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Authors: Ignacio Ramonet Noam Chomsky
Muy especialmente el mundo de las finanzas. Este reúne las cuatro cualidades que hacen de él un modelo perfectamente adaptado al nuevo orden tecnológico: es inmaterial, inmediato, permanente y planetario. Atributos, por así decirlo, divinos y que, lógicamente, dan lugar a un nuevo culto, una nueva religión: la del mercado. Se intercambian instantáneamente, día y noche, datos de un extremo a otro de la Tierra. Las principales Bolsas están vinculadas entre sí y funcionan en bucle. Sin interrupción. Mientras que, a través del mundo, delante de sus pantallas electrónicas, millares de jóvenes superdiplomados, superdotados, pasan sus días colgados del teléfono. Son los expertos de la nueva ideología dominante: el pensamiento único. La que siempre tiene razón y ante la que todo argumento —con mayor motivo si es de orden social o humanitario— tiene que inclinarse.
En las democracias actuales, cada vez más ciudadanos libres se sienten enfangados, atrapados por esta viscosa doctrina que, imperceptiblemente, envuelve todo razonamiento rebelde, lo inhibe, lo paraliza y acaba por ahogarlo. Hay una sola doctrina, la del pensamiento único, autorizada por una invisible y omnipresente policía de la opinión.
Desde la caída del muro de Berlín, el hundimiento de los regímenes comunistas y la desmoralización del socialismo, la altivez y la insolencia de esta doctrina han alcanzado tal grado que, sin exagerar, se puede calificar a este nuevo furor ideológico de dogmatismo moderno.
¿Qué es el pensamiento único? La traducción a términos ideológicos de pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en especial, las del capital internacional. Se puede decir que está formulada y definida a partir de 1944, con ocasión de los acuerdos de Bretton-Woods. Sus fuentes principales son las grandes instituciones económicas y monetarias —Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, Acuerdo General sobre Tarifas Aduaneras y Comercio, Comisión Europea, Banco de Francia, etc.— quienes, mediante su financiación, afilian al servicio de sus ideas, en todo el planeta, a muchos centros de investigación, universidades y fundaciones que, a su vez, afinan y propagan la buena nueva.
Esta es recogida y reproducida por los principales órganos de información económica y principalmente por las
biblias
de inversores y especuladores de bolsa —
The Wall Street Journal, The Financial Times, The Economist, Far Eastern Economic Review,
Agencia Reuter, etc.— que suelen ser propiedad de grandes grupos industriales o financieros. En casi todas partes facultades de ciencias económicas, periodistas, ensayistas y también políticos, examinan de nuevo los principales mandamientos de estas nuevas tablas de la ley y, usando como repetidores los medios de comunicación de masas, los reiteran hasta la saciedad sabiendo a ciencia cierta que, en nuestra sociedad mediática, repetición vale por demostración.
El primer principio del pensamiento único es tanto más fuerte cuanto un marxista distraído no renegaría de él en absoluto: lo económico prima sobre lo político. Fundándose en este principio ocurrió, por ejemplo, que un instrumento tan importante como el Banco de Francia, se hizo independiente sin oposición notable en 1994 y, en cierto modo,
quedó a salvo de los azares políticos.
«El Banco de Francia es independiente, apolítico y transpartidario», afirma, en efecto, su gobernador, el señor Jean-Claude Trichet, quien añade no obstante: «Pedimos que se reduzcan los déficits públicos» y «pretendemos una estrategia de moneda estable». Como si estos dos objetivos no fueran políticos.
Se defiende en nombre del
realismo
y el
pragmatismo
—que el ensayista neoliberal Alain Minc formula de la manera siguiente: «El capitalismo no puede derrumbarse; es el estado natural de la sociedad. La democracia no es el estado natural de la sociedad. El mercado, sí»—. Se coloca a la economía en el puesto de mando. Una economía liberada, como es natural, del obstáculo de lo social, especie de ganga patética cuyo peso es, al parecer, causa de regresión y crisis.
Los otros conceptos clave del pensamiento único son conocidos: el mercado, cuya
mano invisible corrige las asperezas y disfunciones del capitalismo
y muy especialmente los mercados financieros cuyos
signos orientan y determinan el movimiento general de la economía;
la competencia y la competitividad que
estimulan y dinamizan a las empresas llevándolas a una permanente y benéfica modernización;
el libre intercambio sin límites,
factor de desarrollo ininterrumpido del comercio y, por consiguiente, de la sociedad;
la mundialización, tanto de la producción manufacturera como de los flujos financieros; la división internacional del trabajo que
modera las reivindicaciones sindicales y abarata los costes salariales;
la moneda fuerte,
factor de estabilización;
la desreglamentación; la privatización; la liberalización, etc. Cada vez
menos de estado,
un arbitraje constante en favor de los ingresos del capital en detrimento de los del trabajo. Y una indiferencia con respecto al costo ecológico.
La repetición constante, en todos los medios de comunicación, de este catecismo por parte de los periodistas
de reverencia
y de casi todos los políticos, de derecha como de izquierda, le confiere una fuerza de intimidación tan grande que ahoga toda tentativa de reflexión libre y hace muy difícil la resistencia contra este nuevo oscurantismo.
Se puede llegar casi a considerar que los 17,4 millones de parados europeos, el desastre urbano, la precarización general, los suburbios a punto de estallar, el saqueo ecológico, el retorno de los racismos y la marea de marginados, son simples espejismos, alucinaciones culpables y altamente discordantes en este mundo feliz que está edificando, para nuestras conciencias anestesiadas, el pensamiento único.
Lo más frecuente, sin embargo, es que los mercados funcionen, por así decirlo, a ciegas, integrando parámetros tomados casi prestados de la brujería o de la psicología barata como:
la economía del rumor, el análisis de comportamientos gregarios, o incluso el estudio de los contagios miméticos.
Sobre todo porque, en virtud de sus nuevas características, el mercado financiero ha puesto a punto varias gamas de nuevos productos —derivados, futuros— extremadamente complejos y volátiles, que pocos expertos conocen bien y que dan a estos una ventaja considerable en las transacciones —no sin riesgos, como el desastre financiero del banco británico Barings ha mostrado recientemente—. Hay apenas unos diez en el mundo que sepan actuar útilmente —es decir, en pro de su mayor beneficio— sobre el curso de valores o de monedas. Son considerados
los amos de los mercados,
una palabra de uno de ellos y todo puede tambalearse, el dólar baja, la Bolsa de Tokio se derrumba.
Frente a la potencia de estos mastodontes de las finanzas, los Estados ya no pueden hacer gran cosa. La reciente crisis financiera de México, desencadenada a finales de diciembre de 1994, lo ha mostrado de modo especial. ¿Qué peso tienen las reservas acumuladas en divisas de Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Italia, Reino Unido y Canadá —los siete países más ricos del mundo— frente al poder disuasorio financiero de los fondos de inversión privados, en su mayoría anglosajones o japoneses? No demasiado. A título de ejemplo, pensemos que, en el más importante esfuerzo financiero que jamás se haya consentido en la historia económica moderna en favor de un país —en este caso, México— los grandes Estados del planeta, entre ellos Estados Unidos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional lograron, todos juntos, reunir aproximadamente 50.000 millones de dólares, una suma considerable. Pues bien, los tres fondos de pensiones americanos, ellos solos —los
Big Three
de hoy día—
Fidelity Investiments, Vanguard Group
y
Capital Research and Management
controlan 500.000 millones de dólares.
Los gerentes de estos fondos concentran en sus manos un poder financiero de una envergadura inédita, que no posee ningún ministro de economía ni gobierno de banco central alguno. En un mercado que se ha convertido en instantáneo y planetario, todo cambio brutal de esos auténticos mamuts de las finanzas puede originar la desestabilización económica de cualquier país.
Dirigentes políticos de las principales potencias planetarias, reunidos con los 850 más importantes responsables económicos del mundo dentro del marco del Foro Internacional de Davos (Suiza) en enero de 1995, dijeron hasta qué punto desaprobaban la nueva consigna de moda
(¡Todos los poderes al mercado!)
y cuánto temían a la potencia sobrehumana de esos gerentes de fondos, cuya fabulosa riqueza se ha liberado totalmente de los gobiernos y que actúan a su gusto en el espacio cibernético de la geografía financiera.
Este constituye una especie de Nueva Frontera, un Nuevo Territorio del cual depende la suerte de gran parte del mundo, sin contrato social, sin sanciones, sin leyes, a excepción de aquellas que los protagonistas fijan arbitrariamente, para su mayor provecho.
Los mercados votan cada día —considera el Sr. George Soros, financiero multimillonario— obligan a los gobiernos a adoptar medidas ciertamente impopulares, pero imprescindibles. Son los mercados quienes tienen sentido del Estado.
A lo cual responde el Sr. Raymond Barre, antiguo primer ministro francés y gran defensor del liberalismo económico: «Decididamente, ya no se puede dejar el mundo en manos de una banda de irresponsables de 30 años que no piensan sino en hacer dinero». Él juzga que el sistema financiero internacional no posee los medios institucionales apropiados para hacer frente a los desafíos de la globalización y la apertura general de los mercados. Lo mismo comprueba el Sr. Butros Butros Ghali, secretario general de las Naciones Unidas:
La realidad del poder mundial escapa con mucho a los estados. Tanto es así que la globalización implica la emergencia de nuevos poderes que trascienden las estructuras estatales.
Entre estos nuevos poderes, el de los medios de comunicación de masas aparece como uno de los más potentes y temibles. La conquista de audiencias masivas a escala planetaria desencadena batallas homéricas. Grupos industriales están enzarzados en una guerra a muerte por el dominio de los recursos del multimedia y de las autopistas de información que, según el vicepresidente norteamericano, Sr. Albert Gore, «representan para los Estados Unidos de hoy lo que las infraestructuras del transporte por carretera representaron a mediados del siglo XX».
Por vez primera en la historia del mundo, se dirigen mensajes (informaciones y canciones) permanentemente, por medio de cadenas de televisión conectadas por satélite, al conjunto del planeta. Existen actualmente dos cadenas planetarias —
Cable News Network
(CNN)
y
Music Televisión
(MTV)
—, pero mañana serán decenas, que influirán y trastornarán costumbres y culturas, ideas y debates. Y perturbarán como parásitos, modificarán o harán cortocircuito a la palabra de los gobernantes, así como a su conducta.
Grupos más poderosos que los Estados hacen una
razzia
en el bien más preciado de las democracias: la información. ¿Impondrán su ley al mundo entero y abrirán una nueva era en que la libertad del ciudadano no será más que pura ilusión? ¿Estamos manipulados, condicionados, vigilados?
En un Estado de derecho, ¿es pertinente hacer estas preguntas? Por desgracia, sí. Con una inquietud creciente, los ciudadanos comprueban en su vida cotidiana una influencia dominante, cada vez más fuerte, de estos nuevos poderes y sus recientes armas de control social.
A este respecto, el personaje principal de la novela de John Grisham,
La Firma,
Mitch Mc Deere, encarna de manera ejemplar al hombre moderno versión fin de siglo, atrapado en el engranaje contradictorio de sus ambiciones y sus pesadillas. Primero formado, educado en las más exigentes escuelas, condicionado para ser el mejor, Mc Deere es contratado por una firma prestigiosa. Esta, desde entonces, por medio de las técnicas de comunicación más sofisticadas, no cesa de espiarlo, vigilarlo y controlarlo: seguimientos, micrófonos ocultos, escuchas telefónicas, teleobjetivos, cámaras de video disimuladas hasta en su propia habitación. En los dos tiempos de este recorrido —primero, el amaestramiento y luego, la actitud policial— ¿qué es de la libertad del individuo? ¿Qué nuevo tipo de sociedad se está esbozando así con la complicidad de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información? ¿Dónde están a partir de entonces, los nuevos poderes? ¿Qué nuevas amenazas planean sobre la democracia?
La crisis de las grandes máquinas coaccionadoras —familia, escuela, Iglesia, ejército— y el fracaso de los Estados totalitarios que practican a gran escala el adoctrinamiento de masas, ha podido hacer creer que el ciudadano recobraba una autonomía sin cortapisas. Es una ilusión. Bajo un aparente sosiego, todo indica, por el contrario, el refuerzo del control social, este
conjunto de recursos materiales y simbólicos de que dispone una sociedad para asegurarse de la conformidad del comportamiento de sus miembros a un conjunto de reglas y principios prescritos y sancionados.
En efecto, se están instalando nuevos métodos de coacción más sutiles, más insidiosos y eficaces, mientras surgen técnicas último grito, a base de electrónica e información, para seguir por sus propias huellas el recorrido de los ciudadanos, tomar nota de lo que se aparta de las normas y castigar las desviaciones. Nadie está a salvo.
En el transcurso de los años treinta y cuarenta, los estados totalitarios —fascistas y estalinistas— fueron acusados de adoctrinar a los niños, sugestionarlos y volverlos, si fuera el caso, contra sus propios padres. Los refinamientos de la propaganda y su eficacia llevaban a preguntarse con horror:
¿Podemos convertirnos, por el efecto imperceptible de la persuasión, en lo contrario de lo que somos? ¿Hay un Mr. Hyde dormitando fatalmente en nosotros que una hábil propaganda parece que tuviera el poder de despertar?
Preguntas psicológicamente impresionantes y políticamente inquietantes, a las que desde los años treinta han tratado de responder George Orwell, Thomas Mann, Theodor Adorno, Walter Benjamin… Ellos veían en el desarrollo de los grandes medios eléctricos de comunicación de masas —micrófono, altavoz, disco, radio, cine— técnicas temibles para dominar e imponer un
pensamiento administrado.