Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Aquello significaba que Adrián no llevaba ninguna pistola en la mano. Cuando un testigo ve una pistola en la mano de un fugitivo, no se le olvida. No existe el «a lo mejor».
—A lo mejor —añadió en el momento que yo ya tenía un pie en la calle—, a lo mejor la llevaba escondida en aquella bolsa.
A lo mejor la había escondido en la bolsa de deportes azul que llevaba en la mano derecha.
Mientras comía un bocadillo de atún, pimiento rojo y aceitunas en un bar cercano, pensé en la muerte. Recordaba a Casagrande en el hospital, tan dinámico y expansivo, que parecía que los brazos le iban a salir disparados en todas direcciones, y lo veía por la calle hablando animadamente con Adrián, y en la discoteca discutiendo con aquel fantasma disfrazado de gánster, y experimentaba una especie de vértigo. La muerte como la gran interrupción. Casagrande había saltado del taxi y había dicho: «Espéreme aquí, que vuelvo en seguida», y ya no volvió, ni en seguida ni nunca. Cruzó el umbral de su casa, como había hecho tantas veces, y cayó en el pozo sin fondo de la nada. Murió sin pagar el taxi. Murió dejándose tantas cosas por hacer. Pedidos pendientes, compromisos que ya nunca podría cumplir, citas a las cuales nunca acudiría. Miraba a la gente de mi alrededor, tan atareada, y pensaba que les podía pasar a ellos en cualquier momento. Un infarto, una cornisa que cae del cielo, un autobús con los frenos estropeados. Y fin. A mí mismo me podía ocurrir. Y no es que este pensamiento me llevara a otros, sino que era una finalidad en sí mismo. Te puedes morir en cualquier momento. Y basta. Fin. No hay nada más que decir. No puedes hacer más que rebobinar, recapitular para corregir la trayectoria de la vida. La muerte como fuente de filosofía.
A media tarde, fui a parar al puticlub de las puertas de madera noble de donde Adrián había sacado a las dos fulanas.
En el «Happyness» (nombre que yo interpretaba como una alusión al estado anímico del monstruo del Loch Ness) todavía no era la hora punta. Debían de estar acabando las ponencias en los diferentes congresos que se celebraban en la ciudad y los eminentes congresistas llegados de todas partes del mundo necesitaban un margen de tiempo para ducharse y perfumarse antes de pasar a las actividades lúdicas.
Así que, mientras los esperaban, las cinco chicas que constituían toda la parroquia pasaban el rato apaciblemente. Una se pintaba las uñas, tres charlaban de sus cosas sentadas en un sofá forrado de terciopelo y la quinta echaba lo que se había ganado con esfuerzo corporal por la ranura de una máquina tragaperras que amenizaba el local con ruido de sirenas y campanas. Todas interrumpieron lo que estaban haciendo para fijar sus ojos en mí.
Detrás del mostrador, una mamífera impresionante, sin sujetador y con la blusa abierta hasta la cintura, estaba llenando el frigorífico con botellas de cerveza. Me preguntó si quería beber algo.
—Cerveza —pedí.
En estos lugares, siempre hay que pedir cerveza y con la condición de que te abran la botella delante de tus ojos. Es la única manera de sobrevivir.
—¿Te gusta lo que ves? —me preguntó la mamífera, inmensamente orgullosa de sus atributos, mientras llenaba un vaso sucio con cerveza tibia y demasiado espumosa.
—Nunca había visto nada parecido —respondí, con total sinceridad.
La fórmula mágica para hacerla feliz.
En seguida localicé a la rubia y la morena que había contratado Adrián. La morena, de pelo rizado y ahuecado alrededor de un rostro oscuro donde resaltaba el colorete, estaba en el grupo de las charlatanas. La rubia, lánguida, pálida, de movimientos lentos, felinos y perezosos, era la ludópata. Señalé a las dos con gesto imperioso.
—Tú. Y tú. ¿Podéis venir, por favor?
—¿Yo también? —La rubia no quería venir.
—Sí. Las dos.
Se acercaron, obedientes, convencidas de que habían ligado un cliente. Sus miradas me hacían sentir irresistible, hombre objeto.
Las caídas de ojos se entretuvieron un instante por debajo de mi cintura. La morena tenia una expresión agresiva y perversa, era culogorda, paticorta y le faltaba pecho. La otra tenía un físico adolescente. La personalidad, la inteligencia y otras cualidades humanas no cuentan en el mercado de esclavos.
—Hola, rey, soy Verónica —dijo la morena con una risita—. Alto
standing
, y no lo digo por los tacones. —En realidad, los zapatos de tacón suponían casi el cincuenta por ciento del total de su vestuario. En seguida se apoderó de mí pasando su brazo por detrás de la espalda en lo que, en cualquier otro sitio, hubiera sido un manifiesto abuso de confianza—.
Do you speak english
?
—Castellano ya me va bien.
—Pareces americano, tan alto, y con este pelo y el garbo que te das.
—Yo me llamo Karen —dijo la otra con marcado acento centroeuropeo. Se la veía muy seria, triste, deprimida, con la actitud sumisa de quien ha recibido muchos golpes.
Me apoyé en el mostrador, con una a cada lado, apretadas contra mí, y entonces resultó que en mis manos había una fotografía que representaba a Adrián Gornal con cara de travieso.
—El viernes pasado, este tipo os contrató…
Las sonrisas de bienvenida se derritieron automáticamente. La mano de Verónica perdió contacto con mi cuerpo.
—Uy, uy, uy —hizo mirando hacia otro lado.
—…Os llevó a casa de un amigo suyo, uno alto y delgado…
Karen se había quedado helada.
—Mira: esto lo tienes que hablar con Tobías… —me aconsejó Verónica.
La agarré del brazo para impedir que se alejara.
—No soy policía.
—No toques.
—No quiero crearos problemas.
—Si no pagas, no tocas.
—No soy policía.
—¿Pues qué eres?
—Detective privado.
En seguida quedó claro que un detective privado no les merecía ninguna clase de respeto.
—Ah, bueno, pues nosotras somos sesenta euros cada una.
—Y tenemos que trabajar, que si no Tobías se cabrea.
—No os voy a meter en ningún lío. Sólo es un momento. Este hombre ha robado en el piso del otro y la policía os puede echar las culpas a vosotras…
La alarma las alejó definitivamente.
—Uy, uy, uy.
—¡Tobías! ¡Mira qué dice éste!
—Esperad, coño…
Tobías compareció como si alguien hubiera frotado una lámpara de aceite. Era un palmo más bajo que yo pero con la mirada me advirtió que, si teníamos que empezar a trompazos, me mataría. De manera que tuve que ponerme duro.
—¡Joder, Tobías, no me toques los cojones! Sólo quiero hablar con las nenas…
—Es un detective —le apuntaban ellas, como animándolo a que me saltara al cuello.
—No es policía.
—¿De qué quieres hablar con las nenas?
—¡Sólo quiero ahorrarles problemas! El viernes estuvieron en casa de un cliente, y ahora ese cliente está muerto y le han saqueado la casa. Os podría haber enviado a la poli. No lo he hecho porque quiero información pero, si te pones imbécil, me largo, le digo al comisario que os interrogue él y me lavo las manos. Veo que Karen es de fuera. Si no tiene papeles, tendrá que pensar a ver qué hace.
—Sí, sí que tiene papeles —dijo la morena con un cierto desmayo—. Sin papeles no las dejan trabajar en este local.
—¿Qué quieres saber?
Tobías dirigió a las chicas una ojeada que era una orden. Ellas se volvieron a acercar.
—¿Qué pasó, aquella tarde? —dije—. ¿De qué hablaban, los tíos hombres? ¿Discutieron…?
Dudaron unos segundos. Con los ojos se cedían la palabra, la una a la otra. «1 labia tú», «no, no, tú». Después, se precipitaron a hablar las dos y, finalmente, prevaleció la facilidad de palabra de Verónica.
—Bueno, no lo sé, ¿de qué querías que hablaran? Ya se sabe… De nada…
—Sí que discutieron —apuntó Karen—. Este de la foto no tenía dinero.
—Ah, sí, tienes razón. Era un jeta. Viene aquí, nos contrata, nos paga una pasta y, después, en el piso, empiezan a pedir servicios extras. Les decimos «Esto es más caro», y este de la foto le dice al otro, al dueño de la casa: «Yo ya no tengo más pasta, pon tú el resto». Y el propietario de la casa dice «Cojonudo, invitas tú y pago yo», y el otro «Que si yo ya he pagado una parte y a ti sólo te toca la diferencia…» En fin, que el dueño de la casa tampoco tenía pasta. Y nosotras no aceptamos tarjeta. Aquí, en el local, sí, pero fuera, no. Ya no llevamos la bacalaera aquélla. De manera que se quedaron sin extras.
»Y, después, a este de la foto le cogió la manía que no había cava. "Coño, esta fiesta se merece una botella de cava… Que sin cava, esta fiesta no es fiesta ni es nada." Y el otro le decía: "¿Pero de donde sacarás las pelas para pagar el cava?" Y éste dice: "Bajo un momento a buscarlo, que aún me queda crédito en la tarjeta".»
—¿Y entonces…? —apunté.
—¿Entonces…? —la chica no entendía.
—Entonces —acabé yo—, el de la foto cogió las llaves del piso.
—Ah, sí. Yo vi cómo lo hacía. Supuse que era para no tener que llamar al volver. Él no era el dueño del piso… Pero… —Verónica se interrumpió y recordó algún detalle significativo. Miró a Tobías. «¿Lo digo o no lo digo?» El hombre le dio permiso. «Venga, acabemos de una vez»—. Es verdad que vi como si… No sé cómo decirlo. Estábamos las dos enrolladas con el otro, jugando, pero yo me di la vuelta para ver qué hacía éste, porque, no sé, me estaba empezando a desnudar y quería acabar de una vez. Yo no quería que fuera a comprar cava ni que la fiesta se alargara. Un polvo rápido y fuera. Le quería decir: «¿Vienes de una vez o no?», y lo vi, allí, en el pasillo, delante de la puerta, como descolgaba las llaves de unos ganchos que había allí… Y, bueno… Hizo un gesto así, como si le hubiera pillado robando algo, ¿me entiendes? No sé si me explico.
Sí que se explicaba. Yo entendía que la chica trataba de ser complaciente conmigo, su trabajo le había enseñado a ser complaciente y, si yo quería un movimiento sospechoso de Adrián, ella estaba dispuesta a proporcionarme movimientos sospechosos a mansalva. Pero posiblemente aquel deseo de complacerme no la hacía mentir sino hilar más fino en sus recuerdos.
—¿Qué más? ¿Discutieron mucho?
—No, sólo eso que hemos dicho.
Sonó el móvil con la música de
La Comparsita
. Me excusé con un gesto.
—¿Sí?
Era Beth, desde la agencia.
Alarma. Código rojo: Flor Font-Roent se había presentado en nuestro despacho, desesperada. La policía había ido a verla y le habían soltado que su novio Adrián era un asesino.
—Esquius, por favor, que está hecha polvo. Que, si nos descuidamos, se tira de cabeza a la máquina de picar papel.
—¡Sobre todo, no se os ocurra enseñarle el informe que he redactado! —dije en seguida—. Ahora voy para allá. Quiero hablar con ella. —Mientras guardaba el teléfono, me encontré de nuevo con los tres pares de ojos que me estaban declarando persona
non grata
. Ya tenía la cabeza en otro lado, pero no me quería dejar nada—: ¿Os pareció que eran muy amigos, esos dos? ¿O sólo conocidos…? ¿Había confianza entre ellos?
—¿Quieres que te diga lo que me pareció a mí? —dijo Verónica—. Yo creo que este de la foto necesitaba algo muy importante del otro. O pedirle que le avalase un crédito de muchas pelas, o que el otro le diera trabajo en su empresa, o algo así. Porque no se conocían casi, no tenían mucho que decirse. Era la primera vez que se encontraban en una situación como aquélla. Nunca habían hecho una cama redonda juntos. El dueño de la casa no se lo podía creer, en cuanto nos vió entrar. «¿Pero dónde vas? ¿De qué vas? ¿Qué coño haces?», decía. Él encantado, claro, pero no entendía nada. Y el otro, ¿por qué nos tenía que contratar a nosotras, y por qué le tenía que hacer el regalo al dueño del piso si no era porque le quería pedir un favor? Sólo me lo puedo explicar así.
—Además —intervino Karen—, el otro lo vigilaba.
—¿El otro lo vigilaba?
—No se fiaba de él —aclaró Verónica—. El de la foto se metía por el pasillo, y el de la casa en seguida: «¿Dónde vas?», ¿sabes?, como controlando, «a ver qué hará éste ahora». El otro: «Voy al lavabo». «Pues el lavabo está por aquí», ¿sabes qué quiero decir?, como marcándole. «No me gusta que te metas por todas partes.» Lo estuvo controlando todo el rato.
—Sí. El dueño de la casa no se fiaba, no… — Karen también tenía ganas de colaborar.
—Estaba escondiendo algo —sugerí.
—A lo mejor sí. A lo mejor sí que tenía algo por el piso que no quería que viéramos los otros.
—¿No tienes ni idea de qué podía ser?
—No, porque yo no soy cotilla, y Verónica tampoco. Nosotras hacemos nuestro trabajo y nada más. En nuestro oficio, cuanto menos preguntes, hables y veas, en menos líos te metes.
—Bueno. —Miré el reloj. Tenía que irme—. Muchas gracias.
—Cuando venga la policía —me dijo Tobías, amablemente—, ¿quién decimos que nos ha estado haciendo preguntas?
—No me jodas, Tobías. Yo no le he dicho nada de vosotros a la pasma. O sea, que tú no tienes por qué hablarles de mí.
—Ya sabes cómo es la policía. Si te meten un tercer grado, te hacen confesar que eres Osama Bin Laden.
Entendí a qué se refería. Y tenía prisa y no podía prolongar aquella discusión. Saqué un billete de cincuenta euros y lo dejé encima del mostrador.
—Esto os ayudará a resistir —dije.
—No —dijo la mamífera—. Esto sólo paga la cerveza.
Otro billete, y otro, y ya no me quedaban más. Les enseñé el interior de la cartera para convencerlos y salí disparado del puticlub.
Corrí la maratón hasta el aparcamiento de la plaza San Gregorio Taumaturgo, haciendo una parada sólo para sacar dinero de un cajero automático. Después, batí récords de velocidad hasta llegar a tres esquinas de la agencia, donde me vi atrapado en un atasco monumental. Abandoné el coche en un paso de peatones y cubrí el resto del trayecto a marcha atlètica.
Toda la estructura del edificio de estilo neoclásico al gusto franquista se estremecía y temblaba a consecuencia de los sollozos de Flor. Pronto tendríamos que llamar a los bomberos para avisarles de que no hacía falta que vinieran, que no pasaba nada. En cuanto salí del ascensor, antes de entrar en la agencia, ya capté el ambiente de conmoción general, los llantos de Flor en el despacho de Biosca y un largo monólogo de éste, que se suponía que tenía que calmarla. Amelia y Beth lo escuchaban todo desde la sala de los ordenadores, sobrecogidas, porque estas cosas se contagian.