Cómo nos venden la moto (9 page)

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Authors: Ignacio Ramonet Noam Chomsky

BOOK: Cómo nos venden la moto
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Esto ha cambiado bajo la influencia de la televisión que ocupa un lugar dominante dentro de la jerarquía de los medios de comunicación, y extiende su modelo. El diario televisado, principalmente gracias a su ideología de lo directo y del tiempo real, ha ido imponiendo poco a poco un concepto radicalmente distinto de la información. Informarse es, desde entonces,
mostrar la historia en marcha
o, más concretamente,
hacernos asistir en directo al acontecimiento.

Se trata, en materia de información, de una revolución copernicana, cuyas consecuencias no se han terminado de medir. Pues supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) basta para darle toda su significación. En última instancia, el periodista mismo está de más en este cara a cara del telespectador y la historia. El objetivo prioritario para el ciudadano, su satisfacción, ya no es comprender el alcance de un acontecimiento, sino simplemente verlo, mirar cómo se produce bajo sus ojos. Esta coincidencia es considerada como feliz. De este modo se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender.

Ahora bien, nuestra racionalidad moderna se ha edificado muy exactamente contra el postulado
ver es comprender.
Los racionalistas del Renacimiento y el Siglo de las Luces tuvieron que combatir las fuerzas oscurantistas que se apoyaban en la idea de que
ver es comprender.
Galileo mostró que aunque yo
vea
al sol girar alrededor de la Tierra, en realidad es la Tierra la que gira alrededor del Sol. Y Diderot, con los enciclopedistas, advertiría que
hay que desconfiar de los propios ojos y de los propios sentidos.
Yo
veo
el horizonte plano, pero la Tierra es redonda. Ya que, como bien dice la sabiduría popular,
el hábito no hace al monje y las apariencias engañan.
La razón y el razonamiento son los que me hacen comprender, y no los ojos. Cuando la información moderna se funda en la idea de que ver es comprender, contribuye a una formidable regresión intelectual que nos hace volver varios siglos atrás, a la era prerracional.

¿Y cómo pretender que todo acontecimiento, por muy abstracto que sea, debe necesariamente presentar una parte visible, mostrable, televisable? Esto trae consigo una emblematización reductora, cada vez más frecuente, de acontecimientos con carácter complejo. Por ejemplo, todo el alcance de los acuerdos Israel-OLP parece que se ha reducido al simple apretón de manos Rabin-Arafat… Por otra parte, tal concepto de la información conduce a una afligida fascinación por las imágenes
en directo,
de acontecimientos realistas, sucesos violentos y sangrantes.

Hay otro concepto que ha cambiado: el de actualidad. ¿Qué es a partir de ahora la actualidad? ¿A qué acontecimiento hay que darle un lugar privilegiado dentro de la abundancia de hechos de todo el mundo? ¿En función de qué criterio escoger? Ahí, una vez más, la influencia de la televisión parece determinante. Es ella, con el impacto de sus imágenes, quien impone su elección y obliga prácticamente a la prensa escrita a seguirla. La televisión construye la actualidad, provoca el choque emocional y condena prácticamente a los hechos huérfanos de imágenes al silencio y la indiferencia. Poco a poco se establece en las mentes la idea de que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza en imágenes. O, por decirlo de otro modo, que un acontecimiento que se puede mostrar (si es posible en directo y en tiempo real), es más fuerte, más eminente que el que permanece invisible y cuya importancia es abstracta. En el nuevo orden de los medios de comunicación, las palabras o los textos no valen tanto como las imágenes.

El tiempo de la información también ha cambiado. La medida óptima de los medios de comunicación es ahora la instantaneidad (el tiempo real), lo directo, que sólo la televisión y la radio pueden practicar. Eso hace envejecer a la prensa diaria, forzosamente en retraso con relación al acontecimiento y a la vez demasiado cerca de él para lograr sacar, con la suficiente perspectiva, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse.

Hay un cuarto concepto que se ha modificado y es fundamental: el de la veracidad de la información. Ahora, un hecho es verdad no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en sus fuentes, sino sencillamente porque otros medios de comunicación repiten las mismas afirmaciones y
confirman.
Si la televisión, partiendo de un despacho o de una imagen de agencia, presenta una noticia y la prensa escrita y luego la radio vuelven a dar esta noticia, eso basta para acreditarla como veraz. Así fue, recordemos, como se construyeron la mentira del montón de cadáveres de Timisoara y todas las de la guerra del Golfo. Los medios de comunicación ya no saben distinguir, estructuralmente, lo verdadero de lo falso.

En esta conmoción mediática, es cada vez más vano querer analizar la prensa escrita aislada de los demás medios de información. Los medios (y los periodistas) se repiten, se imitan, se copian, se responden, se entremezclan hasta el punto de que ya no constituyen sino un solo sistema de información dentro del cual es cada vez más arduo distinguir la especificidad de uno de ellos separándolo de los otros.

Las democracias catódicas

Finalmente, información y comunicación tienden a confundirse. Demasiados periodistas siguen creyendo que son ellos los únicos que producen la información, cuando toda la sociedad se ha puesto frenéticamente a hacer lo mismo. Ya no queda prácticamente institución (administrativa, militar, económica, cultural, social, etc.) que no disponga de un servicio de comunicación, de relaciones públicas y no emita, sobre sí misma y sus actividades, un discurso pictórico y elogioso. A este respecto, todo el sistema, en las democracias catódicas, se ha vuelto astuto e inteligente, totalmente capaz de manipular arteramente a los medios de comunicación y resistir sabiamente a su curiosidad.

A todos estos desbarajustes se añade un malentendido esencial. Muchos ciudadanos consideran que, confortablemente instalados en el sofá de su salón y viendo en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse seriamente.
Es
un error mayúsculo, por tres razones: primero, porque el informativo televisado, estructurado como una ficción, no está hecho para informar, sino para distraer. A continuación, porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (unas veinte por cada telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y desinformación. Y, finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión que tiene que ver con el mito publicitario más que con la movilización cívica. Informarse cansa y a este precio el ciudadano adquiere el derecho de participar inteligentemente en la vida democrática.

Muchos titulares de prensa escrita siguen no obstante, por mimetismo televisivo, adoptando características propias del medio catódico: maqueta de la primera página concebida como una pantalla, longitud de los artículos reducida, personalización excesiva de los periodistas, prioridad a lo sensacional, práctica sistemática del olvido, de la amnesia con respecto a las informaciones que hayan perdido actualidad, etc.

La prensa escrita ha simplificado su discurso en el momento en que aparecen nuevos poderes que nadie denuncia y el mundo, conmocionado por el fin de la guerra fría y las revoluciones tecnológicas, se ha complicado de un modo considerable. Una separación tan grande entre este simplismo, de la prensa y la nueva complejidad de la política internacional desconcierta a muchos ciudadanos que ya no encuentran en las páginas de su gaceta un análisis diferente, más detallado, más exigente que la que propone el informativo de televisión. Esta simplificación es tanto más paradójica cuanto el nivel educativo global de nuestras sociedades no cesa de elevarse y el número de diplomados va en aumento. Aceptando no ser sino el eco de las imágenes televisadas, muchos periódicos decepcionan, pierden su propia especificidad y, por añadidura, lectores.

En el mejor de los casos, en ciertos países la prensa escrita, para escapar a la dominación que sobre ella ejerce la televisión, ha abierto nuevos territorios a la información. En dos ámbitos: la vida privada de las personalidades públicas y los asuntos de interés público que implican a personalidades del mundo político o económico. El primero es abundantemente explotado, sobre todo en Estados Unidos y el Reino Unido, por los periódicos de pequeño formato. El segundo, más serio, ha visto en estos últimos años en España, Francia e Italia principalmente, la renovación de lo que no hace mucho tiempo se llamaba periodismo de investigación y que hoy se designa como
periodismo de revelación.

Se trata, en sentido propio, de revelar, es decir, sacar a la luz lo que estaba escondido, de analizar lo que estaba oculto, de explicar lo que no es visible. Esto la televisión, por definición, no puede mostrarlo ya que casi nunca hay imágenes. Se trata de expedientes, de papeles y documentos cuya exhibición por medio de imágenes no añade nada. En este tipo de periodismo son el razonamiento y la demostración los que vuelven a ser figuras importantes. Pensar, y no simplemente ver, vuelve a ser posible, hasta cierto punto, pues muchos periódicos, y los grupos a los que pertenecen, están comprometidos en esta vía por su propia supervivencia económica.

La confrontación con la televisión es entonces prioritaria a riesgo de hacer
revelaciones
todos los días, a toda costa; a riesgo de olvidar la ética profesional o de maltratar a la deontología, traicionando así doblemente a los ciudadanos lectores, tomados como rehenes en esta guerra de medios de comunicación, en la que todos los golpes están permitidos, incluso los más bajos.

Tanto más cuanto que la influencia de la televisión, principalmente en materia de diplomacia, no ha dejado de crecer en estos últimos años. Hemos podido verificarlo con ocasión de las grandes crisis internacionales. Sin las imágenes desgarradoras del mercado bombardeado de Sarajevo ¿habría habido un ultimátum de la ONU? Sin la conmovedora visión de los niños hambrientos de Mogadiscio, ¿habría habido un desembarco militar en Somalia? No es seguro.

En nuestras democracias mediáticas, la conminación humanitaria dicta desde ahora la actitud de los cancilleres y prescribe una aflictiva
diplomacia del audímetro,
con los temibles riesgos que esto supone:

Si la política americana [advierte el profesor George F. Kennan] y el enrolamiento de nuestras fuerzas armadas en el exterior están condicionados por la industria de la televisión comercial e inspirados por la pulsión emocional de la gente, ya no habrá más gobiernos responsables.

En este sentido, un alto funcionario del Departamento de Estado ha revelado recientemente que para no actuar en la ex Yugoslavia bajo la presión de la máquina mediática, la estrategia del presidente Clinton consiste en evitar a toda costa que Bosnia aparezca en la primera página de los grandes medios de comunicación. Cada día de silencio sobre Bosnia en los informativos de televisión es un día ganado.

Si el choque de las informaciones arranca a los dirigentes de su inmovilismo, ¿hay que lamentarlo? Teóricamente, no. Ya que una de las principales funciones del
cuarto poder
es, efectivamente, actuar como un aguijón en nombre de los valores de la democracia. Pero la mayor parte de los medios de comunicación no tendrían el menor derecho a reivindicar esta noble función; arrastrados a una deriva que tanto daña, no suelen ser ya dignos de ejercerla. Instantaneidad, espectacularización, fragmentación, simplificación, mundialización y mercantilización son desde ahora las principales características de una información estructuralmente incapaz de distinguir la verdad de la mentira. Como no ha cesado de demostrar la cobertura de algunos acontecimientos recientes: Tiannanmen, Timisoara, guerra del Golfo, Kurdistán, Somalia e incluso el bombardeo del mercado de Sarajevo, cuyo origen grandes medios de comunicación han atribuido a los propios musulmanes…

El sistema de información se ha pervertido: dominado por la televisión, cogido en la trampa de las apariencias, muestra sin comprender, y excluye, de hecho, del campo real aquello que no muestra. Un ejemplo de este trastorno: la muy seria cadena norteamericana CBS ha enviado el pasado mes de febrero más periodistas a cubrir el duelo dudoso de dos patinadoras olímpicas que a Sarajevo para seguir las consecuencias del ultimátum.

Ya poco fiable de por sí, este sistema se encuentra en el umbral de una revolución radical con el advenimiento del multimedia que algunos comparan, por los cambios radicales inducidos, a la invención de la imprenta por Gutemberg. La articulación del televisor, el ordenador y el teléfono, crea una nueva máquina de comunicación, interactiva, fundada en los resultados del tratamiento numérico. Reuniendo los talentos múltiples de los medias dispersos (a los que se añaden la telecopia, la telemática y la monética), el multimedia marca una ruptura y podría trastornar enteramente el campo de la comunicación. Igual que el nuevo orden económico internacional, como espera el presidente William Clinton que ha lanzado el ambicioso proyecto de las autopistas electrónicas para volver a dar a Estados Unidos el rol de guía en las industrias del futuro.

¡Todo el poder al mercado!

Gigantescas concentraciones están en curso entre los gigantes del teléfono, el cable, la informática, el video y el cine. Se suceden compras y fusiones, movilizando decenas de millares de millones de dólares; dentro de cinco años, apenas quedarán una decena de empresas en la palestra… Algunos sueñan con un mercado perfecto de la información y la comunicación, totalmente integrado gracias a las redes electrónicas y de satélites, sin fronteras, funcionando en tiempo real y en permanencia; lo imaginan construido sobre el modelo del mercado de capitales y flujos financieros ininterrumpidos…

Para no estar distanciada —como le pasó al Sur en los años setenta, cuando la batalla (perdida) del Nuevo orden mundial de la información y la comunicación— Europa ha emprendido igualmente grandes maniobras. También aquí la lógica del gigantismo industrial puede más que cualquier otra consideración; se ha podido ver en Francia, el pasado mes de febrero, cuando ocurrió la toma de control hostil de Canal Plus.

La prensa escrita no está a salvo de este huracán de ambiciones desencadenado por el desafío del multimedia. Muchos de los grandes periódicos pertenecen ya a los megagrupos de comunicación; así,
The Times,
de Londres, está controlado por News Corporation, del Sr. Rupert Murdoch, y
La Repubblica,
de Roma, por Olivetti, del Sr. Carlo Benedetti. Otros, tal como
The Independent,
de Londres, han sido recientemente objeto de ofensivas en regla. En Francia, los raros títulos que permanecen independientes de la prensa nacional, debilitados por la caída brutal de los ingresos por publicidad, ya no están a salvo de la codicia de los poderes financieros.

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