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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (25 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Por fin coronamos una cima y alcanzamos una pequeña meseta atravesada por una enorme roca que se había desplomado desde el peñasco de más arriba. A nuestros pies se divisaba el cauce que dibujaba el río casi hasta Tsuwano; la bruma y el humo flotaban en el valle; las nubes, a baja altura, ocultaban la cordillera de enfrente. La ascensión nos había hecho entrar en calor, incluso sudar; pero cuando nos detuvimos, nuestro aliento se tornó blanco a causa del intenso frío. En los arbustos casi desnudos algunas bayas tardías desprendían un suave resplandor rojo y constituían la única excepción a la falta de color generalizada, pues incluso los árboles perennes mostraban un tono oscuro, semejante al negro. Escuché el goteo del agua, y desde la roca llegó el graznido de dos cuervos que se llamaban el uno al otro. Cuando las aves se quedaron en silencio, oí que alguien respiraba.

El sonido, lento y acompasado, llegaba de la roca misma. Disminuí el ritmo de mi respiración, alerté a Jo-An tocándole el brazo e hice un gesto con la cabeza en dirección a la roca.

Él me sonrió, y dijo con calma:

—No te preocupes, es la persona que hemos venido a visitar.

Los cuervos graznaron de nuevo, y sus reclamos sonaron ásperos e intimidantes. Comencé a temblar mientras el frío me invadía por momentos; los temores de la noche anterior amenazaban con salir de nuevo a la superficie. Yo quería seguir mi camino; no deseaba encontrarme con alguien que se escondía tras la roca y cuya respiración era tan lenta que no parecía propia de un ser humano.

—Ven -me indicó Jo-An.

Bordeamos el peñasco mientras él apartaba los ojos del precipicio que se abría a nuestros pies.

Detrás, había una cueva horadada en la ladera de la montaña. El agua goteaba del techo. A lo largo de los siglos el continuo goteo había formado pilares calcáreos y estalactitas, y había perforado un túnel en el suelo que conducía a un pequeño y profundo estanque, cuyos lados eran tan regulares como los de un aljibe y tan blancos como la cal. El agua era negra.

El techo de la cueva se inclinaba adaptándose a la montaña, y bajo la zona más elevada y seca se sentaba una persona que yo hubiera tomado por una estatua de no haber sido porque percibía su respiración. Era de un blanco grisáceo, como la roca caliza, como si llevara allí sentada tanto tiempo que hubiera empezado a calcificarse. No se distinguía si era hombre o mujer, aunque percibí que se trataba de uno de esos personajes centenarios -tal vez un ermitaño o un fraile, quizá una monja- que traspasan las barreras de la carne y se acercan tanto al otro mundo que casi se convierten en espíritus. El cabello le caía por encima del cuerpo como un manto blanco; su cara y sus manos eran tan grisáceos como un antiguo pergamino.

Aquella persona desconocida se hallaba sentada en el suelo de la cueva en actitud de meditación y no daba señal alguna de cansancio o incomodidad. Frente a ella se veía una especie de altar de piedra sobre el que reposaban algunas flores marchitas -los últimos lirios del otoño- y otras ofrendas: dos naranjas amargas con la piel arrugada, un pequeño trozo de tela y varias monedas de poco valor. Era similar a otros santuarios de montaña, pero en la piedra estaba tallado el signo de los Ocultos, el mismo que la señora Maruyama me había trazado en la mano cuando, tiempo atrás, nos conocimos en Chigawa.

Jo-An desató su hatillo y sacó el último pastel de mijo. Se arrodilló y lo colocó cuidadosamente sobre el altar; después, inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente. La persona que permanecía sentada abrió los ojos y los volvió hacia nosotros; pero nos miraba sin vernos, pues estaban nublados por la ceguera. La expresión que vi en su semblante me impulsó a caer de rodillas y a hacer una reverencia; era una expresión que transmitía una infinita ternura y compasión, mezcladas con una profunda sabiduría. Sin duda me encontraba ante un ser sagrado.

—Tomasu -dijo con una voz que me pareció más de mujer que de hombre.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que me habían llamado por el nombre que mi madre me había otorgado, que noté cómo el vello de la nuca se me erizaba y me puse a temblar, aunque no de frío.

—Incorpórate -me indicó-. Tengo unas palabras que decirte, y debes oírlas. Eres Tomasu, de Mino, aunque te has convertido en Otori y en Kikuta. En ti se mezclan tres sangres. Naciste entre los Ocultos, pero tu vida ha quedado al descubierto y ya no te pertenece. La tierra cumplirá el deseo del cielo.

Se quedó en silencio y fueron pasando los minutos. El frío me llegaba a los huesos, y me pregunté si la anciana proseguiría con su discurso. Al principio me había quedado sorprendido porque supiera quién era; pero después pensé que Jo-An debía de haberle hablado de mí. Si aquélla era la profecía, resultaba tan confusa que yo no acertaba a entender su significado. Me daba la impresión de que, si seguía arrodillado allí por más tiempo, moriría congelado; pero la fuerza de los ciegos ojos de aquella mujer me mantenía en mi sitio.

Escuché nuestras respiraciones y presté atención a los sonidos: el áspero graznido de los cuervos, el murmullo de los cedros mecidos por el viento del noroeste, el insistente goteo del agua y el quejido de la montaña, cuyas rocas se encogían por el frío cada vez más penetrante.

—Tus tierras se extenderán de costa a costa -sentenció por fin la anciana-, pero la paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre. Para conseguirla, librarás cinco batallas... Ganarás cuatro de ellas, pero perderás una. Muchos deben morir; pero tú estarás a salvo hasta que caigas en manos de tu propio hijo.

Volvió a reinar otro prolongado silencio. Oscurecía por momentos, pues se acercaba el crepúsculo, y el aire se hacía cada vez más frío. Recorrí la cueva con la mirada, y junto a la anciana pude ver una ruleta de plegarias colocada sobre un pequeño pedestal de madera tallado con hojas de loto. Me sentía desconcertado; los santuarios de montaña que yo conocía estaban vetados a las mujeres y ninguno disponía de tal mezcolanza de símbolos. Daba la impresión de que el dios secreto de los Ocultos, el Iluminado y los espíritus de la montaña habitasen juntos en aquel lugar.

La anciana habló como si leyera mis pensamientos, y su voz denotaba una mezcla de júbilo y asombro.

—Todos son uno. Guarda siempre este pensamiento en tu corazón. Todos son uno.

A continuación, acercó la mano a la rueda y la hizo girar. Tuve la impresión de que el compás de la ruleta se adentraba en mis venas y se mezclaba con mi sangre. La anciana empezó a entonar un monótono cántico en voz baja. Pronunciaba palabras que yo jamás había oído y que me resultaban incomprensibles; pero finalmente éstas flotaron a nuestro alrededor y fueron arrastradas por el viento. Más tarde, cuando volvimos a escucharlas, se habían convertido en la bendición de despedida de los Ocultos. La anciana nos entregó una copa y nos pidió que bebiésemos agua del estanque antes de partir.

Sobre la superficie del estanque se había formado una delgada capa de hielo, y el agua estaba tan fría que noté un latigazo en los dientes. Jo-An no quería perder tiempo y me apremió para que nos alejásemos a toda prisa, mientras miraba con ansiedad hacia el norte. Antes de desaparecer tras el peñasco, miré a la anciana por última vez. Permanecía sentada sin mover un músculo; desde aquella distancia parecía formar parte de la roca, y yo no podía creer que pudiera aguantar allí sola toda la noche.

—¿Cómo es posible que sobreviva? -pregunté a Jo-An-. Se morirá de frío.

Éste frunció el entrecejo.

—Dios la mantiene... Además, a ella no le importa la muerte.

—Entonces, es como tú.

—Es una persona sagrada. Antes yo creía que era un ángel; pero es un ser humano, aunque transformado por el poder del dios secreto.

Jo-An no quiso continuar con aquella conversación y me dio la impresión de que mis prisas se le habían contagiado. Descendimos por la ladera a paso rápido hasta que llegamos a una formación rocosa que tuvimos que remontar. Del otro lado partía un angosto sendero trazado por las pisadas de los hombres que habían recorrido el oscuro bosque en fila de a uno. Al llegar a él, empezamos a ascender de nuevo.

Las hojas caídas y las agujas de los pinos amortiguaban el sonido de nuestras pisadas. Bajo los árboles era casi de noche, y Jo-An aceleró la marcha. El rápido ritmo me alivió algo el frío que sentía, pero al tiempo tenía la sensación de que los brazos y las piernas se me iban convirtiendo en piedra poco a poco, como si el agua calcárea que había bebido me estuviera petrificando. Mi corazón también estaba helado a causa de las enigmáticas palabras de la anciana y sus augurios sobre mi futuro. Nunca había pensado en combatir... ¿Libraría realmente cinco batallas? Si el derramamiento de sangre era el precio exigido por la paz, tras cinco batallas el coste sería bien alto, desde luego. La idea de que mi propio hijo, aún no nacido, sería quien me diera muerte me llenaba de una tristeza insoportable.

Alcancé a Jo-An y le agarré del brazo.

—¿Qué significa?

—Significa lo que dice -replicó él, aminorando un poco el paso para recobrar el aliento.

—¿Te había dicho ella esas mismas palabras antes?

—Las mismas.

—¿Cuándo?

—Cuando después de morir regresé al mundo de los vivos. Quise vivir como ella, ser un ermitaño en la montaña. Pensé que tal vez me aceptase como su siervo o su discípulo. Pero ella respondió que mi labor en el mundo aún no había terminado y me dijo las mismas palabras que a t¡.

—¿Le dijiste tú quién era yo? ¿Le contaste mi pasado y todo lo demás?

—No -respondió él pacientemente-. No hizo falta decirle nada porque ella ya lo sabía todo. Me dijo que yo debía ponerme a tu servicio porque sólo tú traerás la paz.

—¿La paz? -repetí.

¿Era la paz a lo que la anciana se refería cuando había hablado del deseo del cielo? Ni siquiera yo estaba seguro de lo que tal término significaba. La ¡dea misma de la paz me parecía una de las fantasías de los Ocultos, una de aquellas historias que mi madre solía susurrarme al oído por las noches. ¿Sería posible que alguna vez los clanes dejasen de luchar entre sí? Todos los guerreros libraban batallas, pues habían sido criados y entrenados para el combate. Aparte de sus tradiciones y sus códigos de honor, existían otras consideraciones: la constante necesidad de adquirir tierras con las que mantener a los ejércitos, que a su vez ganarían más tierras; los códigos militares y el cambiante entramado de alianzas, y la insaciable ambición de señores de la guerra como Iida Sadamu y, casi con toda seguridad, Arai Daiichi.

—¿La paz a través de la guerra? -insistí.

—¿Es que existe alguna otra forma? -replicó Jo-An-. La guerra es inevetible.

"Ganarás cuatro batallas, pero perderás una", pensé.

—Por eso nos estamos preparando. Has visto a los hombres de la curtiduría y te has fijado en sus ojos. Desde que entraste al castillo de Yamagata te consideran un héroe; después, lo que hiciste por el señor Shigeru en Inuyama... Incluso sin la profecía habrían estado dispuestos a luchar por t¡... y encima ahora saben que los dioses están contigo.

—La anciana se sienta junto a un altar y utiliza una ruleta de plegarias... -intervine yo-. Y sin embargo, nos bendijo según las costumbres de vuestra gente.

—Nuestra gente -me corrigió.

Yo negué con la cabeza.

—Ya no sigo la doctrina de los Ocultos. He matado muchas veces. ¿Crees que ella habla realmente por boca de vuestro dios?

Le hice esta pregunta porque los Ocultos mantenían la creencia de que el dios secreto es el único verdadero y que las deidades que otras gentes veneran sólo son falsas ilusiones.

—Yo no sé por qué el dios secreto me pide que escuche a la anciana -admitió-, pero yo sigo sus indicaciones.

"Está loco", pensé. "La tortura y el miedo le han hecho perder la razón".

—Ella dijo que todos son uno, pero seguro que tú no piensas así.

Entonces Jo-An susurró:

—Yo creo en la doctrina del Secreto, la he seguido desde mi niñez. Sé que es la verdadera; pero también creo que existe un lugar más allá de sus enseñanzas, más allá de las palabras, donde puede ser verdad que todos sean uno, donde todas las creencias provengan de la misma fuente. Mi hermano era sacerdote y habría considerado tales ideas como una herejía. Yo todavía no he llegado a ese lugar, pero allí es donde ella habita.

Yo me quedé en silencio y reflexioné sobre cómo las palabras de Jo-An podían aplicarse a mí mismo. Podía sentir los tres elementos que componían mi naturaleza y se agazapaban en mi interior como tres serpientes distintas, y pensé que cada una de ellas debía de ser tan mortal como las otras si se le permitiera atacar. Yo nunca podría vivir un tipo de vida y renegar de los otros dos. Mi única alternativa era seguir avanzando, trascender las divisiones y encontrar una forma de unir los tres elementos.

—Y tú también habitas allí -añadió Jo-An, leyendo mis pensamientos.

—Eso me gustaría creer -dije finalmente-; pero para ella ése es un lugar de profunda espiritualidad... Sin embargo, yo soy más pragmático. Para mí, sencillamente, es el único que tiene sentido.

—De modo que serás tú quien traiga la paz.

Yo no quería creer en la profecía, que me deparaba mucho más, y también mucho menos, de lo que yo esperaba de mi vida; pero las palabras de la anciana habían penetrado en lo más profundo de mí y no podía librarme de ellas.

—¿Estarían los hombres de la curtiduría, tus hombres, dispuestos a luchar?

—Algunos sí -replicó Jo-An.

—¿Saben combatir?

—Pueden aprender... Además, hay muchas otras cosas que saben hacer: levantar construcciones, transportar cargamentos o guiarte por senderos secretos.

—¿Como éste?

—Sí, los carboneros han trazado esta vereda y ocultan las entradas con rocas. Han creado caminos como éste por toda la montaña.

Campesinos, parias, carboneros... Supuestamente no debían portar armas o unirse a las guerras de los clanes. Me pregunté cuántos más habría como el granjero al que maté en Matsue o como Jo-An. Era una lástima que tanto valor e inteligencia se desperdiciaran al no contar con gentes como ellos. Si yo los entrenase y les proporcionara armas, podría disponer de todos los hombres que necesitaba. Pero ¿querrían los guerreros combatir junto a ellos? ¿O tal vez me considerarían a mí como otro paria?

Me hallaba sumido en estos pensamientos cuando percibí un ligero olor a quemado; tras unos instantes escuché el distante murmullo de voces y otros sonidos propios de la actividad humana: el golpe de un hacha, el crepitar del fuego... Entonces Jo-An se dio cuenta de que yo giraba la cabeza.

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