? Se cambió el periódico de mano y siguió abanicándose.

—Ahora quieren una bicicleta.

—¿Quiénes?

—Mis hijos —contestó—. No dejan de repetir: «Papá, papá, por favor, cómpranos una bicicleta y no te molestaremos más. ¡Por favor, papá!» —Resopló brevemente por la nariz—. Una bicicleta. Su madre me mataría, se lo juro.

Me imaginé a Sohrab en una zanja. O en el maletero de un coche, amordazado y atado. No quería mancharme las manos con su sangre. Con la suya no.

—Por favor... —dije. Forcé la vista. Leí el pequeño distintivo con su nombre que llevaba en la solapa de la camisa azul de manga corta—. ¿Lo ha visto, señor Fayyaz?

—¿Al niño?

—¡Sí, al niño! —grité—. Al niño que venía conmigo. ¿Lo ha visto o no, por el amor de Dios?

Dejó de abanicarse y entornó los ojos.

—No se haga el listo conmigo, amigo. No soy yo quien lo ha perdido.

Que tuviese razón no evitó que me subieran los colores a la cara.

—Es cierto. Es culpa mía. Pero ¿lo ha visto?

—Lo siento —dijo secamente. Volvió a ponerse las gafas y abrió con rabia el periódico—. No he visto a ningún niño. —Permanecí otro minuto inmóvil en el mostrador, intentando no gritar. Cuando me disponía a abandonar el vestíbulo, me preguntó—: ¿Se le ocurre dónde puede haber ido?

—No —respondí. Me sentía agotado. Agotado y asustado.

—¿Tiene un interés particular por algo? —dijo. Vi que había doblado el periódico—. Mis hijos, por ejemplo, harían cualquier cosa por una película de acción americana, sobre todo por las de ese tal Arnold Nosequénegger...

—¡La mezquita! —exclamé—. La gran mezquita.

Recordé cómo la mezquita había sacado a Sohrab de su estupor cuando pasamos junto a ella, cómo se había asomado por la ventanilla para mirarla.

—¿Sah Faisal?

—Sí. ¿Puede llevarme allí?

—¿Sabe que es la mezquita más grande del mundo? —inquirió.

—No, pero...

—Sólo el patio puede albergar a cuarenta mil personas.

—¿Puede llevarme allí?

—Está sólo a un kilómetro de aquí —dijo, aunque ya estaba saliendo de detrás del mostrador.

—Le pagaré por el desplazamiento —afirmé.

Suspiró y sacudió la cabeza.

—Espere aquí.

Desapareció por una puerta y regresó con otro par de gafas y unas llaves. Una mujer bajita y regordeta vestida con un sari de color naranja lo seguía. Ella ocupó el lugar que el hombre dejaba vacante detrás del mostrador.

—No aceptaré el dinero —dijo, haciendo un gesto con la mano—. Lo acompaño hasta allí porque soy padre, como usted.

Pensé que acabaríamos dando vueltas por la ciudad hasta que cayera la noche. Me veía llamando a la policía, describiendo a Sohrab bajo la mirada de reproche de Fayyaz. Ya oía al oficial, con voz cansada y sin ningún interés, formulándome las preguntas de rigor. Y más allá de las preguntas oficiales, una no oficial: ¿a quién demonios le importa otro niño afgano muerto? Y, sobre todo, un hazara.

Pero dimos con él a unos cien metros de la mezquita. Estaba sentado en el aparcamiento, en medio de una rotonda de césped. Fayyaz se acercó a la rotonda y me ayudó a bajar.

—Tengo que regresar —dijo.

—No se preocupe. Volveremos caminando —repuse—. Gracias, señor Fayyaz. De verdad.

Cuando salí, apoyó el brazo en el respaldo del asiento que yo acaba de dejar y me miró a los ojos.

—¿Puedo decirle una cosa?

—Por supuesto.

En la oscuridad del crepúsculo, su cara quedaba reducida a un par de gafas que reflejaban la luz mortecina.

—Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que... Bueno, su gente es un poco temeraria.

Estaba cansado y me dolía todo. Las mandíbulas me daban punzadas. Y las malditas heridas del pecho y el abdomen eran como una alambrada bajo la piel. No obstante, a pesar de todo, me eché a reír.

—¿Qué..., qué es lo que...? —comenzó a balbucear Fayyaz, pero yo estaba ya desternillándome, ahogado por las risotadas que luchaban por salir de mi boca llena de hierros—. Gente loca... —dijo.

Cuando arrancó, los neumáticos chirriaron y vi las luces traseras, un destello de rojo en la luz del atardecer.

—Me has dado un buen susto —le dije a Sohrab. Me senté a su lado e hice una mueca de dolor al agacharme.

Estaba contemplando la mezquita. La mezquita de Sah Faisal tenía la forma de una tienda gigante. Los coches iban y venían; los fieles, vestidos de blanco, entraban y salían. Nos sentamos en silencio, yo apoyado en un árbol, Sohrab a mi lado, con las rodillas pegadas al pecho. Oímos la llamada a la oración y vimos cómo, en cuanto desapareció la luz del día, se encendían los cientos de luces del edificio. La mezquita brillaba como un diamante en la oscuridad. Iluminaba el cielo y la cara de Sohrab.

—¿Has estado alguna vez en Mazar-i-Sharif? —me preguntó Sohrab con la barbilla apoyada en las rodillas.

—Hace mucho tiempo. No me acuerdo muy bien.

—Mi padre me llevó allí cuando era pequeño. Fueron también mi madre y Sasa. Mi padre me compró un mono en el bazar. No un mono de verdad, sino de ésos que se inflan. Era marrón y llevaba una corbata de lazo.

—Creo que de niño yo también tuve uno de ésos.

—Mi padre me llevó a la Mezquita Azul, a la tumba de Hazrat Alí —dijo Sohrab—. Recuerdo que fuera del
masjid
había muchas palomas y que no tenían miedo de la gente. Iban directas a nosotros. Sasa me dio trocitos de
naan
, yo los lancé al suelo y en un momento estuve rodeado de palomas que picoteaban sin parar. Fue divertido.

—Debes de echar mucho de menos a tus padres —apunté. Me preguntaba si habría visto a los talibanes arrastrar a sus padres hasta la calle. Esperaba que no hubiese sido así.

—¿Echas tú de menos a tus padres? —inquirió, apoyando la mejilla en las rodillas y levantando la vista para mirarme.

—¿Si echo de menos a mis padres? Bueno..., a mi madre no la conocí. Mi padre murió hace unos años... y sí, lo echo de menos. A veces mucho.

—¿Te acuerdas de cómo era?

Pensé en el cuello grueso de Baba, en sus ojos negros, en su indomable cabello castaño. Sentarme en su regazo era como estar sentado sobre un par de troncos.

—Sí, me acuerdo de cómo era —respondí—. También me acuerdo de su olor.

—Yo empiezo a olvidarme de sus caras. ¿Es malo eso?

—No. Es lo que pasa con el tiempo. —De pronto recordé algo. Busqué en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué la foto en la que aparecían Hassan y Sohrab—. Mira —le dije.

Se acercó la fotografía a un centímetro de la cara y la giró para que le diera la luz de la mezquita. La observó durante mucho rato. Pensé que estallaría en llanto, pero no lo hizo. Se limitó a sostenerla con las dos manos, a recorrer su superficie con el dedo pulgar. Pensé en una frase que había leído en alguna parte, o que tal vez había oído mencionar a alguien: en Afganistán hay muchos niños, pero poca infancia. Tendió la mano para devolvérmela.

—Quédatela. Es tuya.

—Gracias. —Miró de nuevo la fotografía y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Entonces entró en el aparcamiento un carro tirado por un caballo que llevaba unas tintineantes campanillas al cuello—. Últimamente he estado pensando mucho en mezquitas —dijo Sohrab.

—¿Sí? ¿Y en qué de ellas?

Se encogió de hombros.

—Sólo pensando en ellas. —Levantó la cara y me miró directamente. Estaba llorando, tranquilamente, en silencio—. ¿Puedo preguntarte una cosa, Amir
agha
?

—Por supuesto.

—¿Me llevará Dios...? —empezó, y se atragantó un poco—. ¿Me llevará Dios al infierno por lo que le hice a aquel hombre?

Intenté abrazarlo y se estremeció. Me retiré.


Nay
. Por supuesto que no —respondí.

Tenía ganas de sentirlo cerca, de abrazarlo, de decirle que era el mundo el que no había sido bueno con él, y no al contrario.

Esbozó una mueca y luchó por conservar la compostura.

—Mi padre decía que hacer daño a la gente está mal, aunque sea mala gente. Porque no saben hacerlo mejor y porque la mala gente a veces acaba siendo buena.

—No siempre, Sohrab. —Me lanzó una mirada inquisitiva—. Yo conocía desde hace mucho tiempo al hombre que te hizo daño —le conté—. Supongo que te lo imaginarías, por la conversación que mantuvimos. Él... él intentó hacerme daño en una ocasión cuando yo tenía tu edad, pero tu padre me salvó. Tu padre era muy valiente, siempre me salvaba de las situaciones peligrosas, siempre daba la cara por mí. Y hubo un día en que un niño malo le hizo daño a tu padre, de una manera muy mala, y yo... yo no pude salvar a tu padre como él me había salvado a mí.

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